miércoles, 31 de agosto de 2005

Nada nuevo

Leyó las últimas dos líneas. Apagó el cigarrillo y encendió otro. Vio que apenas quedaban dos en la cajetilla, buscó entonces en la mesa de noche -había una sin abrir-, suspiró tranquilo y volvió al escritorio. Afiló sus tres lápices, recostó su espalda para disfrutar el descanso y aspiró dos grandes bocanadas antes de volver a la escritura.
Para ignorar el hambre, olió un trago de ginebra, consiguió percibir lejanos perfumes a naranja, almendra, angélica, orris, cilantro, alcarabea, cardamomo, anís, cassia y limón… Bebió luego sin tragar, incendiando el paladar con la lengua, dejando en su aliento aroma suficiente para una par de párrafos. Sintió un impulso esperanzado y comenzó a narrar con su impostado acento porteño. Luego bajó el volumen, primero hasta el susurro, luego hasta perderse en el ronroneo de la ciudad que duerme.
Terminaba la sombra y, con ella, unos pocos párrafos sin ideas ni estilo. Sintió entonces el cansancio medroso del amanecer que acecha, buscó su cama entre cuadernos y hojas arrugadas y luego se echó al azar del sueño, estoico narcótico para sobrevivir a un fracaso más; a otra noche.

lunes, 29 de agosto de 2005

La Calle

La calle es lenta (lo decía Ríos), es lenta y parsimoniosa. Empero, en ella palpita lo intempestivo, la sorpresa. Nada es predecible sobre la acera o sobre el asfalto. Siempre, aún cuando monótona, la vía mantiene la tensión, el susto. Todo acecha: la luz moribunda sobre la calzada, el ruido y la muerte a pocos metros, la velocidad, la soledad, todo.
La calle es el lienzo del vagabundo, el papel del escritor. Es sólo el camino a otra calle y, sin embargo, es la ciudad y su vida, se recorre a sí misma en los pasos errantes del nómada. El asfalto permanece, la calle deviene. Es el caos de Moisés, el mar de piedra abierto a mis pies como el Muerto al judío que huye de la espada y la esclavitud y abandona su condición sedentaria. Al frente, nada, sólo la esperanza de una orilla invisible, la promesa de la salvación; suficiente, no existe un lugar llamado libertad, es para quienes escapan todo el tiempo.
En mi bitácora no hay dos calles idénticas, tampoco dos pasos iguales. La vida de la calle es sólo el hundimiento en el asombro, en la sorpresa, en la dinámica imprevista del caos.
A cada paso, las cosas pasan –y ocurren-, van y vienen, se mecen en el desorden absoluto, en una redecilla de coincidencias, entre semáforos, esquinas y flechas. Esa es mi calle, sólo la mía.

domingo, 28 de agosto de 2005

Me voy...

Después de la madrugada densa y sudorosa, los dolores de espalda habían desaparecido. Ante una postrera y supuesta caricia -por demás exagerada-, hizo lo posible por contener el llanto. Lucero miró al capitán. No había en su semblante el menor indicio de sorpresa o de miedo; le era enteramente impredecible. La miró fijamente y luego, susurrando con gravedad, le dijo: “Lucero, me voy. Me voy al mar”.

sábado, 27 de agosto de 2005

Ex nihilo

Esta mañana, pese a estar somnoliento por una larga noche de palabras, salí a caminar por las cortas calles de Laureles. Se me hace más fácil hacerlo temprano; por las noches, si no tengo compañía, padezco de un miedo inexplicable y termino siempre por volver a casa antes de una hora.
Algo mareado, pero inmensamente tranquilo, deambulé durante un buen rato. Pensé en lo caótica y monótona que puede ser la mañana de un martes, de cualquier martes. No logré comprender el sentido que impulsa esta ciudad, plagada de seres irrepetibles y, sin embargo, idénticos. ¿Quién será –o por dónde irá- ese tal Vicente?
Estaba sentado en el Primer Parque, escribiendo cosas que releía una y otra vez en voz alta cuando me sentí ahogado. El olor a pan caliente, la brisa que aumentaba, el ruido de los automóviles, todo me hacía sentir un profundo miedo creciente que me asfixiaba. Probé con un poco de marihuana, nada. Logré reponerme y comenzar a caminar, pero el vértigo me perseguía. Por doquier llegaban fantasmas: gusanos, cucarachas y ratas que colmaban la incertidumbre de lo que estaba padeciendo. Nada significaba nada, el mundo era, por momentos, algo de lo que yo no formaba parte; era “aquello”, no “esto”.
Me sumía en la extrañeza que me rodeaba, comenzaba a disfrutarlo y seguí caminado hasta llegar al supermercado amarillo, justo sobre La 80. Decidido a mantener la dirección subí al puente peatonal, había dado unos pocos pasos sobre la plataforma que cruza la calle cuando algo -quién sabe qué coincidencia- me hizo mirar hacia la izquierda, hacia el cruce de Don Quijote. Conjeturé entonces sobre el nombre de la glorieta. Lo quijotesco es la vida, me decía, siempre “haciendo” para ser después capaz de continuar “haciendo” y, así, hasta morir sin ser nada. Y si no voy a ser nada, pues mejor lo soy de una vez, al fin y al cabo suena menos tediosa que la idea de ser feliz, eterno o exitoso. Bienaventurados los desgraciados entonces… a ellos pertenece el reino de la tierra. No planearé mi fuga, ni la sentiré llegar; seré yo mismo mi huída constante; seré un búho en el purgatorio y una vaca en la tierra. Una vaca.

jueves, 25 de agosto de 2005

Pobre Paco


Herido de muerte en su pecho, la mitad de lo que fuera su cuerpo pareciera vigilar el parque. Paco, en su pedestal, los ve fumar hierba, besarse, tocarse, columpiarse o dormir sobre las raíces. Lleva años en el centro del segundo parque de Laureles. Pobre Paco, jamás ha visto su nombre, jamás lo ha oído, nunca supo que se hizo de bronce. Si lo ven, salúdenlo; le hace feliz.

Hoy fracasé

Hoy fracasé. Simple; fracasé. Hasta he llegado a regocijarme en mi frustración, como un cerdo feliz que se revuelca en su chiquero. Siempre fracaso, cada noche se hace de cartón todo aparente logro, y al mirar como a otra mi cara en el espejo, y preguntarme por la cantidad de farsa que mi vida alberga, me pesa con inefable vergüenza la medalla a la frustración.

Sirvo un vaso de agua para mitigar un poco la sed que deja el cigarrillo y un café negro y amargo, esperanza de insomnio a la espera de algunas palabras. Empero, el fracaso continúa, la frustración se hace honda. Recurro a la hierba o la ginebra, sin embargo, toda vez que lo intente, la embriaguez del licor, o el letargo soporífero, terminan por adormecerme sin haber escrito un par de líneas que valgan la pena. Necesito a veces de una inmensa paciencia para soportar el sosiego, vencer el sueño y continuar escribiendo.

Tenían razón, pues, todos aquellos que presagiaron mi fracaso, los viejos amigos que, sin retirar sus afectos decían de mí –y a mí- todo lo que creían. En efecto, me paso la vida comenzando y ahora, solo ahora, reconozco la semejanza que mi vida tiene con el triste dibujo que ellos hacían de lo que soy. No los culpo. Fracasé. Soy un fracaso. Años colmados de noches en vela: las de hierba, las de ginebra, las de Pink Floyd o Wagner, aquellas pueriles en que triste y adolorido no hice más que escribir; ninguna dejó de aumentar un poco esta frustración nocturna. Empero, nada quedó. No hay entre mis montañas de hojas envejecidas y arrugadas un solo párrafo que sobreviva a una lectura fina. Nada, solo fracaso. Tenían razón. Sin embargo, no me culpo, jamás tuve la oportunidad ni la disposición de aprender los innumerables rostros de la felicidad. El siglo acabó conmigo, se me fueron los años en la primera mayúscula; sin un solo punto final, sin sentir orgullo artístico por una sola palabra.

Hubo un momento en que mi única compañía era mi fracaso. Aprendí a quererlo y a velar por él, no podía defraudarme, era lo único mío, nada más de lo que había creado tenía sentido o valor para mí, crecimos juntos hasta volvernos uno solo y necesitarnos. Ya no hubo más síntomas de mi enfermiza esperanza insensible, mi fracaso y yo terminamos por confundirnos sin esperar nada. Eso somos, un fracaso, un irremediable fracaso.

Yo pienso

No sé hacer nada más: sólo pensar. Y no es que mis conjeturas alcancen mayor complejidad, tampoco podría decirse que son profundas o trascendentes. No es el pensar de un filósofo, mucho menos el de un científico. Nada de eso, es sólo pensar.
Razón tenía mi amigo Lucas: en los ascensores, la gente piensa. Sabrá dios (o, posiblemente Lucas) que suerte de conjeturas puede albergar un ascensor de un piso a otro. Yo vivo así, pensando cosas de ascensor. Ideas fragmentadas, borradas intempestivamente por un recuerdo o ligadas a otra cosa bien lejana y de forma totalmente incoherente.
Nunca comienzo de nuevo, tampoco sé del origen, nada ha quedado suelto jamás y no hay tampoco la intención firme de indagar en la mayoría de ellos. Pienso porque al hacerlo huyo de los que fastidian mis oídos y cortan mi vista, pero no corro, pienso. Huyo también de quienes como bufones se escondenen entre la multitud, creyendo menos patéticas sus palabras y menos vacías sus más colmadas soledades, paranoias y tristezas. Como si trataran de exagerar la debilidad para engañar al enemigo. Pienso como sumido en un eterno elevador que poco interrumpe el viaje para abrir sus puertas y dejar que salga ese otro que, a sabiendas de mis apnéas taciturnas, no pierde ocasión de hablar, justamente cuando comienzo a perecer.

martes, 23 de agosto de 2005

La Flota

La cosa, cosa es. Pero, las cosas, cuestión complicada. Sea como fuere, se trata de dar orden a lo que llega, a lo que hay, a lo que pasa o existe, a todo aquello que ocurre en esta urdimbre de coincidencias que algunos llaman mundo. Bienvenida sea, pues, cualquier conjetura, cualquier orden, cualquier mentira, comentario o invención; da lo mismo, mañana todo amanecerá desordenado. No vengan luego diciendo que me contradigo ¿Acaso lo que es hoy lo es mañana? No, aunque ya esté comenzando a contradecirme.
La Flota somos todos los que soy. A veces yo, pero siempre otro. ¿Qué importa si a todos nos pasa? Jamás sabré -ni lo sabrán ustedes- quién, de esos que suelo ser, ha decidido escribir esta o aquella cosa. Jamás sabremos si se trata de un monólogo, un dúo o una discusión colectiva dentro de mí; nadie podrá, ninguno puede. En La Flota escribimos; simplemente, escribimos.

lunes, 22 de agosto de 2005

Se desconecta

Se desconecta una vez, nada más una vez. No lo hace todo el tiempo; una, y sólo una vez por día. Después, se le ve un poco taciturno, distraído y sonriente. No habla mucho cuando está desconectado, no dice nada sobre sí mismo, pero escribe con enfermiza pasión, con el desenfreno demente del condenado. A veces se le ve saborear un recuerdo mientras sus trazos se hacen más grandes y menos medidos. Sus ojos lucen pequeños y rojizos, su caminar se hace cauteloso y es poseída su voz por el peso del aire, por la intranquilidad de su alma. Vuelve al papel y su esquizofrénica sensibilidad acelera su mano y frena su templanza; línea tras línea se hace más de nervio su palabra, más de llanto su pasado. A medida que sus letras lo alejan del mundo, llegan los fantasmas a quebrar su silencio con sollozos ahogados, como si el orgullo escondiera la intranquila esperanza que lo atormenta. Poco a poco se conecta nuevamente, sosegado y taciturno a la espera del estupor mañanero, sumido en su letargo y mirando el techo.

El claustro

Contiguo al umbrío respiradero de esta posada, y conectado a él por una pequeña ventana corrediza de aluminio, vivo yo -aunque "vivo" sea un decir-. Un depredador cualquiera, con tribulaciones o sin ellas, podría morir de tedio en este claustro; con la corriente gélida que lo anega; con la congoja tremebunda de cada noche. Empero, aún cuando pusilánime y fútil, entre paredes y techo, una extraña y parasitaria comodidad me conjuga siempre de la misma forma; un oso que inverna en su lóbrega cueva. Cuando llega la mañana, en cuyo sino veo morir mi cordura, se levanta el frenético estupor que la noche ha urdido sin yo darme cuenta. Siento entonces el milagro de la existencia: el fastidio de estar vivo.