sábado, 22 de octubre de 2005

Goya

Otro camino muy diferente aparecía ahora que había terminado de cruzar la playa, amable, bordeado por helechos de múltiples especies, serpenteaba a la sombra de almendros y palmeras colmadas de hermosos platanillos colgantes que acogían tormentas de zancudos; era como si se tratase de un inmenso jardín, un camino que abrigaba, mientras se alejaba del mar, la promesa de uno nuevo. El calor era sofocante, sin embargo, cuanto más picaban los rayos del sol, más fresca parecía la brisa, más apacible se le hacía el sendero, una esperanza creciente se apoderaba de él, las ranas croaban, allí estaban los charcos reflejando el cielo claro, allí el sol… y nada de esto me parece tan cierto. Pensó el capitán. Aunque ¿Cómo no dejarme engañar? ¿Acaso no es éste uno de esos momentos en que, después de haber sido deseados y meditados durante toda la vida, se nos muestran de alguna forma paradójicos y se nos antojan desagradables porque sentimos que algo no es tal como fue concebido? Es parecido quizá al instante en que un hombre logra tener certeza de su muerte (a su mente llegó la nítida imagen del condenado en Los fusilamientos del tres de mayo), y en tal momento de lucidez, por alguna postrera intención de sentirse vivo, lograra recorrer toda su historia y terminara por concluir que nada fue nunca tan seguro como su fin; que su anhelo jamás tuvo coherencia con su vida y que quizá había sido mejor así. ¿Encontraría por ello solaz en su camino hacia el cadalso por más flores que tuviera? Goya seguramente lo supo, yo tengo mis razones para dudar, se contestó el capitán.

lunes, 10 de octubre de 2005

Guitarras

El capitán había ya caminado hasta el cabo; según recordaba, al girar a la derecha dejando atrás Playa Soledad, debía ver al otro lado del golfo de Urabá el litoral antioqueño, en cuyas planicies imaginaba numerosas plataneras cargadas con bolsas azules para acelerar la maduración de la cosecha. Jerónimo ojeaba el suelo buscando una rama hueca para reparar su pipa, no obstante, caminaba erguido por el peso de la mochila, cubierto no más que por una camiseta de algodón sin mangas, con hombreras deshilachadas que dejaban ver sus brazos flacos y bronceados, y una bermuda roja de corduroy a la altura de las rodillas; se daba ánimos mientras canturreaba con cierto aire melancólico alguna canción de Pink Floyd. Había olvidado la última vez que tocara una guitarra acústica o eléctrica, sin embargo, mientras daba sus primeros pasos hacia Acandí, lograba evocar nítidamente algunos momentos en que tuvo alguna de ellas en sus manos: junto a Piero y Emilio, viajando por el oriente antioqueño con sus latosas canciones que pretendían llamar punk -¡Qué dificultad imbatible le causó siempre componer canciones de este género!-, o en el Rincón del Guasauro, o en el bar Patinir con Julia. Recordó entonces El Parnaso, donde por pura casualidad consiguiera una Rickenbaker de doce cuerdas y donde, con nostalgia, imaginaba a José y su amigo cubano, Pavel, tocando guaguancó hasta caer enlagunados y empapados en ron. Desde la orilla occidental, donde ahora aparecían purpúreas montañas, tan lejanas que fácilmente podrían pasarse por olas gigantes en alta mar, llegó a la mente del capitán el chasquido de una cuerda que se reventaba como el lamento de un gato agonizante, o un hombre susurrando entre dientes una despedida definitiva, de la misma forma en que ahora dejaba atrás, además del promontuorio, que de este lado parecía más bien una tortuga a medias hundida en la orilla, las dunas intactas de la playa y toda suerte de troncos resecos expulsados por las olas durante la tormenta de la noche anterior. Todo esto que pienso, se dijo, tal vez caiga mejor a un Brower impedido que a un pobre pescador otrora guitarrista, sin embargo, si bien no puedo sentirme orgulloso de haber tocado la guitarra como Roger Waters o Gustavo Cerati o, para suerte mía, como Jonh Petrucci, no puede negarse que en algún momento mi estilo obtuvo buenos comentarios. Se decía todo esto a sabiendas de que no hacía más que interpretar a gusto algunos apretones de manos después de un concierto, puesto que sus trabajos más serios fueron siempre incursiones “conceptuales” en la música electrónica. No obstante, de que al cabo de todo este tiempo había rejuvenecido su amor por la guitarra, un amor parasitario y desprovisto de arte, era prueba el hecho de que justo entre la serranía del Darién y el mar oscurecido por el feroz torrente del Atrato, anhelara –Dios mío con que honda soledad- cantar Wish you were here junto a su vieja Rickenbacker. Con amor o sin él, pensó, cada cambio sustancial en mi vida ha tenido cerca una guitarra; a causa de una guitarra había comenzado a estudiar periodismo; y a causa de una guitarra había decidido huir al mar, y de cierto modo, debido a una guitarra (el capitán sintió una fuerte punzada en su espalda junto a un sentimiento tenue de orgullo que lo hizo sonreir) estoy ahora caminando hacia el sur, entre el chirrido ensordecedor de las cigarras y la monótona calma de las olas.

lunes, 3 de octubre de 2005

Hacia el sur

Despertó temprano, del cielo blanco cómo el papel caía la luz sobre la bahía, levantó su cabeza y miró instintivamente hacia el sur a través del anjeo blanco. Aquel era su camino (el promontorio azuloso se veía con claridad, parecía el hocico de un pastor alemán) hacia el río Tolo. Según mis cuentas, luego llegaría a Acandí; allí podría comprar algo de comida y tomar una cerveza fría, pasar la noche sobre un colchón y cuidar un poco mis ampollas después de un buen baño. Pensó el capitán. Luego volvieron el barro y las arañas del día anterior y fueron perdiéndose las imágenes del Hotel Medellín mientras regresaba el mortuorio (ahora un poco más nítido, lejano y silencioso). Se acostó mirando el techo del iglú de poliéster; en el pequeño aire de anjeo de la cúpula revoloteaba un zancudo buscando inútilmente por dónde escapar, pensó en matarlo con la camiseta pero no lo hizo, subió la cremallera y miró cómo volaba hasta perderse bajo el cielo nublado y blanco como la cal. El capitán oyó el ladrido de un perro –acaso ya lo había hecho-, cuyas patas imaginó llegando a la Patagonia.

Lluvia y selva

La lluvia, cayendo sobre la orilla –y destinada, quizá, a su árido corazón-, colmaba el silencio de la selva… No era todo; el capitán había dejado de oír las cigarras, y ahora, sumido en el golpeteo de las olas y las gotas, sentía más quietud que antes, lo cual se sumaba a la distancia entre él y un Darién cada vez más callado. Sapzurro; eso también evocaba cierto silencio. Sapzurro. Era no obstante el húmedo tamborileo continuo lo que sin duda le hacía dirigir la vista hacia el norte, buscando un vallenato en El Pingüino y fuertes risas sobre el muelle repleto de mesas y pescadores sentados en sillas plásticas y bebiendo cerveza antioqueña; una ilusión que colmaba de nostalgia no sólo su corazón sino el horizonte oscurecido y nublado hacia el noreste, hacia el cabo turbio y purpúreo, La Habana y luego el océano; todo el panorama era una sola evocación: la plenitud de una soledad premeditada. Muy parecido debe ser todo esto, se dijo, del júbilo de un prófugo en el instante en que, sentado sobre la hierba mirando a lontananza, se olvida de su condición fugitiva y encarna en un águila que planea con mirada escrutadora y a la que el mundo se le antoja manso, en su presencia la selva, ya dominada, no puede más que sentirse dócil y callar. ¿Acaso el prófugo halla su libertad en el silencio de la selva? ¿Se trata del mismo silencio del calabozo? En realidad lo dudo bastante. Reflexionó el capitán justo antes de caer dormido profundamente.