miércoles, 25 de abril de 2007

El Caudillo y Mamerto



(A Fuser, que aparece en mis últimos días)

Rostro oscuro como madera seca, ojos, cejas y dientes grandes, bigote canoso y apenas visible. Completamente calvo. Hoy me miré al espejo y vi nuevamente al caudillo vivir sus últimos días. Un preámbulo al réquiem de uno más.

“Hace años que el caudillo decidió partir hacia el Urabá, “para descansar y terminar con los días de su vida en la amabilidad de la tierra caliente”. Antes estuvo en Barranquilla, Cartagena, Turbo, Necoclí y Apartadó. Sin problemas, se pasaba horas y horas acostado en la playa dormitando y recordando, se levantaba luego para comer lo primero que encontraba y volvía a echarse en la hamaca o en la arena -siempre como la primera vez- para sumirse en el profundo mar de su vida y rescatar quizá algo con qué inventar un recuerdo. Su mirada solía perderse, a veces hasta tornarse desafiante.

Caminaba lentamente por la playa, fumando obstinadamente. A veces, cuando se recordaba joven, imaginaba pangueros que llegaban a la orilla para llevarlo a Zapzurro, su amado y dulce rincón de mundo; aguas tranquilas, apacibles palmeras y la eterna tranquilidad del silencioso oleaje. Hacía balance de interminables cuentas por saldar; todo el pasado de un hombre en el cigarrillo que fumaba con más nostalgia que ansiedad.

Todos los días tenía para escoger dónde ir a comer y se hacía a cualquier cama, apenas haciéndose notar antes del alba. Alguna vez pensó en parar, se negó. Se iba en las noches y no volvía en días. En una de aquellas casas donde le ofrecieron techo, conoció a Mamerto, un panameño que había inmigrado en los años ochenta y que luego de no conseguir trabajo llegó a Capurganá. Sabía algunas palabras en inglés y casi se podría decir que hablaba el español. En todo esto se le notaba un acento costeño que no dejaba de hacer reír al capitán. Mamerto era más viejo que su amigo, eso no fue obstáculo para que una mañana decidieran suicidarse juntos. Ahora viven en el infierno, ahogados entre papas podridas, el perro y el amo.

Re-inserción


No es un problema de combatientes, como lo insinúa el realismo político, ni hay criminales (quizá por no haber derrotados), como lo entendería el positivismo jurídico. ¿Qué somos en medio de este conflicto? Podemos, según los enfoques morales, comprendernos como víctimas. Sería, en cierto modo, incontestable; la sociedad civil ha sido víctima del olvido del estado, de vacunas, pescas milagrosas, atentados, masacres, desapariciones, desplazamientos, homicidios y miles de “balas perdidas”; la guerrilla ha sido víctima del ejército, de las autodefensas, de la exclusión política, de bombardeos silenciosos y del odio tal vez merecido que gran parte de la población le tiene; los paramilitares, víctimas de la guerrilla, del desplazamiento forzado, de la influencia de gremios adinerados y del narcotráfico, de la estigmatización y de la pobreza; el Estado, víctima de un conflicto inmanejable. Víctimas todos y todos victimarios. No existen los unos sin los otros. Y entre tantos mártires el rencor y el odio crecen, el plomo va y viene. No cabemos todos en el papel de víctima al mismo tiempo, aún cuando las esquirlas hayan herido a generaciones colombianas que aún están por nacer.

Somos víctimas solitarias, cada quien tiene alguien para señalar, un bando al que dirigir sus disparos. Nuestro mal va a cumplir más de cien años si no nos comprendemos de otra manera que no sea la de creernos víctimas de “los otros” -que, a su vez también son víctimas, quizá de “nosotros”-, si no nos comprendemos como iguales o hallamos un lugar común desde el que podamos negociar la verdad, la justicia y la reparación. En un problema social no podemos tenernos por hombres y mujeres nada más. En el billetico de mil pesos podemos leer: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”. Gaitán me perdonaría si amplío su sentencia y digo que no somos hombres y mujeres, somos un pueblo. No hay política ni fuerza militar que logre hacer de Colombia un pueblo, en el sentido más amplio de la palabra, si no vemos en el otro al portador de un corazón que palpita, a un ser humano. Eso es bien diferente a ser una víctima y da cabida al perdón más que al rencor y al recrudecimiento de los odios.


(La versión completa del texto la envío por demanda)