jueves, 30 de agosto de 2007

SIMÓN CARVAJAL

En los campos de Antelo,
hacia el noventa mi padre lo trató.
Quizá cambiaron unas parcas palabras olvidadas.
No recordaba de él sino una cosa:
el dorso de la oscura mano izquierda cruzado de zarpazos.
En la estancia cada uno cumplía su destino:
éste era domador, tropero el otro,
aquél tiraba como nadie el lazo
y Simón Carvajal era el tigrero.
Si un tigre depredaba las majadas
o lo oían bramar en la tiniebla,
Carvajal lo rastreaba por el monte.
Iba con el cuchillo y con los perros.
Al fin daba con él en la espesura.
Azuzaba a los perros.
La amarilla fiera se abalanzaba sobre el hombre
que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
que era escudo y señuelo.
El blanco vientre quedaba expuesto.
El animal sentía que el acero le entraba hasta la muerte.
El duelo era fatal y era infinito.
Siempre estaba matando al mismo tigre inmortal.
No te asombre demasiado su destino.
Es el tuyo y es el mío,
salvo que nuestro tigre tiene formas que cambian sin parar.
Se llama el odio,
el amor, el azar, cada momento.

Jorge Luis Borges

lunes, 27 de agosto de 2007

Gerardo

Tiene una barba corta y muy bien cuidada, rubia como sus cejas. Es de tez blanca, nariz grande, labios uniformes y gruesos, siempre quemados por el sol o el frío. Sus ojos oscuros son pequeños, pequeña su frente y largo el pelo, desde la primaria hasta la mitad de la espalda. Es gordito, no mucho. Bonachón, ingeniero sin consumar. Dedicado a estudiar el pasado de la ciudad y del país. De todos era el que menos tiempo perdía, no tenía un solo minuto de ocio y su vida transcurría sin la menor rebelión contra nada, le era absolutamente falto de importancia todo acontecer político. Jamás votó, jamás tuvo una discusión de carácter ideológico ni religioso pese a que ha estudiado tanto los modelos económicos y sociales que se han inventado hasta ahora. No cree que la economía sea una ciencia, tampoco a veces una disciplina, es, para él, la conciencia colectiva de nuestro tiempo; la forma contemporánea de razonar para escoger el mejor camino. También cree que esto cambiará, porque de tanto leer la historia ha notado que todo cambia, que sólo hace falta tiempo y que no hay que hacer ningún esfuerzo para que el reloj continúe comiéndose las horas de nuestra vida y la de todos.

Dice que el tiempo no está dando vida, sino muerte. "...porque la vida es fugaz. El tiempo junta partículas sin vida para darles vida, pero no es esto otra cosa que un gran engaño, porque la vida es la muerte que llega de a poco a tocarnos los hombros un día y a decirnos que hemos estado en lo cierto, o equivocados, durante todo este tiempo. Bastaría con estar vivo para que la vida deje de existir y sólo esté la muerte rondando la cama, las sillas, la televisión y todo.
Una roca no muere, pero si muere una zanahoria. La roca se destruye, pero se sabe que es solo una manera de hablar. Si a una zanahoria se le destruye, no cabe la menor duda de que habrá muerto, en cambio, la roca no muere si se le destruye, porque simplemente no se le considera viva.
"La roca también muere, muere igual que la zanahoria en tanto que deja de ser roca o zanahoria para convertirse en cualquier otra cosa, cemento o jugo, por ejemplo. No es sólo necesario estar vivo para morir, es fácil comprender que es necesario también que el tiempo pase. Y siempre pasa.
"Un pastel de zanahoria o un muro de hormigón son devenires de la muerte, más incluso que maneras de existir".

sábado, 25 de agosto de 2007

Sóloyo

A dúo con Mónica

Sólo yo. Solo. Solamente yo. Pero también yo, y yo y e-yos. Soledad en todo caso. Y mientras más solo, más sólo yo y más yo con yo. Yo con cabezas de diablo. No sólo cabezas de diablo, también yo, solo. Mi amigo Solo es yo, sólo yo. En cambio mi hermano Sóloyo, quizá por su vanidad, cree que es más yo que yo: ¿Quién lo creyera?

Sólo yo lo creo. Nadie más. Los muchos yo, y e-yos se mantienen al margen cuando sólo tengo cuatro paredes para vivir. Sólo cuatro, y un hombre solo metido en una cama sin patas, sin cobija, es más, sin cama. Las paredes están blancas, lánguidas, acompañadas sólo por un marca de soledad, de ese hombre solo, del recuerdo de ese hombre vanidoso que mantiene sus ojos sólo en un hombre solo, que aspira un yo en medio de yo y yo y e-yos, de todos e-yos, de esos e-yos perdidos. Está sólo él, solo, él sólo, solo, solísimo.

— Tú. Míyo. ¿Me oyes?
— …
— Y tú, Sóloyo. ¿Estás ahí?
—…
—Solo. ¿Tú? ¿Tampoco?
— …
—Sólo estoy yo, solo. Mi yo. ¿No me estarán tomando el pelo?
—…
—Estoy comenzando a asustarme. Sóloyo. Míyo. Solo. Yo. ¿Están ahí?
—No, están solo e-yos.
—Tambien estoy yo.
—Por eso.
—Tienes razón.
—Eso si que no; Razón si no está.
—¿Y e-yos?
—Aquí están todos: Sóloyo, Míyo, Solo y Yo. Los demás estan dormidos.
—Gracias a Dios.

Muy dormidos. Sólo ellos podrían desquitarse, desquiciarse, des-amarme. Sólo ellos podrían cambiar un poco de este hombre solo, de éste yo con yo y con e-yos. Somos sólo los que estamos, por fortuna, y no se necesita más. La locura está hecha. La confusión está hecha. La muerte está casi lista, pero no está, no aún. Sólo somos nosotros, un hombre solo, y un montón de e-yos con nombre, con hombre, con todo. Sóloyo, Míyo y Yo. Es suficiente. Las paredes tampoco están, sólo de vez en cuando, cuando el hombre solo, y su yo y yo, así lo dicen.

Ustedes comprenderán. Yo no tengo ninguna responsabilidad de lo que pasa aquí adentro. Ustedes lo ven, eso se nota; ora en un yo que se abre a la literatura ora un imbécil, pero nunca sólo yo. No faltaba más. Múltiple, heterodoxo, intrínseco, verbo: yo. La cosa, que es otra cosa, el yo que es yo. En fin, me llamo Yotro, no me confundan con la gentuza.

Así es, sólo así. No miren a ningún lugar, ni piensen más. Es así y punto. No más. Las cosas pasan y e-yos las hacen, y yo sólo, solo, pongo mi cara al mundo, para que ustedes, ellos, tengan algo que hablar. No me confundan. La gentuza es la gentuza, allá ella y su soledad y sus cosas, y su gentuza, al fin y al cabo. Yo soy Yotro, y muchos, y sólo yo, y yo solo. Así que no hay nada que decir. Es así. Punto final. Y recomienzo. Yo, otra vez, haciendo de yo, o de Míyo. «¿Están ahí?». Tic: yo. Tac: Yotro. «¿Dónde se han metido?». Tic: Míyo. Tac: … «¡Salgan!». «Me asusto». Tic: … Tac:…Punto. Y recomienzo: yo…

jueves, 23 de agosto de 2007

Vómito



Un vómito asqueroso que no quiere estar destinado a morir en una calle reservada a las buenas costumbres. Al vómito éste, comida del almuerzo, poco le hubiese importado morir en plena zona rosa si no fuera por que hay tantas personas mirando y gritándole por haber vomitado en el lugar que no era. Le hubiese gustado morir más tranquilo, deshecho en la borrachera y llenar la boca con el sabor fuerte y la sensación de haber tragado brasas, o cristales.
Ahí está la parte más dura de parir un vómito, no cabe la menor duda; se trata de algo que vive y que se había vuelto parte de mí. Ahora no quiero pensar en ello, pero me pregunto de qué manera puede llegar un vómito a decidir dónde y cuándo ver la luz. Iba a convertirse en mierda y orines, como todo lo que va a dar al estómago, pero prefirió soñar con nacer por la boca, quiso ser hablado, y bueno, terminó siendo un vómito hecho y derecho.
He pensado en mandarlo a la guardería, para que conozca otros de su naturaleza, pero creo que no es muy buena idea y preferiría educarlo yo mismo. Sí, autodidacta. Bastaría entonces con que le llevase algún libro de economía para que lo leyera. Es un vómito, todo lo entenderá porque todo lo tiene. Sería mi vómito intelectual, un asquito reconsiderado en el fondo de mi estómago y sacado de sí mediante procedimientos literariamente incompetentes.

El deseo de mi vómito consiste en regresar al estómago, que fue su casa materna; no podrá, porque terminará en el estómago de otros que vienen aquí para comer vómitos: Pasta de tomate, queso mozzarella y pedazos de hojas de albahaca envueltos en un película de ginebra y bilis. También tiene trocitos de aceituna, un recuerdo en una lancha y veinte besos antes de las buenas noches. El vómito éste, hijo mío por derecho propio, aunque no le daré jamás mi apellido (yo sólo soy su madre), contiene restos de rabia, de dolores, de heridas y una mazorca desgranada -lo que se llama una tusa-.

Ha salido todo juntico, oliendo a vómito. Un parto por la boca, un parto desde el estómago. Pensé que nacería muerto, o que sería pura bilis. Siempre hacía rato que no comía. Pero nó, nació sano y lloró al primer golpe con el suelo. Es una niña vómito y tiene, gracias a Dios, todas las partes en su lugar.

martes, 21 de agosto de 2007

¿Personaje o Actriz?

Señora, Señora. ¿No es usted la de la televisión? Sí, esa, la que aparece en el programa de las recetas. La verdad, yo siempre he deseado decirle algo a usted y es que es una vieja zorra, me quitó a mi marido y no voy a permitirle que entre en mi humilde lavandería. Aquí lavamos ropa y la lavamos en casa. Así que usted, ladrona de hombres, mentirosa, plástica, burdelera de lujo, prepago y zorra, sobretodo zorra, lárguese de aquí si no quiere que le eche los perros. Le advierto que son bravos. Ayer nomás se comieron medio niño de la vecina, el otro medio lo metieron en su casita y doña Fermina no se ha atrevido a reclamarlo. Váyase, le advierto. Váyase, que de verla me va a dar un patatús. ¿Qué? ¿Qué usted no es? No me crea tan estúpida, doctorcita. Que le he lavado la ropa a mujeres con más alta alcurnia que la suya. No venga a decirme que no es usted. Vea, vea, vea esa silicona que se le monta en el cuello y casi la ahoga, esos pezones bizcos, esa boca brillante y esa mirada de zorra. ¿Cómo no va a ser usted? Se le ve a leguas que se cree de clase, como si no se supiera que se ha acostado con todo el mundo. Hasta dicen que hay por ahí unas fotos suyas haciendo cochinadas con un futbolista de los pobres. No mija, a mí si no me engaña. Oiga como ladran los perros, oiga. Váyase mejor que ya le empiezo a coger cariño de verle esa cara de susto. Cobarde. Zorra cobarde. Nada de «pero señora…», usted es y punto. Ahora mismo traigo los perros, ahora mismo. ¡Angelitaaaaa! ¿No se ha ido? Será que la dejo hablar. No, me la oye Ángel y ahí mismo sale, póngale la firma. Es que se le reconoce de lejos mijita. No venga a estas casa de bien, aquí no le lavamos la ropa a gente como usted, por loba, por famosa, por envidia. ¡Angelitaaaaaa, traé los perros!

miércoles, 15 de agosto de 2007

Arrumen de carne

Yo estaba ahí cuando la señora se tiró. Ahí, sentado justo sobre esa piedra. Yo oí el golpe y el crujir de los huesos. No, no sé de qué piso se tiró. A ló mejor es que estaba triste, qué se yo. Ahora, sea lo que sea que estuviese buscando en el suelo, lo único cierto es que no tendrá más oportunidades de buscar. Así que si no lo encontró, bien jodida. ¿Qué sería? De pronto la dejó el esposo. Eso es fácil de pensar. Aún cuando realmente hubiera sido así, la mujer y su tristeza, esa mujer quiero decir, no son algo que puedo comprender. Ni siquiera logro asimilar mi error al decirle mujer. Quizá debiera pensar algo como “montón de huesos” o “arrumen de carne”. Se suicidó por un problema en el trabajo, ahora es un arrumen de carne sobre la entrada del edificio; suena bien para periódico amarillo. Qué triste se van a poner sus familiares. Quizá ni los tenga. Se suicidó porque no tiene familia. Obvio. No, nadie se suicida por eso, o sí, yo no sé nada de suicidios. Hubiera preferido que se cayera un árbol, seguramente ahora estaría pensando mejores cosas. En cambio el amasijo ese, que ahora estaría ahogándose sumergida en el gentío agolpado a su alrededor, la cosa esa que chorrea sangre, me tiene medio intranquilo. ¿Qué pasará con sus muebles? ¿Se quedará su esposo con ellos? Pero si no tiene esposo, qué idiota. Familia tampoco. Como fue un problema de trabajo, a lo mejor era pobre y se suicidó porque se deprimía viendo vacía su casa. En el entierro va a llorar solamente el portero. En el trabajo nadie. Y cómo, si era una vieja amargada que no hacía sino quejarse de su soledad. Si al menos hubiera tenido una silla para sentarse cuando llegó del trabajo esta tarde, aturdida todavía por el grito de su jefa que la había despedido humillándola, frente a sus compañeras de oficina, estoy seguro de que estaría en el balcón, sentada y fumándose un cigarrillo. Pensaría en reconstruir su vida comenzando desde abajo. Conseguiría un trabajo nuevo, en un lugar donde la respetaran y la valoraran. Podría recibir lecciones de inglés y mudarse para los Estados Unidos donde su compañera del colegio. Luego conseguiría un esposo de clase media y quizá adoptaría un niño colombiano. Fumaría en calma. Triste y desconsolada, pero en calma. Luego bajaría a buscar una hamburguesa o un trozo de pizza barato, gaseosa y quizá una botella de aguardiente para sentir en la resaca que es libre y hace lo que quiere. Regresaría a casa con la idea de comprar un gato para estar acompañada en los momentos más difíciles. Con cada copa de aguardiente que bebiera, iría olvidándose de una pena. Acabada la botella no serían muchas las heridas de su alma. Se volvería a sentar en su silla del balcón a fumar otro cigarrillo y colmaría su corazón la tranquilidad, la calma, la inocencia y el perdón. Tendría tan libre su cuerpo, tan limpio su espíritú castigado por la soledad y la pobreza, que se levantaría victoriosa y se tiraría por el balcón. Da lo mismo: un montón de huesos, un arrumen de carne…»

martes, 14 de agosto de 2007

El reflejo de afuera


Este asqueroso estilo, que no domino en lo más mínimo, no me deja escribir. Pero, ¿será verdaderamente el estilo lo que no me deja escribir un poco más? No, soy yo. Pero qué parte de yo. Soy tantos que se torna difícil saberlo. Pura y tonta vanidad, estoy seguro.

Uno se mira al espejo muy tranquilo, hace su mejor cara y termina por convencerse de que, en efecto, uno está presentable. No quiere decir que siempre se logre el anhelado fin.
Véase de esta manera: si uno se acerca a un espejo que no es el de la casa, o mejor, si se encuentra uno de pura casualidad mientras camina por la calle, por ejemplo, su propio reflejo en los vídrios polarizados del edificio del banco, no tiene tiempo de hacer su mejor cara, sino que le toca decidir si está o no bonito en cuestión de segundos, quizá menos.
Supongamos que ahora mismo le está ocurriendo tal cosa, usted notará que debido al poco tiempo que pudo pasar frente a su imagen no ha logrado convencerse de estar presentable. Tampoco quiere decir que se ha convencido de lo contrario, pero digamos que es más completo el sentirse cómodo, ya que hay muchísimos matices para no sentirse bien. Un mechón incontrolable, un grano en la frente, una mancha en la camisa, algo en la forma de andar que no corresponde a lo que yo soy, o a la manera de caminar que yo pienso que se corresponde conmigo en este mismo instante; cualquier cosa me hace sentir incómodo y sólo la reunión perfecta de todos los detalles logra la plenitud de la buena presentación, por lo menos frente al espejo.


Imagínese llegar a la oficina del que da las órdenes sin haber salido conforme con la imagen suya que le devolvió el espejo del ascensor. ¿Cómo mostrar esa cara asquerosa que no logró componer pasando las manos por el pelo? En mi caso no es mucho el pelo ni muchos los jefes que tengo, pero a veces hasta la nariz se despeina; las pestañas, los ojos, el cuello, uno mismo es un desastre enmarañado. No basta con ir a la peluquería, ni con afeitarse. Nada es garantía de que uno se sentirá bien cuando se siente su mujer en el puesto del copiloto. Será necesario cerciorarse de ello cada tantos minutos en el retrovisor, pasar los dedos por el copete, rascarse el grano de la frente, quitarse los restos de comida de los dientes o los mocos de la nariz. No es nada fácil salir a la calle o acostarse a dormir si antes no se logra estar cómodo dentro de esta cosa.

domingo, 12 de agosto de 2007

Cuarto de Siglo

Yo sabía que esto iba a ocurrir. Desde que me levanté con la certeza de que sería 12 de agosto hasta las 12 de la noche, tuve la horrible certidumbre de que esto ocurriría.

2037 años cumplió la muerte de Cleopatra, la última reina de Egipto. Quizá era ella una de esas estrellas de la lluvia que anunciaron hoy en televisión. Siempre ocurren estas cosas en este día. De hecho, esto que pasó hoy también ha pasado antes. Podría aventurarme a decir que desde mi primera bicicleta, que habría cumplido 17 años de no ser por un ratero infeliz, los días 12 de agosto han sido similares. Por eso es por lo que sabía que hoy iba a ocurrir esto. Y ocurrió.

Cinco llamadas telefónicas: Ligia, Candela, mi hermano y su madre, una de mis tías y un número equivocado —¡Qué asquerosa broma del azar para este día!—. Un mensaje de texto: papá, que seguro no tiene minutos. Un e-mail: Laura Palmieri, la mujer chapina que tanto desearía visitar. Algunos mensajes en la cajita verde de este —dizque— lugar. Ocho ventanas de conversación en “El Mess-ías”: mis amigos (no todos).

Dios, que sabe cualquier cosa que no sea compleja, sabe, por ejemplo, que agradezco cada palabra escrita o hablada (o incluso no dicha) que sirva para hacerme compañía. Hoy, lo supe desde un principio, esto era lo que tenía que pasar: nada, excepto, claro está, que hubo Luna Nueva (esto quiere decir que no hubo luna).

Sólo un regalo: el perdón, tu voz y el sonido telefónico de un beso que reestablece la esperanza y que le da un poco de vida a este primer cuarto de siglo. Que no es mucho a decir verdad, pero que sí es mucho.

Carmenza Patiño

No un espectro propiamente, sólo un tipo olvidado

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— Es una lástima que se haya muerto. Piedras no era una buena persona, pero quería a mucha gente y su afecto era retribuído.

Esta última frase había terminado de aplastar a Arturo. Comprendió que lo reconocía solamente en sus recuerdos y que más valía renunciar de una vez a la idea de hacerle creer que se trataba de él; que el muerto del que hablaba, ahora estaba del otro lado del mantel rojo, recordando las noches que pasó con ella en las playas del Golfo o en algún pueblo.

No aguantó más la horrible sensación de ser desconocido. Se levantó y se despidió con un gesto que Carmenza interpretó como una falta de respeto, luego se puso la chaqueta y se echó al hombro la mochila. Una vez en la puerta, en parte arrepentido por no haber esperado a que escampara, decidió echarse a la calle sin importarle que todo su equipaje se mojara antes de llegar a la casa de su padre.

No había llegado a la esquina de la avenida Jardín con la Nutibara cuando dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al Café Bolsón. Al llegar tocó la puerta de vidrio, Carmenza lo miró desde el otro lado de la barra y, con un aire de suficiencia que no dominaba del todo, trató de disimular su sorpresa. Le abrió la puerta sin invitarlo a entrar.

— Venís a pedirme disculpas, espero —dijo con un tono juguetón que no insinuaba nada.
— Sí, Carmenza. Yo te pido disculpas y vos me das un café que aquí afuera me voy a congelar.
— Sos igualito a un novio que tuve. No había terminado de pasar el cerrojo cuando tocaba otra vez el timbre. Pobrecito.

Carmenza era simple, parca, pero capaz de un afecto inmenso y sobre todo, así la recordaba Arturo, ambiciosa. «Le gustaba la gente de dinero, el mundo de la gente de dinero, las cosas de la gente con dinero…», pensaba Arturo al tiempo que recordaba las interminables discusiones con aquella mujer envejecida a la que jamás le reconoció ningún talento.
Calentó un par de pocillos de café en el microondas y luego los puso sobre unos platos pequeños y amarillos como una rodaja de piña.

— ¿Cuántas de azúcar? —Preguntó Carmenza.
— Amargo, por favor.

Carmenza terminó de servir el café y lo llevó a la misma mesa donde estaban sentados antes de que Arturo se fuera sin explicación.

El café había vuelto a quedar en silencio. La chimenea tenía solo unas brasas moribundas y las únicas luces encendidas que quedaban eran las de la barra. Los vasos, las copas de cóctel y las botellas sin abrir se multiplicaban en las paredes cubiertas de espejos. También Arturo y Carmenza se multiplicaban hasta el infinito y se reflejaban en la ventana, como espectros de otro tiempo, transparentando la lluvia, el otro lado de la avenida, los recuerdos anónimos del par de desconocidos.

— Y vos, ¿tenés un nombre? —Preguntó Carmenza.
— No sé, la verdad —respondió Arturo sin saber si estaba siendo sincero—, en otro tiempo tuve uno. Creo que me llamaba Arturo, como tu amigo. Pero preferiría que me llamaras de alguna otra manera.
— ¿Qué te creés? ¿Un fantasma?

Arturo buscaba un nombre para satisfacer la curiosidad de Carmenza. «Tiene que ser un nombre adecuado», pensó. «Juan Camilo, Diego, Nicolás, Sebastián, Jorge Mario, Pablo, César. Dios mío, esto tiene que ser más fácil».

— Decime tu nombre de una vez y dejate de bobadas. Igual, no hay ningún problema si te llamás Arturo.

«Andrés, Estéban, Santiago, Enrique…»

— Me llamo Marco Antonio. Marcoá me dicen.
— Marco Antonio se llamaba mi abuelito. Murió el día de los inocentes. Fumaba como una bestia y un enfisema lo mató antes de que naciera yo. Mi papá se enloqueció después de eso y se volvió cristiano. ¿Vos sos cristiano?
— No, pero también enloquecí el día que mi padre murió.

viernes, 10 de agosto de 2007

Te quiero


Fragmento de "Cien sonetos de amor"

No te quiero sino porque te quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuando no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.
.
Te quiero sólo porque a ti te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.
.
Tal vez consumirá la luz de enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.
.
En esta historia sólo yo me muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.
...
Pablo Neruda

martes, 7 de agosto de 2007

Ni de carne ni de hueso



Podría comenzar a escribir, por ejemplo, copiando la primera página de algún libro. A lo mejor tal cosa provea de sentido a esto que soy antes de enloquecer del todo. No, no servirá de nada porque mi pudor es más violento que mi voluntad. No daría resultado, dadas las circunstancias, a causa de una enorme falta de amor propio que no quiere seguir conviviendo con una enorme vanidad.
No deseo morirme por mi cuenta, sería demasiado fácil incluso para un pobre mediocre como yo. Desearía, más bien, desaparecer, volver a mis viajes siendo realmente otro, con otro nombre y otra cara, con una historia menos vengonzosa.

Hasta la mirada del más torpe me da vergüenza. No siento orgullo de nada y me duelen las dos vértebras de siempre.¿Qué será lo que tanto me avergüenza de mí? No tengo una buena respuesta. A lo mejor es que no logro domar tantos demonios que tengo adentro. No es fácil vivir sin algo que te impulse, menos fácil aún, permitir que el impulso esté en el pasado. Y eso que muchas veces me he tomado en serio a mí mismo gracias a una reminiscencia, pero al final termino por avergonzarme y salir corriendo.

Hasta en mi cama, de madrugada, El Inútil se mete entre mis cobijas, me despierta y se ríe de mí. ¿Será la depresión? No, es el mundo. Nadie se armó de sinceridad y le dijo al pequeño Arturo Piedras que después de dos años sin hablar, dedicados únicamente a escribirle una carta a su difunto padre, había perdido el tiempo; que no tenía talento para escribir cartas y que quizá debería dedicarse a las oficinas.

Sigo escribiendo cartas, aunque no he vuelto a callar. Pobre de mí; 28 años después ni siquiera he podido hacer silencio un par de horas y escribir algo como Dios manda.

La única persona que me reconoce me tiene por un pobre imbécil. No la culpo por tener un buen ojo. Es cierto que soy un imbécil, tan cierto como que muero de pánico con la posibilidad de que Malala no me reconozca como Arturo Piedras y tenga que inventar algo para que me reciba en su casa.
Le ruego a la vida por una muerte más carnal que ésta, una de verdad. «No jugués conmigo, yo no quiero negociar, siempre pierdo», le digo. Ahora ni siquiera puedo perderme yo, porque no existo. Soy como un alma en pena que prefiere el infierno a la incertidumbre.

Pasé temprano por el parque Laureles y vi que unos taxistas jugaban ajedrez. Junto a ellos estaba mi vecina, Ana María, seguramente esperando a que su padre terminara el turno. Me acerqué, la saludé, no me reconoció.

Por la tarde, en la tienda de la esquina, pese a que la llamé por su nombre y le pregunté por su esposo, doña Rosmira tampoco me reconoció. Me sostuvo una mirada desconfiada y me supe desconocido. Salí conteniendo el llanto por algo que ignoraba y sin embargo me decía a mí mismo, sin saber por qué, que todo aquello era merecido.

¿Por qué motivo yo, que he construido mi vida solo, a fuerza de tantas vergüenzas y desventuras, habría de merecer un castigo tan horrible como el de ser olvidado? Me adulo aún sin amor propio. Esto es casi tan sucio como quitarse la vida. En cierto modo, quitarse la vida puede ser tan limpio y puro como venir a ella; una simple esperanza ¿Dónde estará la esperanza renovada de ayer? Como todo lo de ayer: desaparecido.

Como es domingo, no voy a buscar trabajo. Un escritor de cartas, por dudoso que sea su talento, merece también descansar de su frustración. Lo más seguro es que no consiga trabajo escribiendo. Da igual, ¿qué vergüenza podría sentir un mendigo cuya vida ha sido siempre su propio obstáculo? Podría pedir limosna, pero ¿será lo suficientemente pobre esta ciudad para darme una moneda? Sin duda.

Hoy he tenido tiempo de salir a caminar y recordar la ciudad tal y como la dejé hace doce años. Los árboles que estaban a lado y lado de la 33 han desaparecido, los nombres de algunos bancos no son los mismos, otros han cambiado de colores sus avisos luminosos. No se cagan en la cabeza marmórea de Simón Bolívar las palomas del parque de Belén, simplemente porque no están.

Me llamó la atención que la calle Recife ya no esté sellada, y el enorme laurel donde el anacoreta y yo construimos en seis días una casa de madera seguramente ha sido quemado en las chimeneas de la ciudad.

Hace doce años, los edificios en Medellín no tenían chimeneas. A la ciudad la llamaban La eterna Primavera, el clima insípido había sido exaltado con el apelativo de primavera, y quizá lo era, pero jamás eterna, porque hoy por hoy hace tanto frío como en la capital.

Estando yo en Guatemala, había oído en la radio que no sé qué fenómeno había traído la nieve a Medellín. Mala suerte la mía no haber estado aquí. El frío con nieve está justificado por su simple belleza. Quizá el hielo haya cubierto también la memoria de la ciudad y por eso nadie me reconoce.

Almorcé una hamburguesa en San Juan. Caminé hasta el cruce de los supermercados y compré una botella de vino, luego regresé a casa y seguí escribiéndole mi carta a Virgilio.

He dedicado muchas horas a escribirle a los muertos. Son, a fin de cuentas, los únicos que no se impacientan. Además es necesario decirlo todo de una vez porque lo más seguro es que no respondan. A causa de estos motivos he ido perfeccionando, creo, mi manera de hablar con los muertos. Hablo con ellos, les cuento cosas, pero evito en la medida de lo posible hablar de otros difuntos.

Volví a salir. Se me había acabado el vino y no tenía nada que contarle a Virgilio en mi carta. Subí al cerro para ver la llegada de la noche con cuarto menguante. En el camino de regreso me cogió un aguacero faltando todavía un buen tramo para llegar a casa. Me metí a escamparme en el café Bolsón. Yo conocía aquel lugar con otro nombre que ya no recuerdo, pero seguía teniendo la misma disposición, excepto la chimenea, incrustada de alguna manera, durante la época del frío, en una esquina junto a la barra. Pedí una cerveza sin mirar a la camarera, cuando me la llevó a la mesa, mirándola a los ojos para darle las gracias, la reconocí de inmediato: era Carmenza Patiño, pero no me reconoció.

Tengo la horrible certidumbre de ser un algo transparente, atravesado por la lluvia y el asfalto brillante, como el reflejo de mi cuerpo en la ventana. Ni Lucero ni Carmenza ni Martina ni el anacoreta ni Antonio ni nadie; todos me recuerdan pero ninguno me reconoce. Hasta encuentro insolentes las palabras que me juzgan por haber olvidado y las que me señalan como un hombre que lloró fingidamente al despedirse. ¿Con qué derecho me dicen cruel, mentiroso, olvidadizo y hombre sin corazón? No he sido bueno, por decirlo de alguna manera, con muchísimas personas y en muchísimas situaciones, pero no me cabe la menor duda de que cada lágrima fue impulsada por el dolor inefable de haber perdido casi todos mis sueños con un simple giro de la vida. No he culpado a nadie por ello. La vida es así, la mía es así. La ofrezco siempre completa, sin escarmiento y sin dejar de ser soñador, iluso, terco; la ofrezco completa y la pierdo completa.

Un día, una jefa que tuve me preguntó si en aquel vientre deseaba yo engendrar mis hijos. Le dije que sí al tiempo que le acariciaba con todo mi amor, convencido de que así sería. Ahora ese vientre es de otro, no engendrará mis hijos. Han pasado muchísimos días y me he vuelto estéril para el vientre de esta camarera que me atiende sin reconocerme. Y como duele tanto no ser nadie para nadie, como duele tanto no compartir un vientre, un vida, un corazón, a cualquiera se le hace más fácil olvidar. Yo, en cambio, no olvido. Las esperanzas inútiles son una mancha de aceite en este tejido que es mi existencia.

No, no he olvidado nada de nadie. Es más, en mi soledad dulzona, lloro sin fingir por los futuros que no serán y el vientre que no me hará padre; lloro desesperadamente por no suplicar.

Pobre de mí, Arturo Piedras. Las heridas, los dolores y la gran cantidad de abandonos que me han llevado a mirar el vacío desde el piso 14 y rogar, a cuanto dios visita mi cama, por el regreso de quienes han extraviado su amor por mí, resultan ser actuaciones de cinco pesos. No los culpo. Si para ellos mis llantos han sido una pantomima, mejor será que ninguno me reconozca. Pobre Arturo Piedras, pobre de mí.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Mis manos




Un escritor nada deslumbrante, se despide de un personaje nada deslumbrante:
Estos dedos que no te dejan repirar están adoloridos y sé, perfectamente, que no te importa. Me duelen porque en ellos tenía el corazón con el que te amaba, porque eran ellos quienes te amaban cuando te escribían. El amor de mis dedos, el de mis manos y mis muñecas, era capaz de traer a mi lado mucho de lo que no existe. Mis palabras, que salen de las yemas de los dedos con algo que los sordos llaman cinismo, están adoloridas también. Eso tampoco te importa. No te culpo.

Mis manos matarían si sirvieran para matar, acariciarían si tuvieran un cuerpo propio, serían capaz incluso de recordar, pero están entristecidas y no quieren hacer nada. No te importa esto tampoco, porque vos no comprendés un amor que ama con las manos para ser amado con los oído.

El fuego era solo un fósforo mirado de cerquita, el rojo era castaño, el blanco era de mármol. Tu cuerpo, que mis falanges recuerdan casi de memoria, no fue de mi cuerpo. ¿No sudaste? ¿No fue cierto? Tendré que creer que mis manos te inventaron y ahora no te olvidan. Olvidás fácil.

Mis manos y todo mi cuerpo han sido entregados muchas veces sin amor y casi con hastío. Sin embargo, conservan la certidumbre de no haber usado guantes para tocarte o escribirte —valga la redundancia—. Ahora que has descubierto que no estabas, me pregunto: ¿con quién estaba yo? ¿Quién fue grosero esta vez? ¿Es por causa de mi voz sensiblera que destruyes cuanto recuerdo se te cruza, tratando de culpar a mis manos sólo porque te escribieron sobre la superficie inagotable del suelo? Tengo un recuerdo, nítido y hermoso, que no podés destruir aunque yo mismo desearía olvidarlo. Nada deslumbrante son mis palabras; nada deslumbrante fuiste vos.

Me equivoqué, estuve yo solo. Vos deseaste morir, yo escogí irme. Podría decirte que ya no escribo la misma historia, que mis manos adoloridas ahora hablan sin fantasear y sin inventar futuros, pero basta, esto no te importa y a mí me duelen las manos para enterrarte.