domingo, 29 de julio de 2007

El sermón de las 3:30am



Dios, la única existencia inútil, se metió anoche en la cama de Arturo Piedras y comenzó a hablarle después de despertarlo sin ninguna precaución ni delicadeza. No era una luz sobrenatural, tampoco era un tipo con barba y pelo largo, era sólo una voz rasgada que a Arturo le hizo imaginar un viejo decrépito y agonizante. No obstante, pese a la poco convincente que resultaba su horrible voz, las palabras se le hacían certeras, y como había luna llena, en las pausas del aperezado omnipotente el pobre Arturo oía los aullidos de los hombres que por esa noche se convertirían en lobos. Así, con miedo a los hombres, Arturo estuvo escuchando toda la noche las letanías de su interlocutor invisible.

— ¡Despierta hijo mío! —gritó el inútil al oído dormido de Arturo.
— Dejame —contestó Arturo—, estas no son horas de venir a joder.
— Despertá, te interesa lo que te voy a decir.

Arturo se incorporó dejando un sueño en remojo y después de tragar saliva intentó prestar atención a las palabras del inútil.

— Vos sabés —comenzó diciendo Dios— que las cosas de este mundo me pertenecen, sabés que tus zapatos, tus cobijas y tu vida misma me pertenecen; en fin, vos sabés que yo soy el dueño de todo.
— Oíste: ¿No te parece que las tres y media de la mañana es una hora bien jodida para venir a alardear a la cama de un pobre hombre que no desea más que su completa soledad, al menos mientras duerme?
— No estoy presumiendo, imbécil. Dejame hablar para que te enterés de las noticias nuevas, ya que no te gusta ver televisión.
— Si no me gusta ver esa cosa es precisamente porque no estoy interesado en saber nada de este mundo que tanto te pertenece.
— Qué jodido sos, por Dios bendito. ¿Vas a dejarme hablar o no?
— Pues no quisiera, porque nada más ahora estaba soñando que Layla regresaba con un amor renovado y un par de cervezas en la mano…
— Bueno, bueno. Vos y tus ensoñaciones incongruentes. Pronto volverás al sueño que tenías, te lo prometo. ¡Qué frío hace aquí, parce! —Dios se metió dentro de las cobijas y continuó—. Mirá, no voy a quitarte mucho tiempo si comprendés lo que voy a decirte. La verdad es que hubiera preferido no venir, y no solo porque sé que en tu cama no soy bienvenido…
— Nadie es bienvenido en mi cama a esta hora.
— ¿Me vas a oír o no? —preguntó Dios comenzando a impacientarse.
— Dale, hablá y no te demorés. Ah, y dejá los rodeos para el almuerzo.
— Bueno. Te decía que no quería venir porque sos muy repelente conmigo, pero dadas las circunstancias sentí la necesidad, más tuya que mía, de que tuviéramos una larga conversación. Todo es mío. Por más que te esforcés por cambiar las cosas, siento decírtelo, perdés tu tiempo. Sin embargo, también es cierto que tu vida es tuya antes que mía, no te quepa la menor duda. Y como lo que quiero decirte tiene que ver con tu vida, pues lo que vine a hacer es a darte un consejo.
— ¡Bendito seás! Mirá que venir a dar consejos a un pobre imbécil como yo.
— Sólo cumplo órdenes.

«Esto si tiene que ser un chiste», pensó Arturo sonriendo.

— No, no es un chiste. Yo ordeno y yo cumplo —respondió Dios, que había oído los pensamientos de Arturo.
— Eso es voluntad. Es como decir que mi mano cumple las órdenes que yo le doy, y creer por ello que la mano nada tiene que ver cuando digo “yo”.
— Como digás —Dios, a punto de impacientarse con la intransigencia de Arturo, pensó que lo mejor era ignorar aquel comentario y continuar hablándole—, el caso es que debés oírme y que no me iré hasta que hayás entendido lo que vine a decirte.
— Podrías mandarme un e-mail. Yo lo leo mañana. Está haciendo un sueño…
— Nada de maricadas ahora. Me vas a recibir el consejo y mañana, si querés, te limpias tu cagada matinal con él, pero me oís o no dormís en diez días —al inútil le pareció que esta amenaza era lo suficientemente seria para que le oyera quince veces el sermón de las siete palabras y se sintió orgulloso de haber pensado en ello—. Vine a decirte que he sabido, gracias a fuentes muy confiables, que has estado deseando morirte. Y bien, puesto que tu vida también me pertenece, tu idea no es algo que podás considerar sin que primero negociés conmigo.
— ¿Viniste a negociar o a darme un consejo?
— Calma, imbécil, no de adelantés.
— No me insultés, malparido, que ya bastante tengo con semejante madrugada. — En efecto —continuó Dios—, vine a darte un consejo para que llegado el día de la negociación, no perdás mucho.
— A ver: ¿vos me estás diciendo que me vas a dar un consejo para que al perder la vida no pierda mucho más que eso? Sos un pésimo negociante.
— Y vos un terco descomunal. Callate a ver si puedo terminar, que tengo otros asuntos de mayor importancia. El caso es que te querés quitar la vida, ¿cierto?
— ¿Para qué me preguntás si vos lo sabés todo?
— Así me gusta. Pues bien, no podés quitarte la vida sin pensar primero en las cosas que la vida misma pierde cuando vos te morís. Sí, Arturo Piedras, la vida se muere un poco si vos te morís del todo. Pensá en la gente, en tu gente, en los que te llaman y te recuerdan aún cuando no saben donde te estás despertando. Si alguno de ellos se muriera, ¿no se moriría algo dentro de vos?
— Mirá, te contesto para que te vayás de una vez. Nadie me busca. Y si alguno de los que supuestamente debieran buscarme llegara a quitarse la vida, demoraría tanto en saberlo, que cuando me enterara sería estúpido hasta sentirse triste. A mí me parece, más bien, que ni siquiera vos, con tu amor infinito y otras promesas inútiles, me querés tener cerca, y por eso venís disfrazado de buena gente. Andate para tu paraíso.
— Vos te irías derechito para el infierno, ¿qué estás diciendo?
— ¿Vos permitís que el infierno exista? Perdoname, pero creo que sos un hijueputa.
— ¡Halándole al respetico, pues! —dijo Dios iracundo.
— Mirá quien habla de respeto. Andate, que yo no voy a morirme hasta que vos, dueño de todo esto, me mandés la muerte de la que tanto hablás. Eso sí, te pido que sea cuanto antes. Y si no querés tenerme cerquita de vos en ese lugar del que venís, entonces convertime en un hombre inmortal y yo me dedicaré a ver pasar mis años con la paciencia del que deshoja una margarita.
— No tenés arreglo. Con razón te abandonaron todos los que te querían.
— Si, con razón, con la razón que a mí me falta.

Arturo dio por concluída la conversación con el inútil y arrebatándole las cobijas se dio vuelta y rezó un Padre Nuestro con la esperanza de volver a ser el de antes.

miércoles, 25 de julio de 2007

IV (fragmento de Martina)

Texto completo en:
(MARTINA)

Al mediodía Martina entró a la habitación 808, el olor a marihuana, mezclado con tabaco y encierro le hizo pensar en Jaime. Los dos poetas estaban sentados frente a frente, separados por una mesita de cedro barnizado sobre la que se amontonaban vasos, botellas, copas y un cenicero abarrotado de colillas. Un hombre calvo sostenía una copa llena de vino y sonreía mientras le echaba a Martina una mirada escrutadora que a ella le pareció morbosa. A su lado, sobre varios volúmenes de pasta marrón, descansaba una mano huesuda con un cigarrillo entre los dedos índice y corazón. El otro, un tipo enorme de facciones latinas, hablaba por teléfono con un cigarrillo en la boca. Martina notó sin mucho entusiasmo que hablaba un bonito portugués con acento paulista, recurriendo a veces a expresiones en inglés cuando no encontraba las palabras precisas. Al notar su presencia, levantó las cejas con expresión de disculpa y Martina le contestó con una sonrisa de cortesía. «Mirá en las que me meto, Jaime, a vos te estaría pareciendo el comienzo de una noche fantástica, hermosa, en cambio a mí… claro que estando vos, abrazándome… pero no estás y este tipo habla mal el inglés».

Mientras se despedía, Martina notó que el hombre del teléfono era mucho más joven que el otro. Tenía cejas tupidas y negras, los ojos grises y un bigote mal cuidado que nada tenía que ver con su rostro bonachón y casi infantil. El otro estaba ensimismado, drogado hasta el alma. Sus ojos, enrojecidos y perdidos en la cortina de rombos, tenían el aire nostálgico de los poetas. «Todos son iguales», concluyó.
— ¿Tú eres Martina? —Preguntó con una duda sincera después de que colgó el teléfono y se dio vuelta para quedar frente al calvo y a Martina, que todavía no había pronunciado ni una palabra. Perdona, era mi esposa. ¿Estás casada? «Si estuvieras oyendo a este viejo, Jaime, estarías muerto de la risa. Mira que preguntarme si estoy casada, y además tuteándome. Cualquiera que tenga tres dedos de frente, y al menos un ojo, vería a leguas que no estoy casada». — No, señor, no estoy casada.
— Haces bien. Mi nombre es Milán, y él es el señor David Schutzen. Si mal no entiendo, debes hablar francés e inglés ¿me equivoco?
— No señor, no se equivoca.
— Por favor, llámeme Milán.
— Por favor, déjeme llamarlo señor.
— Está bien. Mira, él solo sabe hablar francés y hebreo, así que tendrás que traducirle a él en francés y a mí en español.
— Entendido, señor. Señor Schutzen, mi nombre es Martina y le serviré de intérprete frente al señor Milán —dijo en francés.
— Martina —repitió el viejo desde otro mundo. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Estás casada?
— No.

Hablaba en francés con la claridad que Jaime le había conocido la noche en que bebieron hasta el cansancio en la casa de Ernesto Piedras. En aquella ocasión, después de un rato de sudores apremiantes y jadeos con olor a pachulí de canela, salieron al balcón y hablaron sin conversar mientras fumaban: ella en francés y él con impostado acento porteño. Martina solía evocar aquella noche con la fantasía propia de su niñez y era entonces cuando más cerca sentía el espectro del capitán. En realidad no tuvieron de qué hablar porque en la cama se habían dicho todas las palabras que sabían y sus vocabularios estaban agotados. Sin embargo, para Jaime, que nada entendía de francés, los lamentos de Martina no eran lamentos sino simplemente la hermosa voz de su mujer.

Tampoco aquellos dos poetas tenían de qué hablar. Martina había notado que ella misma se convertía en un tema de conversación que lubricaba las tertulias hasta que se tomaban confianza para hablar de sus libros, de sus países, de sus esposas, de dinero y de fútbol. Mientras ella traducía algunos versos que Milán le leía de uno de los libros de pasta marrón, el capitán estaba sentado debajo de una Ceiba, escribiendo un jirón de reminiscencia sobre un cuaderno de hojas amarillas.

Pese a la insistencia del señor Milán, Martina no recibió nada más que una copa de vino y luego un vaso de agua con gas. Cuando tenía la certidumbre de que pronto acabaría aquella entrevista, Schutzen sacó de su pantalón de dril azul una bolsita con unos cigarrillos sin filtro. Martina comprendió inmediatamente que su día de trabajo apenas estaba despertándose y tuvo la impresión de que no resistiría. «Dos poetas trabados; no hay francés que resista tanto», pensó desconsolada. Sin embargo, la conversación fútil en que se había visto inmersa desde que el señor Milán había colgado el teléfono fue mutando de a poco en una interesante tertulia que logró despertar la curiosidad de la intérprete y alejó su imaginación de las playas desconocidas de Sapzurro.

jueves, 19 de julio de 2007

Coda y descarga

Hace unos días, un millón de colombianos salimos a caminar con camisetas blancas y protestamos contra los actos violentos que no cesan en nuestro país. Sin embargo, entre las consignas que gritábamos y los carteles que llevábamos en las manos había tanta violencia como en la selva. Los que asistimos a la marcha tuvimos la oportunidad de leer y oír gritos de guerra que más tenían de proselitistas que de pacificadores.

Una señora con muchas canas me decía: “…a la guerrilla, por mí, que la fumiguen”. Un joven sostenía una pancarta: “guerrillos+paracos=basura”. Un grupo de señoras gritaba a coro: “mano firme, mano firme, mano firme…”. Sólo faltó un desfile de tanques, al estilo de un film nazi, y que todos gritáramos “¡a la carga!”. Eso no es una protesta contra la violencia, es incitar a la guerra, es un ruego por el aniquilamiento del enemigo, del otro. No hay mejor manera de sentirse de los buenos que odiando a los malos. Pero, ¿de quién hablamos a fin de cuentas?

Uno de cada cuatro combatientes es menor de edad (Human Rigths Watch); ¡que los fumiguen! La vida de los malos no vale tanto aunque sean niños. Seguro que las calles de Colombia no se llenaban para hacer luto por ellos, como no lo ha hecho hasta ahora con los 3005 asesinatos cometidos por autodefensas desde que comenzó el proceso de paz con el actual gobierno (Medios para la Paz).

Cuando hay bajas guerrilleras, paramilitares, civiles o de la fuerza pública, lo que importa es la cifra; “fueron 12 ayer —3 niños—, 25 anteayer —6 niños—…” en fin, 70.000 en los últimos 20 años, 17.000 menores de edad (Amnistía Internacional). ¿Vamos a decir que sólo importan los niños y que de ellos sólo importan los que no pertenecían a ningún grupo armado, de los malos por supuesto? Por Dios. No podemos ir cerrando el ojo izquierdo o el derecho para ver las cifras con la pupila que nos conviene.

Lo mismo daría que saliéramos a caminar cada uno por su lado y con camisetas de diferentes colores. Lo mismo da que no hagamos nada si no nos importan tampoco los 3000 combatientes que mueren al año (Fundación Seguridad y Democracia), en el conflicto armado colombiano. Me faltó decir que esta cifra es la suma estimada entre guerrilleros y paramilitares, con lo cual muchos de los que vistieron camiseta blanca dejarán escapar una sonrisa y un suspiro: “vamos bien, dirán, no eran de los nuestros”. Matemáticas sencillas: “guerrillos+paracos=basura”; 3000 ÷ 4 = 750 niños, igual basura.

Paras: sanguinarios a sueldo (¿quién les paga el salario?). Guerrillos: sanguinarios narcotraficantes. Ejército: sanguinarios legales. Policía: agente extorsionador por excelencia. ¡Contra todos ellos es nuestra protesta! Contra las balas, los secuestros, las detenciones arbitrarias y las desapariciones; contra el desplazamiento y la pobreza, que son por demás los problemas más relevantes del conflicto en Colombia. No salimos a caminar para defender a los buenos, no existe tal cosa, salimos a defender la vida y no tiene sentido pedir la muerte de nadie ni defender a los difuntos mientras se muere gente de hambre.

Para colmo, el presidente, como si nada tuviera que ver con los actos violentos, se tomó a pecho las marchas y quiso hacer de ellas una muestra de popularidad. ¿Alguien recuerda que, durante el episodio de Al Gore, cuando Uribe salió a dar explicaciones, dijo el número de bajas de las autodefensas estimadas durante su gobierno? Sí, más de uno debe recordarlo, alguna de las 1600 familias que perdieron a un hijo, a una madre, a un padre o a un tío paramilitar. Son muertos, son muertes, son personas que comían lentejas. No, señor presidente, no salimos a apoyarlo a usted, al menos no todos.

¡Qué pobres somos de razón, de corazón y de sensatez! No, no hablo de usted, eafitense promedio, a usted nada le importa porque su vida será como la vida de un hombre que se levanta y lee el periódico y ve noticias a las seis de la tarde y luego toma un baño con su hermosa señora en la hermosa bañera de la hermosa casa donde vive, por supuesto, una hermosa vida. O bien, si es mujer, quizá no vea noticias, pero pida una cita para armar su cuerpo con plástico.

Hablo del humano promedio, del que sale a conseguir comida, del que pide, del que vive en el campo y no tiene otra opción que aliarse a un bando, tomar un fúsil y matar a cualquiera que no esté su mi lado, sin importar qué piense, sin importar sus hijos ni su esposa ni su bañera ni nada, porque lo que importa es la vida suya y la de los suyos. Mientras usted se gasta tres mil pesos en una cartulina y escribe, con un marcador de mil pesos, “abajo bandidos, arriba la patria” o “libertad sin condiciones”, una señora está comprando leche, huevos y dos salchichas para sus seis hijos, gracias a que su esposo, soldado patriota del ejército nacional, está arriesgando su vida en el campo, dando metralla a los del otro lado para ganarse una medalla y un mínimo.

Los soldados no ven nada, los guerrilleros, los paracos, los milicianos, los policías, y toda esa gente armada para matar gente, le disparan a la manigua, a las plataneras o a los cafetales; no ven gente viva, le disparan a los tiros del otro lado y sólo por dinero. País éste de mercenarios dónde sale más barato (mil veces) matar que comprar un libro, porque para matar no es necesario saber leer, de hecho, es casi necesario no saber hacerlo. Claro que hombres letrados que han estudiado en Harvard son capaces de decir a los cuatro vientos que su gestión ha dado el buen resultado de 1600 muertos de los malos.

Cuidémonos de no caer en sospechas de herejía porque el odio de “los buenos” puede caer sobre nosotros y la muerte ronde quizá por nuestra hermosa casa. ¿Quiénes son los buenos? Elemental: los que defienden lo que “yo” defiendo, los que no permiten que se inmiscuyan “otros” en las 300 hectáreas de mi hermano.

Hagamos una manifestación, sí, pero no sembremos cizaña por la muerte de once más, no gritemos consignas contra los otros cuando en realidad lo que deseamos es que aquellos que supuestamente nos representan se vayan a dar la bala que nosotros no somos capaces de dar. En la calle le pregunté a un señor el día de la manifestación si no le parecía que el ejército también mataba mucha gente, me respondió: “eso no es gente, además yo pago impuestos para que ellos hagan eso que hacen”. Sigamos marchando y desfilando como imbéciles sin rumbo, porque nuestro pastorcito, parece ser de los mentirosos.

miércoles, 18 de julio de 2007

ESTRENO

Están invitados a leer mi MARTINA.

http://www.paralabonita.blogspot.com/

martes, 17 de julio de 2007

La ceiba

Para la Bonita.
Desde la capital.


"Este es un puerto.
Aquí te amo.

Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte."

Se sentó extenuado sobre las raíces de una ceiba, frente a la iglesia y dando la espalda al mar. A sus pies se echó Gaitán después de dar un par de vueltas en círculo. Mientras disminuían sus jadeos, el sonido de las olas le llegaba con mayor claridad y le servía de descanso. Bebió un poco de agua de la cantimplora y la dejó caer a su derecha, junto a la mochila de cuero. Luego miró con extrañeza el templo pintado de amarillo y rosado. Ahora le parecía menos miserable que de costumbre, hasta pensó que podría casarse allí dentro y dejó escapar una sonrisa desprovista de burla.

Detrás de él, volubles y eternas, las olas continuaban rompiendo contra las rocas. El capitán cerró los ojos y se preguntó si Martina aún le tendría reservado algo de sus días y de alguna manera seguía él allí, inserto en su gerundio, viviendo dentro de ella. “Vos sí existís -pensó el capitán-, ahí, a mi derecha, porque te oigo, porque veo tu sombra que es como una palmera y oigo tu voz que hace preguntas sin parar. Existís. Yo sé. Y sos pura literatura. Una nube de palabras, casi como zancudos en medio de la ciénaga, ocultan tu carota blanca y tu pelo enmarañado y rojo. Te leo el zancudero en la Maga del gigante, te escribo aquí o allá, sobre papel o en la máquina, y entonces aparecés, nítida como un sueño repetido y sé que hoy existís. Basta entonces con escribir la palabra "Martina", seguida de un simple "bebe agua en el jardín", para que estés bebiendo agua a mi lado. ¿Y si no fuese cierto? No importa, no necesita serlo. Existís y punto”.
El capitán volvió a abrir los ojos. No quiso girar la cabeza ni mirar otra cosa que la luz de los pedazos de sol que se colaban entre las hojas de la ceiba movidas por el viento. A tientas sacó de la mochila un cigarrillo, un fósforo, un lápiz y el cuaderno azul de hojas amarillas que Lucero le había regalado antes de dejar Medellín por última vez. Lo abrió con ayuda del separador y escribió, con trazos desmedidos, “Martina bebe agua en el jardín”. Puso el cuaderno sobre la mochila y dejó su mirada perdida en la campana de la iglesia durante varios minutos. Tuvo entonces una repentina sed de cerveza y se puso de pie al tiempo que despertaba a Gaitán. Al agacharse para coger la mochila vio que el agua de la cantimplora se había derramado sobre la tierra, dejando una sombra que ya comenzaba a evaporarse desde los bordes.

Requiem por el de ayer

Para la mujer de los tres puntos...


Hoy desperté y mi mano ya no era mi mano, no recibía mis órdenes. Y vivía, no cabe la menor duda. Luego supe, sin sentirlo, que ninguna de las dos manos me pertenecían pese a estar tan vivas como yo. Tampoco mis pies, ni mis rodillas ni mis tobillos ni nada; desperté y nada era mío. Mi esposa, mi hija, mi paseo por el parque, mis futuros repletos de anhelos, nada me pertenece ya.

Todo el día he buscado el vínculo con estas cosas, he tratado de comprender por qué a pesar de estar ahí, en el mismo lugar de ayer, ya nada me es propio. Ha sido todo en vano. No sirvió pensar en pesadillas ni tratar de reducir al absurdo la total e intempestiva ausencia de todo lo que seré, fue inútil fumar un cigarrillo y sentarme en la máquina de escribir, inútil también salir a caminar con los perros. No soy, aún cuando pienso.

En mi casa ya nadie me reconocía a las tres de la tarde. Yo mismo pensé que no era mi casa. Ya no lo era. En mi cama duerme otro, otro pasa las palmas de mis manos por el cuerpo de la que hasta ayer fue mi esposa, otro se pone mi ropa, otro sueña con Barcelona, con Paris, con Buenos Aires. Mi amada hija, Abril, le dice papá al nuevo dueño de su potestad, en realidad su verdadero padre. Fuser se sienta cuando mi voz, que ya no es mi voz, le da la orden de hacerlo con un trozo de pan metido en el bolsillo de la chaqueta negra que mi esposa me regaló. La chaqueta me viste mi cuerpo, pero mi cuerpo ya no es mi cuerpo como mi esposa ya no es mi esposa. Hoy desperté enajenado, perdido en un mundo que no es mi mundo.

Ya es de noche y nada importa. He conseguido otras manos, otro nombre para otra hija, otros tobillos, otra calva, otra casa, otros deseos, otros futuros. Ayer, antes de acostarme por última vez con el que ya nunca más seré, me sentía feliz. Durante el día de hoy hubiese deseado morir, pero tampoco mi muerte era mía. ¿Por qué mi jardín seguía siendo el jardín de siempre mientras yo ni siquiera lograba hacer mío el olor de la Dama de Noche?

¡Ay!, vidita de ayer, ¿hacía tiempo que me tenías vendido? ¿Hacía tiempo que no querías ser mi vida y dejarte vivir de mí? No me contestes, he logrado vivir con la bendita terminación –ing. Ahora tengo mi propio tiempo, mis propias manos y mi propio amor (Que no es amor propio justamente). Espero entonces que mañana, esta nueva vida que ya no es vidita, no me sea ajena; espero que mis adquisiciones no sean robadas por los tiempos de ausencia; espero, Martina, que tu nombre permanezca en mis labios como el beso de despedida a la noche de un viernes trece.

La vidita de ayer, la que ya no vivo, es un extraño recuerdo que desea volverse hermoso, pero antes necesita perder el color que yo le puse mientras la vivía, necesita volverse una serie de fotos en blanco y negro o en sepia, necesita que me deshaga de la melancolía enfermiza que me anega al recordar mis manos de ayer, mis labios de ayer. Llegada la noche he comprendido que vos, mi vida “viviendo”, sos justamente quien hace míos mis miembros al volverlos tuyos con los tuyos. Ojalá ninguno se levante jamás sin sus piernas, sin sus vestidos y sin el futuro que ayer la vida prometió.

Hoy yo soy mío otra vez, mañana seguirás siendo mía y yo seguiré siendo mío, mañana te levantarás y mi futuro será de nuevo el tuyo y yo seré tuyo y mío y nada de lo que hoy está en nuestro predio podrá desaparecer. Sí, si podrá, en cuyo caso esperaremos la noche para hacernos a otro yo y sobrevivir a la tristeza de no ser los yos de ayer. Un beso de despedida para un futuro obsoleto. Siempre te amaré, Bonita, no tendrás que llevarme flores a mi tumba frente al mar porque no moriré en Sapzurro, porque ya me morí ayer.

martes, 10 de julio de 2007

Non cogito, sum

El suelo es inagotable, dice Ella

Estamos besándonos con caricias acompasadas y abrazos de veinte pulpos, las lenguas se mueven, los oídos están vigilando el otro lado de la puerta, las manos flotando, casi frenéticas, llevadas por su mente dactilar, excitándose al tiempo que se excitan también nuestros pies, nuestras rodillas, nuestras vertebras…

Nos hemos desnudado. La oscuridad de la habitación, invadida de mar, de humedad y deseo, se atenúa con la luz de nuestro cuerpo. Nos hemos anudado. Ahora somos uno solo, que jadea y gime, que busca aire y se mueve apremiante. Movemos este cuerpo hasta desgastarlo, hasta sacarle toda la mella de las ausencias. Cada beso represado por las apatías del tiempo desfila por el techo de la habitación. Nuestras manos, débiles sobre nuestra piel, acaparan cuanto pueden de estos instantes, para alargarlos, para detenerlos, para guardarlos.

Los gemidos son ahora más intensos, estamos soldando nuestra existencia, jadeamos, nos falta el aire, nos retorcemos, pasamos los dominios de la cama, el suelo está frío, el suelo no se acaba, no se acaban los jadeos, los gritos reprimidos, se acerca, nos arrastramos, nos amamos. Coito. Non cogito.

El suelo es inagotable.

domingo, 1 de julio de 2007

Él, solo

Para Lorena, nadie sabe mejor lo que no es cursi.





Un tipo enamorado del pasado, como él, sólo puede reconocerse porque se enfrenta a su más profundo miedo. Como enfrentar a la policía o a la soledad. Su arrogancia le impide ser un buen adversario cuando se trata del tiempo: “es que ese man si es muy teso. Muy gordo y muy teso.” No sabe de la Nausea. “El tiempo es muy ancho”, dice Sartre. Ancho y gordo, la misma mierda. El pobre espera que la musa se enamore de él, está jodido en vida. Ha sido quien más ha luchado contra la huída. Cosa que no extraña porque el hombre salió del hueco en que estaba hace seis meses y teme por su recaída. La vida es una caída en un pozo de sed. Sin fondo. Cursi freudiano. Por extensión: sed deseo. Ser el “deseo”. “Comprarse un CD o alguna cosa, hacerse un cariñito, tu sabes…”.

Dentro, las bestias no se sacian comprándose cariñitos, no se sacian con nada. Hay que darles cuido para que calmen el hambre, pero no se sacian jamás. Huir al fin y al cabo. Terminará por comprender. I Know. You Know. Así le decía él a la pelicortica: You know. Ese sí que es un espacio explorable de la memoria, tiene suficiente tiempo encima. Lástima tan poco deseo, la nostalgia deviene sosa y sensiblera. Todo menos carnívora, regocijándose como cerdo en chiquero: orgulloso de ser deseo-marrano. Cursi.