miércoles, 26 de septiembre de 2007

Humano; Diástole



La una y treintaisiete, nada puede matarme. No es que esté yo alardeando de mi temeridad, es más, lo considero absolutamente desagradable; quisiera estar muerto hace rato. En medio de mi tercera década de vida y soñando. Soy infantil, un niño bienaventurado, desahuciado para muchos.
Uno, dos, tres, catorce pocillos de tinto y después un tarro de fríjoles en lata, para que no se vaya a descomponer el paciente. Pienso: No dejes que miren que nos miramos, porque no pueden ver la manera en que nos vamos deshaciendo de la tumba, o al menos creemos estarlo haciendo justo cuando la vida determina que ya no más. Ay, que dolores de toda la vida.
La muerte es jodida, saber que el tiempo tiene un final para cada uno, que todos nuestros relojes terminarán parándose y los relojes de los demás seguirán andando segunderísticamente, al son de su tic-tac circular; unas cuantas lomas, un camino repleto de hojas y arañas que quitamos con un palo, enredándonos a veces en las espinas de los zarzos o los días difíciles.
Estamos lejos del mar, por lo menos unos doscientos metros, pero no podemos verlo. Oímos el rugido voluble de las olas del otro lado de cabo, caminamos sin chistar durante muchas horas, durante años y después, pase lo que pase, felices o no, nos morimos. La sangre que se quedó dentro del corazón no tendrá sístole que le saque, se descompondrá allí adentro

jueves, 20 de septiembre de 2007

El parque central

Pasa la primera,
se suspende,
pasa la otra,
hace una pausa,
mira histérica con un rostro
apenas sonriente con el otro.

Pasa la payasita,
halando del cordel
y el camioncito detrás.

Pasa el otro payaso,
más viejo y burlón,
menos pintado,
más profesional,
más suelto;
divertido.

La función de los payasos está por acabar,
ya sólo quedan dos,
los que pedalean monocicletas,
se gritan como inspirados a la pelea.

Siguen siendo cómicos,
payasos.
Se van de la arena,
pedalean persiguiéndose.

Unos cuantos niños,
gritan frenéticos:
—¡Corre,
corre!—;

un poco después,
más niños y hasta madres:
—¡Cójalo,
ladrón,
ladrón!—

jueves, 6 de septiembre de 2007

Home

Dios, ayúdame, ayúdame, ayúdame. Me estoy enloqueciendo; casi parezco esforzándome por perder la razón. ¿Y qué? ¿Para dónde estás llevando esto simplemente por negar de manera tan grosera todo lo que te causa envidia? No, amiguito, la vida no puede ser así y vivir como sedentario. La ciudad no es todavía un lugar prudente para la vida. Regresar al mar no hará mal alguno, es posible que no lo considerés todavía por eso de que “tenemos que estar aquí hasta Julio del próximo año —a no ser que…—“.
Si, lo vi esta tarde desde el Circular. Muchas obras, muchísimo polvo, muchísimo desarrollo. Qué dolor ver mi ciudad de esta manera, después de que nos dolió tanto despedirnos de Ella, al ver ahora que se encuentra exactamente igual. El progreso, al parecer, no es otra cosa que la producción de polvo. Es cierto que suele confeccionarse a manera de muro, o de zanahoria, o de libro, pero casi siempre resulta descabellado intentar mentirse a uno mismo de esa manera, por que el otro que uno se esconde, los otros que miran, los que ya murieron y toda la corte que permanece atenta, no podría verlo de otra manera que como es la verdad. Es que eso que llaman verdades colectivas no es otra cosa que un problema de comunicación que procede de la primera disyunción excluyente que existió jamás.
Esta ciudad es mi amor más grande, el más sincero y recorrido de todos. El más loco, el más furtivo. Hay aquí tantos a quien amo y tantos odios que amo, que me resulta soporífero el solo despertar con los pájaros del patio. Y la ciudad está rugiendo, más que anoche cuando me acosté a dormir y sonaba viva, pero dormida; ruge en la mañana y se deshace el sueño. La ciudad es tan difícil de digerir como dicen que lo es el aguacate. No es que crea yo que la ciudad es veloz, he visto ritmos más frenéticos antes, en Buenos Aires o en Turbo, por ejemplo; lo que ocurre es quizá más parecido a empujar el carrito del mercado como si en ello recayera el sentido de nuestra existencia, como si cada compra, cada cosa, cada baldosa que avanzamos nos llevara inexorablemente a la muerte. Pasearse la ciudad alardeando frente a todos de mi nuevos temores disfrazados de autenticidad, cuando he visto lo que he visto, sin ser mucho, no me causa otra cosa que vergüenza. Y no he de culpar a nadie (amo a más de los que no, en esta masa de los que conozco tan pocos), pero sí he de empujarlos en mi carrito de compras; empujar lo que de mi existencia recae sobre ellos con tantos afectos y tantos apegos.
Los amarillos no tienen por qué ser similares, de hecho “similares” es un término que puede parecer muy sesgado por la razón, que tiene el mismo problema que hace algunos años se le atribuía a la moral. Cada vez la razón, o la concepción de la razón, o mejor, la posición argumentativa que toma la razón frente a lo irracional es de un racista subido. Esa exclusión enfermiza de todo lo que signifique asociación libre, sin que por ello exista la necesidad de encontrar la lógica de dichas conexiones, tratando de deshacerse del olvido, único remedio para la existencia, produce más asco que conocimiento. Muchas veces he leído metáforas que emparentan las cicatrices con el olvido, sigámoslas; El desangramiento no existe si existe el olvido, los dolores del cuerpo están ahí y luego se pasan, los del alma no se pasan, se olvidan.
El 12 de agosto, durante una discusión, el pobre Werther le dice a Alberto: «La naturaleza humana tiene límites; puede soportar la alegría, el pesar, los dolores hasta cierto grado; pero sucumbe en cuanto éste se excede. No se trata aquí de ser fuerte ni débil, sino de si el individuo puede soportar la medida de su sufrimiento, ya sea moral o físico.» Qué haríamos sin olvido cuando el espíritu se turba, al punto de ser confundido con la fiebre o el cólera. La paciencia es un precio muy alto, porque contiene la esperanza, y es justamente ésta el germen de todos los males. Claro que hay otras circunstancias que bien pueden contribuir a que el olvido sea más o menos corto. Los limpios de espíritu, por ejemplo, demoran mucho en superar las contrariedades morales, no cicatrizan y sufren por siempre. No son los únicos, los existencialistas también sufren todo el tiempo, sufren el tiempo que nos va desexistiendo a todos con su cínica crueldad, su paciencia desoladora, su tic-tac de guillotina; la muerte pendular e inexorable. Aunque muchos lo disfruten, y otros no lo noten, todos sufrimos empujando nuestra existencia, nuestro carrito de compras, nuestro “haga clic aquí”, jamás allá. ¿Seremos capaces de soportar la medida de nuestro sufrimiento? Yo sí. Es casi divertido.