sábado, 20 de septiembre de 2008

Póker

Me voy caminando con Arturo hasta la cervecería de Jamin. Al parecer está cerrada, pero alcanzamos a oír algo del otro lado. Alguien se acerca por la esquina. La silueta es inconfundible. Es Federico, el zalamero.
—Buenas noches —no nos ha reconocido—. Viene usted… Oh. Se trata de usted. ¡Qué casualidad! Viene a jugar con Benjamin.
—Si.
—Oh. Claro. Usted no lo sabe. La puerta nunca tiene llave. Pase, pase.
En sombras se ven las sillas arrumadas, la mesa de billar vestida y espejos en las paredes. Voces reverberan desde una habitación interior, el zalamero va adelante. Tose fingidamente.
—¡Mister Benjamin! —grita el bonachón vestido de rojo con sombrero negro.
—¡Comandante Chaverra! —se oye del otro lado en la regular pronunciación del gringo.
Empuja la puerta giratoria de la cocina. Jamin está de pié, recostado sobre la nevera y pálido bajo la luz de neón. El otro, un gigante barbado, pelinegro y narizón, está sentado al fondo junto a una mesita redonda y unas botellas de Ron.
—Don Hacho —me dice el gringo ofreciéndome la mano.
—Buenas noches señores. A juzgar por la cantidad de botellas, no estamos todos.
—Hoy no contábamos con ustedes, habrá que poner más sillas y sumar un naipe. ¿Qué beben?
—Ginebra —respondo con ilusión.
Se suman Arturo y el zalamero:
—Ron.
—Ron.
Reconozco al gigantón. Estaba en la biblioteca enderezando clavos oxidados. Me ha puesto muy nervioso, pero no tiemblo.
La reunión se pasa de bizarra y yo preciso con Arturo.
—Veo que se conocen. Él —dice señalando al gigante— es Adolfo. Adolfo, ellos son Hacho Díaz y…
—Federico —contesta el zalamero.

Nos sentamos alrededor de la mesa, Arturo decide quedarse por fuera del juego. Comienzo a tener miedo de cualquier cosa que pueda ocurrir. Los cuatro sentados, ensombrecidos y humeantes, jugando a las cartas. No puede ser tan grave ni horrible el hecho de que las cosas se vayan dando. No nos aceleremos todavía, vamos despacio que el juego es el juego.
Adolfo reparte mientras fuma un puro. Sus dedos están gordos y callosos. El zalamero empieza por decir algo de la papa. A lo cual se suman tanto Jamin como Adolfo. Al parecer estoy metido en una reunión de algo más que jugadores de cartas.
Pronto me entero de que Jamin también es aficionado a los clavos. Bonita afición la del gringo este.
Estoy yo tratando de ganar un juego a ver si no me toca mirar el resto de noche y él hablando de su pasión por unir madera con clavos. Qué cosas las que hay que ver.
Este es un momento perfecto para aceptar la frustración y continuar con un poco de seso, pensar en las cosas que realmente valen la pena, como producir o conseguir un carrito para empujar.
Debe saberse en la mesa que no soy ningún idiota. Debe saberse porque no falta la manera de existir que a otro se le antoja.
Que dolor de espalda y yo aquí sentado jugando con esta corte de clavómanos.
Adolfo ahora está diciendo que todo clavo sobre la papa debe permitir el injerto de un cogollo fértil. Es complejísimo siquiera concebir una papa sin clavos. La puntica filuda que entra en el tubérculo para saberlo tubérculo. ¿Cómo si no?
Voy, pago, subo, pago.
No he ganado nada en toda la noche. No sé qué hacer. Tengo ganas de irme. Es día de velitas, puede que sea romanticón el ambiente allí afuera. Ahora está hablando Jamin, dice que la guerra no se hace, sino que se olvida. La guerra se hace para olvidarla. —Dime, le dice el zalamero a Adolfo, ¿Qué consigues tú enderezando clavos?
— Consigo enderezarlos. En cambio vos qué logras en tu casa. Hacer ruido y agujeros.
—No creo que sea poca la molestia del ruido que haces en la biblioteca. Mi casa es piel y cicatriz del tubérculo. Mis fotos son como el agujero que deja el clavo. Papa para los pobres. Papa para los ricos. Papa para todos.
—En esos cruces de almidón y agua, la información fluye orgánicamente, fisiológicamente imposible.
El pedazo que a mí me toca de papa es fácil de manejar. La humedad me endurece.
Necesito retomar el control de la situación, no dejar que las papas se me metan en la cabeza sin la cordura que necesito para jugar. Debo alejarme de los clavos todo lo que pueda. No lo dejen burlarse de mí, no dejen que me lleve el diablo, yo necesito salir esta noche sin miedo, hasta que se prenda de nuevo el bombillo.
Al parecer va a llover. Que se oiga entonces el gotereo toda la noche. Arturo Piedras sigue sentado y callado.
Jamin está ebrio. Ahora está diciendo que basta de empacamientos pseudoreligiosos, basta de sirenitas cantándo para que las pérsonas dejen de vivir como viven y comiencen a vivir como deben. Ah. El sabor de un papel bien sencillo. El que rodea los chocolates y se deshace en la boca con un aroma dulzón; nada que envidiarle a unas trufas.
—Voy.
Voy dice este gringo malnacido, voy. Y yo, que no tengo otra que jugar, no quiero ir.
—Voy.
Zalamero hijueputa.
—Voy.
Este loco enderezaclavos.
—Voy. No tengo opción.
Adolfo se dirige a mí mientras saca la cuarta carta:
—Amigo Hacho. ¿Ha tenido usted alguna experiencia con la papa y los clavos?
—Al parecer es completamente necesario. He oído algo de lo que hablan sin entender mucho y creo que la razón de todo cuanto he tratado de hacer no es otra cosa que injertos conceptuales al tronco de algo que ya conocía previamente. En cuanto a los clavos, no soy bueno para el ruido, pero considero que la punta del clavo no necesita una posición específica para mantenerse firme. Claro, la punta hacia el frente, pero no debe estar vertical. Puede, digamos, estar un poco ladeado o doblado, en cuyo caso usted estaría eufórico porque ha encontrado lo que buscaba. La gran diferencia entre ustedes dos radica, creo, en el hecho de que Federico utiliza los clavos para clavarlos y usted sólo los endereza. No creo que lo que ustedes piensan esté tan enfrentado.
—Confundes clavo e injerto.
—Voy —dice el zalamero y el gringo mueve la cabeza soltando las cartas.
—Yo voy —digo poniendo las fichas en el centro de la mesa—. Es posible que yo esté confundiendo clavo con injerto, pero ten en cuenta que el clavo, aun cuando resulta de gran utilidad, no tiene la posibilidad de germinar.
—En ello radica la importancia —me dice el zalamero—, porque, dado el caso de que el clavo pudiese dar lugar a una nueva papa, nos enfrentaríamos a los arboles de papa. Las posibilidades tubérculas van más allá del clavo en sí, pero no hay manera de confeccionar ningún conocimiento según tu lógica del injerto. Sería simplemente incontrolable.
Adolfo va a sacar la quinta carta. Necesito un siete. Sale un siete. Ahora tengo esperanzas de ganar.
—Es incontrolable de todas maneras —insisto en la discusión—, tendrías que tener toda la pared repleta de clavos y, claro, la destrozarías y sólo tendrías clavos. En tal caso necesitarías clavar sobre los clavos y eso si resulta incontrolable, además de confuso y poco eficaz.
Tengo tres sietes. Adolfo terna de seis.
—Buena suerte. Estuvo a punto de irse del todo —me felicita el gringo.
Quisiera haber perdido para largarme. Aunque sigue tronando, quizá esté cayendo un diluvio afuera.
Arturo ha estado oyendo atentamente la conversación de la mesa, pero sólo mira. En realidad juega mirando. Me temo que va a abrir la boca. En efecto:
—No hay necesidad de que nos concentremos mucho, es simplemente ser libre de clavar o injertar cuanto nos plazca, siempre que nos cautive en todo sentido el clavo o el injerto. Imbéciles, ni siquiera soportan el silencio de unas cuantas noches de amor para que se estén quejando ya de tantas ranuras en la pared o injertos en la papa. La papa se agrieta o muestra sus cogollos, pero necesita tierra. Es un tubérculo, no un árbol. En fin, sea de la manera que sea, injerto o clavo, la papa queda alienada con la presencia de un objeto extraño a ella. Claro, en el caso del clavo no hay simpatía orgánica, pero resulta didáctico y fácil si se enderezan los clavos antes de clavarlos. Ahora me disculpan pero me quiero ir, es el día de las velitas y caminar parece una perfecta idea.
—Yo lo acompañaría —me dice el zalamero— pero quiero ganar el juego.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Carmenza II

A Carmenza le encantan los muertos, afición que sin ser cultivada apareció cuando apenas tenía cinco años. Estuvo en el cementerio el mismo día que murió su primer gato. Llegó por la noche a hacer la tarea y dibujó a su pekinés echado al pié de una lápida. Desde entonces ha tenido treintaiún gatos y amor rebosante por los muertos. Cordero es el treintaiuno.
Habla todo el tiempo de los muertos. No parece ser una obsesión; una verdadera pasión por lo que no está vivo. Ella ve la muerte en las piedras porque no tienen vida, en las lápidas que son piedras y que tampoco tienen vida: «es el mejor símbolo para clavarle a uno cuando se muere; una roca fría y eternamente muerta».
A las ocho de la mañana, le da de comer a su gato, se ducha y desayuna diciendo en voz alta cada uno de sus anhelos, ya repetidos de memoria. Cordero oye del otro lado de la mesa cuyo mantel a cuadros tiene manchas de aceite en las puntas.
Se viste y sale. Saluda al Portero del edificio, Don Feliciano. Se monta en su bicicleta y sube hasta la iglesia, se pone la camisa blanca y recibe el turno de Camila.
Desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde trabaja sin mucho qué hacer en la fotocopiadora. Se divierte haciendo cuentas, dejando el dedo para que salga fotocopiado en alguna esquina del papel. Disfruta tocando el papel tibio que sale de la máquina y conversa un poco con clientes recurrentes, en su mayoría jóvenes universitarios que le merecen una rebaja o hasta un favor.
Entre ellos hay uno que le atrae. Ha pensado que cuando se sienta con ganas de irse a la cama va a intentar con él. Se le dan bien los jóvenes y le encanta que sean todavía ingenuos en la cama y en el amor, quizá teme defraudarlos.
Almuerza a eso de las dos. Sólo tiene media hora. Come empanadas cerca y luego se fuma el primero de dos cigarrillos que se fuma en todo el día, tumbada debajo del enorme Laurel del parque. Le gusta el rato del cigarrillo porque justo a esa hora, del otro lado de la calle, ensaya el coro del pueblo y puede oír cómo se va perfeccionando el Teodora de Händel. A veces va a verlos cuando se presentan en lugares cuya entrada es gratis o con descuento sustancial para el estudiante. Para que le crean presenta la escarapela que le obligan a usar en la fotocopiadora y siempre funciona.
Las tardes son más fáciles. Los clientes llegan en menor cantidad. Las últimas horas de su trabajo en la fotocopiadora son vacías y tiene la costumbre de leer. Lee todo lo que sea nuevo, lo compra pirata en el semáforo donde también compra la marihuana de los domingos. Está leyendo el libro de un maquinista. Después de su rato de lectura echa la persiana metálica y deja las llaves donde Marleny, la de la tienda, para que en la mañana su compañera Camila, que abre a las cinco y media, se las reclame. Entregadas las llaves, regresa por una ruta diferente a la de la mañana, pero igual todas las tardes.
Le da de comer a Cordero, se baña nuevamente y se pone una falda para ir a trabajar al café, donde esta noche regresará, después de doce años, Arturo Piedras.
No lo va a reconocer, no va a ver en su rostro al que era hace tantos años. Todo lo que le ocurrirá será que se le levantarán sus ganas de cama con aquel hombre que le resultará familiar, pero jamás igual ni parecido a Arturo Piedras. Le hablará de él toda la noche, con una complicidad extraña, como si le hablara al espejo.
Después de que escampe, muy tarde, a eso de las tres de la mañana, tomará su bicicleta y se irá para la casa a dar de comer a su gato, fumar el segundo cigarrillo y dormir porque no hubo tiempo para leer ni ver novelas.
Ya en la cama, pensará en el hombre que se embriagó esta noche en el café y luego en las playas del golfo y luego en su amor por Hacho Díaz y de pronto ya no serán pensamientos sino un sueño turbulento con La Casa de La Opera de Sídney y el Teodora de Händel.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Carmenza I

Carmenza no es muy talentosa para nada. A veces recuerda que no fue capaz de hacer coincidir la figura de la estrella en el agujerito que le correspondía de aquel juguete infantil. Lo asume como algo simpático, nada más.

Tiene el pelo lacio, corto y negro. El corte es algo snob; se peina con dos colas, una a cada lado del occipital. A veces clava un lápiz en alguno de los moños, parecido a como lo hacen las universitarias. Tiene los ojos azules y grandes pero poco expresivos. A veces los maquilla con una sombra que no le queda nada bien. Se ve triste, muy triste con esa raya negra sobre el párpado inferior. Sus orejas, blancas como todo su cuerpo. Un cuello exquisito y grandes senos; rellenita, sin curvas convencionales y buena amante. Tiene labios enormes y un lunar en la espalda.

Trabaja de día en una fotocopiadora y de noche en el café El Bolsón. Sus padres demoraron mucho en separarse y los últimos años que vivió en casa familiar resultaron un infierno. Desde que se fue de casa no pide más, se siente tranquila en su pequeño y viejo apartamento de soltera divorciada.

En la fotocopiadora luce muy simple y aburrida: camiseta blanca y jean azul. Cree que por dejar ver su dedo en algunas fotocopias entonces las ha firmado y tienen algo de ella. No se queja de nada y visita poco a su padre para no recordar. Su madre murió hace un año. A ella Hacho le parecía un tipo «decente» pese a que de nada le servía para casarse con su hija.

Ahora vive sola en una calle oscura cerca del río. Tiene un gato que se llama Cordero y le gusta comer pizza de pedazos en la calle. Cuando sale del café, ya muy tarde, pasa por el horno callejero de Evelio y se come un pedazo con gaseosa.

El café no le gustaba, pero aprendió a tomarlo con Hacho en su luna de miel, juntos por el golfo. Ah, como le gustaba recordar los momentos en que se sabía enamorada.

Le gusta pintar, aunque jamás le ha mostrado a nadie ninguna obra —excepto a Isabel— El contacto con los colores de alguna manera le ayuda a mantener un mejor recuerdo de las cosas que le valen la pena.

Carmenza sueña con ser pintora; hacer una exposición para que todos le admiren sus pinturas; enamorar a algunas personas para quedar contenta, quizá vender unos cuantos cuadros y, bueno, exponer en algún museo o recibir algunas buenas críticas de los que admira. Sueña con Australia porque le dijeron que su abuelo materno provenía de allá.

Sueña también con hacerse dueña del café donde trabaja, adornarlo con sus pinturas y cambiar todo el repertorio de la rocola.

Tiene un par de amigos, Isabel y Hacho, su exmarido. Con Isabel habla poco, vive en los Estados Unidos. En cambio con Hacho se ve muy a menudo. Más que nada los domingos que no hay fútbol en el pueblo. Salen a tomar café y a veces se embriagan cuando el lunes resulta festivo.

Pensó en irse con Isabel, ahora su amiga está por casarse y pronto regresará millonaria. En cambio ella sigue allí, metida en un rincón de sus ensoñaciones, recordando todo lo que puede sus momentos felices. Y no por Hacho, sino por la melancolía de recordarse feliz junto a un hombre que bien pudo haber sido otro cualquiera.

Carmenza le teme a los perros. Cree que morirá de un infarto un día en que un perro comience a ladrar cerca de ella. También le teme a la policía; el temor es heredado.

Amó a Hacho mucho menos tiempo del que él la amo a ella. Y aunque quizá no lo ha comprendido, la separación no ha sanado tan bien en ella como en él. Al fin y al cabo, aunque sólo fue por poco tiempo, ella jamás estuvo más enamorada de nadie. Hacho sí.

No tiene problema en conseguir un par de amantes al año, descansando en su soledad con iguales intervalos en que disfruta de la cama.

No se ha vuelto a enamorar, la vida le trata tan bien que piensa suficiente el recuerdo para mantener sus afectos firmes, lo bastante para estar de pie frente a las cosas de todos los días.

Va en bicicleta a todas partes, aunque el perímetro en que se mueve todos los días, excepto el domingo, es bastante reducido. Desde el río hasta la iglesia de La Sagrada Familia y desde el parque hasta la hacienda San Juan. Los domingos se va al campo, fuma marihuana y a veces se embriaga.

Casi siempre viste faldas, pero en la fotocopiadora no se lo permiten. Gracias a una fuerte insistencia, sus patrones en el café terminaron por aceptarle las faldas que ella misma diseña y confecciona.

Su cuarto es sencillo y extrovertido, igual que su actitud frente a los extraños. Cordero duerme con ella en la cama doble de edredones rosados. En las paredes de su habitación, forradas en corcho, no hay un solo espacio ocupado, del techo cuelga un móvil con pececitos de madera, soso y bastante tieso pero muy colorido. En el otro cuarto del apartamento, el cual le sirve de taller, hay un caballete escondido entre pinturas arrumadas sobre las paredes. En el caballete un lienzo pintado de negro mate.

martes, 9 de septiembre de 2008

Génesis



Al comienzo no existía nada... entonces Dios...

viernes, 5 de septiembre de 2008

El infierno

Hace ya bastante tiempo que estoy pensando en el infierno. No creo en la posibilidad de que una vez muerto me vaya para el infierno, sin embargo me he ido dando cuenta de que hay temporadas infernales. Los últimos seis meses han sido una de esas temporadas en que uno, aún vivo (sólo técnicamente hablando), logra vivir un infierno. Hay algo más, este infierno del que hablo es meramente voluntario; uno escoge el día en que deja la realidad y comienza a padecer el infierno. No escribo para quejarme por mis condenas, lo hago para dar aviso de la experiencia y, de paso, advertir de mi regreso.
El averno, el mío por lo menos, no tuvo ningún Lucifer, ni Satanás ni Damián ni Aqueronte ni Estigia ni círculos condenatorios; la única compañía que tuve fue mi verdugo de turno. Realmente se trataba de alguno de esos que soy, una especie de alter-ego cuyo látigo, confeccionado con recuerdos, nunca fue lo suficientemente acervo como para hacerme desfallecer. La memoria, la tonta memoria de los hombres no puede matar a nadie, únicamente consigue hacer vivir un infierno cada vez menos agresivo y más doloroso. Yo mismo me proveí de nostalgias, de melancolías, de rencores y sobretodo de culpas. Ese látigo que yo mismo usé contra mí durante meses ahora ya no golpea mi espalda, ya no sufro, ya no melancolizo el pasado.
Mi regreso a la vida de los mortales era fácil de conseguir, cuestión de perdonarme, ya que nadie me hizo nada que tuviera que perdonar. Mi ausencia ha causado estragos en todos los lugares en que habitó mi cuerpo mientras estaba en el infierno. Ahora apenas he comenzado a ordenar mi cuarto, pronto será la vida completa. He vuelto y no tengo miedo, he vuelto sin nada de que vengarme, sin nadie a quien reprocharle por mis tontos sufrimientos. No expondré una sola disculpa, no daré explicaciones ni haré preguntas, simplemente he vuelto para mí. Ahora que miro por la ventana y veo las mismas cosas de ayer me doy cuenta de que el infierno puede ser la parte más oscura de nuestra voluntad, o bien la total ausencia de la misma. No soy nada grande, pero tengo conciencia de estar completamente vivo.