lunes, 21 de julio de 2008

Pinscher

Bambi, el pinscher, con todo lo rápido y pequeño que era, consiguió, rápidamente, conquistar a todos en la casa. Ustedes, claro está, ya han comprendido que no se trataba de un reno sino de un pinscher enano, linaje de perros miniatura.

Aunque tenía la mayoría de las características morfológicas de Bambi a escala reducida, no era, por supuesto, un miembro de la familia de éste, como pudo serlo del caniche de la tía Estela o del schnauzer enano e insolente del alemán que vivía en el primer piso del edificio Zafiro, cerca del parque redondo de apellido “Del Amor”. Mi pinscher enano, de origen bárbaro y ancestros particularmente famosos entre 1905 y 1914, no se crió de forma significativa en Alemania, pero sí en esta república, para su suerte gris, en mi casa; en la pequeña, y sólo a veces calurosa, familia Piedras.

Aquel Gaitán, cachorro, era un perro de cabeza plana y hocico disminuido, sus ojos oscuros, saltones y ávidos, su cuello festivamente erguido, su cola chata y elevada con clase; conservadas las proporciones, macizo y musculoso. Desde que orinaba en sentadilla, su pelaje fue espeso, duro y brillante; negro con manchas rojas, puras. Ya para los tres años, Gaitán medía unos 29 centímetros a la cruz, y debía pesar unos cuatro kilos y medio. Fue tenido en casa por animal de compañía, pero jamás como guardián, y mucho menos como valioso perro de exposición.
Papá lo trajo después de un viaje al municipio antioqueño de Santa Bárbara. Séptimo en una camada de nueve y venido a dar a la clase media. Su padre fue el perro de compañía de doña Rosmira, cuyo esposo, propietario de una vaquería, no dejaba de hablar, ebrio en la mayoría de los casos, del proletariado, La República Federal de Antioquia, de un tal John Maynard y de su Cooperativa General de Trabajadores, o mejor dicho, de su se-je-té.

Por su parte, la madre de Gaitán se la pasó merodeando entre estudiantes de primaria y bachillerato en el colegio del Sagrado Corazón de Santa Bárbara. Después del traslado de Magaly Chávez, antes rectora del colegio, a la Universidad de Antioquia —profesora en Filosofía y Letras y luego en Derecho—, la madre del primer pinscher en la familia Piedras había ido a parar a la familia del mayordomo de la vaquería cuyo propietario, casi siempre ebrio, había regalado a su señora esposa, doña Rosmira, un pinscher para que le hiciese compañía.

Relaciones laborales fueron, en efecto, las que unieron a los padres de aquel primer Gaitán; el pinscher que se parecía a Bambi. Su actividad erótica se inició un poco después, ya en los primeros meses, cuando rodeaban el huerto a la hora en que sus amos echaban la siesta, pero sólo cuando Greta entró en calor, sintió el futuro padre que las enseñanzas católicas de su ama, y el discurso a medias obrero de su amo, no eran más que tonterías de amos. Se decidió, pues, el primer día de mayo. Creyó que lo mejor era comenzar por contarle un secreto al oído, y luego preñarla. Nada en la vida del padre de Gaitán, que debió haber sido de pelaje rojizo, le había salido tal cual lo planeó, sin embargo aquel primero de mayo fue sólo una confidencia susurrada y una fecundación.

Como quiera que los padres de aquel Gaitán resultaran ser un verdadero chisme, digno de nuestro edificio con patio interior, el can llegó a casa en el año ochentaidós en manos de papá y jamás ladró, pero aprendió a leer la basura, a oír y a hablar; lamentablemente, sólo a mí.

jueves, 17 de julio de 2008

Alfabeto

Pese a oler desde muy lejos el fresco de las resmas, Gaitán no gusta del papel. No está de más que haga notar sobre éste, que conseguí en una papelería arrinconada bajo un samán erguido y florecido —justo frente al teatro del anacoreta—, algo sobre los intentos de alfabetización por las que pasó mi relación con el virolata.

No fueron en vanos muchos intentos, diría Gaitán. De hecho, si no aprendió a leer o escribir, por lo menos aprendió a hablarme y a oírme. Así, durante las malas épocas de rumores, tuvimos ocasión de entablar largas y muy densas conversaciones para vencer el aburrimiento. Al comienzo estuve convencido de que Gaitán me hablaba igual que habla una lora, sin embargo fue comprendiendo con relativa velocidad que amalgamar sus palabras con su olfato le permitía no sólo hablarme y oírme, si no leer la basura.

¡Ahí estábamos, virolata! Ahí estábamos cuando las cabezas de policías costaban un millón y las de capos miles. Ahora la economía ha cambiado y, claro, también las divisas. No hace mucho que pagaron, por una cabeza agujereada, cinco mil millones de pesos. Aquí hemos estado mientras las cabezas se valorizan a medida que aparecen más veces en la televisión, y no todas separadas de sus cuerpos, pues a veces se necesita sonreír para valorizarse. Y si bien los viejos dicen que los millones de antes no son los millones de ahora, cinco mil millones eran, en aquel tiempo del que hablo, muchos, pero muchos pesos.

Como sea que haya cambiado la economía y cefalea de la república, mi buen amigo Gaitán, y yo, un humilde servidor, hemos tenido ocasión de hacer éstas y otras sumas, porque, como decía la profesora Yolandita: “lo que es leer y escribir, se aprende junto, pero los números se pueden aprender hablando”. Gaitán aprendió, como es de suponer, sin escribir y sin leer, pero husmeando sin parar.

Igual que los ciegos aprenden a leer esos mágicos puntitos en relieve, acaso y paradójicamente inventados por un vidente; igual que aprendió a echarse después de unas vueltas, así Gaitán aprendió a leer la basura. No quiero que se confunda la muy respetable lectura del tabaco, o incluso del café, y por ningún motivo la sicología, con la lectura que mi perro hace de la basura. No. Mi virolata no adivina y tampoco, válgame Dios, interpreta los sagrados deshechos. Lee y huele la basura; a veces inhala, olfatea, aspira o husmea en voz alta, con tono melancólico o épico, según sea el caso.

Tal es el grado de admiración que me merece el chandoso que, durante los malos tiempos del rumor, dejé de frecuentar la biblioteca, interesado en comprender cómo él había conseguido leer hermosos pasajes y profundas disertaciones en la inmundicia y el hedor de la basura. No fue, pues, que los libros estuvieran empolvados o húmedos y me causara alergia la sola idea de inhalar un lugar al azar entre sus páginas, sino una verdadera necesidad, por así decirlo, de husmear. En lugar de buscar un frío asiento para leer, el virolata y yo nos pasamos cinco de los siete años de rumores vagabundeando por la república, leyendo la basura; husmeando sus acentos extranjeros y a la vez tan próximos.

En una de las ciudades del país, o quizá fuera un pueblo, donde estuvimos deambulando algo más de dos meses y donde, conforme lo leo en algunas basuras, no hay mar; en una de esas villas que alguna vez prometieron oro; en una de esas montañas de ciudad que ha sido escalada por gigantescos edificios que parecen amenazar con venirse abajo al menor temblor de tierra; en un barrio cuyas calles empinadas se pierden a veces en una especie de horizonte en subida con edificios cada vez más pequeños aunque más brillantes, en una de esas lomas pasamos las noches más lluviosas y los días más ardientes. Vimos en aquellos días de inmensurable calor los grandes edificios que llenan de orgullo al pueblo, al tiempo que se les enseña lo importante que es sentirse orgulloso de lo que se tiene para poderlo valorar como se merece. A la noche, sin embargo, nos echábamos a la calle, bajo la lluvia y nunca bajo la luna, sin apenas tener un poco de pan que se mojara y con la certeza de que, por húmeda que estuviera, no habría bolsa de basura a la que no lográsemos darle unas cuantas vueltas.

Hubo, como en todas partes, basuras con aromas muy definidos: ajo con limón, óleos, disolventes, huesos de pollo, marihuana o colillas de cigarrillo. La humedad, en tanto que cada noche llovía con mayor frenesí, dificultaba de por sí nuestro olfato, sin embargo conseguimos encontrar basuras bajo algún techo y leer, como es debido, todo cuanto tenían escrito. Hallamos, pues, basuras delicadas con un poco de vino agrio y aceite de oliva, juntos como puede —y debe— ser la basura, pero íntimamente separados en las narices de aquellos cuyo olfato les ha dado más que para vivir. A tal punto juntos, y a tal punto igualmente separados, que consiguen ser hedor de la misma forma en que el agua del mar es, dicen, salada. En ello, entre aromas, y líneas, he ido aprendiendo a husmear como lo hace mi virolata, aunque, dicho sea de paso, no tengo manera de conseguir lo que él con su prodigioso olfato. No conseguí, por ejemplo, comprender la diferencia entre la tierra humedecida por el aguacero y un verdadero manantial cuando, cerca de la cima, al final de una de las casi interminables lomas, creí encontrar un nacimiento de agua y, peor aún, me convencí de que jamás se acabaría.

No sería muy prudente quien dijera de mí, después de haber leído mi basura, o la basura misma de Gaitán, si es que tal cosa existe, que algo en todo esto del barrio pendiente tiene algo de represión. ¡La basura es lo que queda! Sin metafísica, sin futuros y casi sin presente siquiera. La basura es un delirio que, so pena de verse hundido en arrepentimientos con aromas muy definidos, aunque no por ello menos empalagosos, ha preferido oler a simple basura en lugar de hacerse merecedora de nostalgias enfermizas.

viernes, 11 de julio de 2008

Algodón de azúcar

Aquella basura, mi virolata, la de la tía Nubia, que tanto escondía en sus cajones y que, pese a los esfuerzos desesperados por deshacerse de cuanto escondía, no logró más que abrir la nevera a sus sobrinos, sin duda tiene mucho que husmear entre tantas bolsas negras. Tú, Gaitán, mereces más que yo de toda la basura del mundo, pero esta sí tiene, como otras cuantas, un sabor un tanto más dulzón para mí. ¿Recordás? Crema batida, helado, barquillos rellenos y algodón de azúcar. Nueve primos, para un total de nueve fiestas al año. Una para cada uno, por supuesto.
Tú no puedes quejarte, Gaitán, estuviste detrás de mí desde aquella fiesta en que mi papá llegó con un pincher a la casa. No hacía mucho tiempo, también porque papá lo había llevado a casa, Bambi había estado entre las cintas formato BETA, que traíamos de Beta-Disney. Así que siempre te creí un pequeño reno. No ladrabas, sólo corrías. Desde el balcón, donde antes habías orinado, hasta la cocina, atravesando el salón de los trofeos —dicho sea de paso, todos ganados por el abuelo y ningún primer puesto. ¡Por eso sé que algo te recuerda el hedor de esta basura! Porque al llegar a la cocina, Teresa, de mano dulce para todo, te daba a probar algodón de azúcar.

¡Virolata! Déjame hablar a solas. No me comeré nada, es sólo basura. Déjame darle vueltas a la caneca, solo, por favor. No vayas a echarte ahora de mala gana, no demoro.

Cuando cumplí seis años, primera fiesta de Gaitán con la familia y, claro está, conmigo. La tía Nubia preparó una fiesta, por primera vez, bajo el muy adulto concepto de temática. Súper Ratón en las guirnaldas, los pasquines y los gorros —orgullosamente lucidos por todos los primos—, Súper Ratón en el mantel, en las servilletas, en los globos hinchados de helio, en los vasos. Sin embargo, los platos no tenían al súper roedor. Sí eran amarillos con bordes rojos, los colores de la trusa y la capa de Súper Ratón, pero en lugar de tener el rostro de Súper Ratón en el centro del plato, sobre el que se derretía un poco de helado de vainilla resbalando por un trocito de torta de chocolate; en lugar de una escena fácilmente imaginable de alguno de sus pocos capítulos, estaba la cara de Mickey Mouse —grosera, muy grosera combinación. Como fuera que el primero de los primos lo descubriera, cosa fácil por demás, puesto que la calcomanía cedía a la humedad del helado derretido y se arrugaba, el resto le imitamos y despegamos el horrible Mickey de primer plano y siempre sonriente. Nubia, más escandalizada que ebria, se puso a gritar como loca. ¡Uno no puede comer con ratones en el plato! ¡Ni por más súper que sea! Ya viejo descubrí la ironía que animaba a mamá, a papá y al resto de la familia reunida.

Alejandra, la mayor de las primas Piedras —estaría por cumplir unos diez años—, se sumó al júbilo adulto. ¡Viva Arturo! Y la familia contestó: ¡Viva! ¡Viva Súper Ratón! Como en un salmo a la respuesta: ¡Viva! ¡Viva Gaitán! Insistió mi primita, a lo que la familia, que demoró en asignar al pincher el apellido del caudillo, gritó más que liberada: ¡Viva, Viva!

Mi nombre en aquellas voces frenéticas fue mi primer momento de gloria. Sin embargo, el que Gaitán también fuese coreado fue más un regreso a mí mismo. Para Alejandra, la mayor de las primas, todo lo que ocurría allí era gracias a mí. Tanto Súper Ratón como Gaitán eran simples pretextos para adularme y agradecerme gritando y riendo con mi imagen en sus vasos, platos y gorros.

Disfrutar de mi efímera gloria familiar fue cosa imposible. Allí estaba Gaitán, mirándome con algo de esa envidia que tienen todos los perros al velar y erguido parodiando a un rey. Desde la mesita metálica de la máquina de coser, yo lo miraba y luego miraba a Súper Ratón en cualquier parte. Al regresar a Gaitán, luego de reparar en la euforia de la tía Luzma, pensé que él, más que yo, merecía la gloria y la adulación de la familia. No ladró.

El bote de la basura quedó a reventar de desechables amarillos y rojos, sobras de torta, algodón de azúcar, servilletas sucias, cigarrillos y botellas de gaseosa, vacías por supuesto. Casi todo en la basura está vacío.