domingo, 31 de agosto de 2008

Domingo



Hoy es domingo, no voy a buscar trabajo. Un escritor de cartas, por dudoso que sea su talento, merece también descansar de su frustración. Lo más seguro es que no consiga trabajo escribiendo. Da igual, ¿qué vergüenza podría sentir un mendigo cuya vida ha sido siempre su propio obstáculo? Podría pedir limosna, pero ¿será lo suficientemente pobre este pueblo para darme una moneda? Sin duda.
Me desperté sin la menor intención de mover un músculo para conseguir trabajo. Con lo que tengo podría vivir, por lo menos, dos o tres meses. Si después de este tiempo no he conseguido emplearme en algo, comprenderé por qué.
Almorcé en la hacienda San Juan. Caminé hasta el cruce de los supermercados y compré una botella de vino, luego regresé a casa y seguí escribiéndole mi carta a Virgilio.
He dedicado muchas horas a escribirle a los muertos. Son, a fin de cuentas, los únicos que no se impacientan. Además es necesario decirlo todo de una vez porque lo más seguro es que no respondan. A causa de estos motivos he ido perfeccionando, creo, mi manera de hablar con los muertos. Hablo con ellos, les cuento cosas, pero evito en la medida de lo posible hablar de otros difuntos.
Sin bañarme y sin afeitarme me antojé de ir a la biblioteca. La ruta de bus; iguales los automóviles, la plaza de mercado, las aceras repletas de la zona oriental, el edificio con cresta y los jardines del ayuntamiento.
Me bajé frente a la alcaldía, caminé ajeno a un lugar tan familiar y sentí un vacío melancólico que nada tiene que ver con la carta de Virgilio.
Desde antes de entrar a la biblioteca, sonaba un martilleo inconstante. «Una obra», pensé. La decoración y la disposición de las estanterías conserva algún parecido con mi recuerdo. En las mesas que están frente a las ventanas una pareja de estudiantes parecía haber decidido dejar de estudiar debido al fastidioso martilleo.
Miré hacia todos los lados y subí hasta el tercer piso, no encontré la obra. Como no pude encontrar el lugar del que provenía el martilleo pensé que podía ser arriba, en el cuarto piso, quizá en las oficinas.
Bajé rápidamente al segundo piso y pensé en buscar un libro y leer hasta que cerraran. Entre dos estantes de la sección de historia encontré en el suelo al martillador.
Era un viejo barbado con una enorme nariz y grandes orejas. No pude ver sus ojos porque estaba concentrado en sus manos; una sostenía clavos doblados y oxidados, otra los enderezaba a martillazos.
Pese a que no tenía oficio aparente y deshacía calma natural de la biblioteca, nadie se le acercaba para pedirle silencio. Era un martilleo estruendoso y arrítmico, como un contra-tic-tac que disimulaba la existencia del mundo. Los profesores y alumnos, que cruzaban miradas con él, le saludaban con respeto y admiración.
Tomé un libro y me senté a leer en el suelo, cerca del tipo del martillo, pero sin que éste pudiera verme del otro lado del anaquel.