sábado, 22 de octubre de 2005

Goya

Otro camino muy diferente aparecía ahora que había terminado de cruzar la playa, amable, bordeado por helechos de múltiples especies, serpenteaba a la sombra de almendros y palmeras colmadas de hermosos platanillos colgantes que acogían tormentas de zancudos; era como si se tratase de un inmenso jardín, un camino que abrigaba, mientras se alejaba del mar, la promesa de uno nuevo. El calor era sofocante, sin embargo, cuanto más picaban los rayos del sol, más fresca parecía la brisa, más apacible se le hacía el sendero, una esperanza creciente se apoderaba de él, las ranas croaban, allí estaban los charcos reflejando el cielo claro, allí el sol… y nada de esto me parece tan cierto. Pensó el capitán. Aunque ¿Cómo no dejarme engañar? ¿Acaso no es éste uno de esos momentos en que, después de haber sido deseados y meditados durante toda la vida, se nos muestran de alguna forma paradójicos y se nos antojan desagradables porque sentimos que algo no es tal como fue concebido? Es parecido quizá al instante en que un hombre logra tener certeza de su muerte (a su mente llegó la nítida imagen del condenado en Los fusilamientos del tres de mayo), y en tal momento de lucidez, por alguna postrera intención de sentirse vivo, lograra recorrer toda su historia y terminara por concluir que nada fue nunca tan seguro como su fin; que su anhelo jamás tuvo coherencia con su vida y que quizá había sido mejor así. ¿Encontraría por ello solaz en su camino hacia el cadalso por más flores que tuviera? Goya seguramente lo supo, yo tengo mis razones para dudar, se contestó el capitán.

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