viernes, 18 de noviembre de 2005

Buenas...

De pronto, sobre el camino apareció un hombre de media estatura (acaso salido de la sombra de un almendro), corpulento, de espalda recta y musculosa y con rostro inexpresivo. Cualquiera hubiese notado que se trataba de un paramilitar, cumpliendo seguramente alguna rutina o descansando mientras paseaba por la apacible senda. Caminaba hacia el capitán con paso ligero y actitud temeraria mientras, acompañado de un hábil movimiento de los hombros, acomodaba su fusil sobre la espalda con la misma naturalidad con que el viento lo hubiese hecho con la hoja de una platanera. Ahora se hallaba a escasos metros del capitán: sus ojos, húmedos y vidriosos, oscuros y marrones como tierra mojada, mostraban cierto cansancio placentero bajo frondosas cejas en curva interrogativa. Balbuceó un saludo que el capitán no pudo descifrar, pero que interpretó como cordial, luego, con una mano agarrando la correa del fusil y otra sobre la reata que sostenía su chaleco marcado con las iniciales AUC-C -acaso con la intención de identificarlo, aunque parecía más bien algún tipo de publicidad-, bajó la mirada y saludó nuevamente:
- Buenas –Dijo con voz delgada. Tanto que la ese pareció un suspiro lejano.
- Buenas –Contestó el capitán mientras advertía como, bajo su delgado bigote de cantinflas ensombrecido por su nariz aguileña, sus dientes incisivos dibujaban una leve desconfianza sobre una fina sonrisa.

miércoles, 16 de noviembre de 2005

Compañía

A cada paso bajo los zapatos deportivos del capitán el camino perdía inclinación. Al orto lado de una playa de arena color tierra se levantaba, pequeña e indefensa, una colina que parecía flotar sobre la niebla salina. ¿Por qué razón esta soledad de vagabundo no se me antoja invivible ahora?, pensó el capitán, ¿Por qué no? En verdad lo sabía, sin embargo no se contestó. Por primera vez desde que saliera de casa, supo realmente de su verdadera enfermedad. Mientras esquivaba ramas, troncos y toda suerte de objetos plásticos escupidos por el mar, hasta hacerse a veces difícil dar un sólo paso, pensó: «aquí de poco serviría compañía alguna».

jueves, 10 de noviembre de 2005

Disculpa

Ultimamente no encuentro mayor placer en sentarme frente al cuadro y escribir; mientras, temo por quienes me leerán. No sé, quizá se trata de alguna "enfermedad" mía. Melancolía tal vez. Y aunque suene extraño que culpe a mi enfermiza nostalgia de esta falta de tinta -¿dije "tinta"?-, más aun cuando es de ella que obtengo mis párrafos más gratificantes -¿Dije "gratificante"?-, se trata de un cansancio melancólico; síntoma intempestivo de un marihuanero promedio. Lo bueno es que, durante estos días carentes de salud, me hundo en cavilaciones que luego habré de rumiar cuando deje de llover.
Bueno. No siendo más por ahora, esa era mi disculpa. Pronto la hierba volverá a la boca -¡por Dios! ¿Qué dije?-.

sábado, 22 de octubre de 2005

Goya

Otro camino muy diferente aparecía ahora que había terminado de cruzar la playa, amable, bordeado por helechos de múltiples especies, serpenteaba a la sombra de almendros y palmeras colmadas de hermosos platanillos colgantes que acogían tormentas de zancudos; era como si se tratase de un inmenso jardín, un camino que abrigaba, mientras se alejaba del mar, la promesa de uno nuevo. El calor era sofocante, sin embargo, cuanto más picaban los rayos del sol, más fresca parecía la brisa, más apacible se le hacía el sendero, una esperanza creciente se apoderaba de él, las ranas croaban, allí estaban los charcos reflejando el cielo claro, allí el sol… y nada de esto me parece tan cierto. Pensó el capitán. Aunque ¿Cómo no dejarme engañar? ¿Acaso no es éste uno de esos momentos en que, después de haber sido deseados y meditados durante toda la vida, se nos muestran de alguna forma paradójicos y se nos antojan desagradables porque sentimos que algo no es tal como fue concebido? Es parecido quizá al instante en que un hombre logra tener certeza de su muerte (a su mente llegó la nítida imagen del condenado en Los fusilamientos del tres de mayo), y en tal momento de lucidez, por alguna postrera intención de sentirse vivo, lograra recorrer toda su historia y terminara por concluir que nada fue nunca tan seguro como su fin; que su anhelo jamás tuvo coherencia con su vida y que quizá había sido mejor así. ¿Encontraría por ello solaz en su camino hacia el cadalso por más flores que tuviera? Goya seguramente lo supo, yo tengo mis razones para dudar, se contestó el capitán.

lunes, 10 de octubre de 2005

Guitarras

El capitán había ya caminado hasta el cabo; según recordaba, al girar a la derecha dejando atrás Playa Soledad, debía ver al otro lado del golfo de Urabá el litoral antioqueño, en cuyas planicies imaginaba numerosas plataneras cargadas con bolsas azules para acelerar la maduración de la cosecha. Jerónimo ojeaba el suelo buscando una rama hueca para reparar su pipa, no obstante, caminaba erguido por el peso de la mochila, cubierto no más que por una camiseta de algodón sin mangas, con hombreras deshilachadas que dejaban ver sus brazos flacos y bronceados, y una bermuda roja de corduroy a la altura de las rodillas; se daba ánimos mientras canturreaba con cierto aire melancólico alguna canción de Pink Floyd. Había olvidado la última vez que tocara una guitarra acústica o eléctrica, sin embargo, mientras daba sus primeros pasos hacia Acandí, lograba evocar nítidamente algunos momentos en que tuvo alguna de ellas en sus manos: junto a Piero y Emilio, viajando por el oriente antioqueño con sus latosas canciones que pretendían llamar punk -¡Qué dificultad imbatible le causó siempre componer canciones de este género!-, o en el Rincón del Guasauro, o en el bar Patinir con Julia. Recordó entonces El Parnaso, donde por pura casualidad consiguiera una Rickenbaker de doce cuerdas y donde, con nostalgia, imaginaba a José y su amigo cubano, Pavel, tocando guaguancó hasta caer enlagunados y empapados en ron. Desde la orilla occidental, donde ahora aparecían purpúreas montañas, tan lejanas que fácilmente podrían pasarse por olas gigantes en alta mar, llegó a la mente del capitán el chasquido de una cuerda que se reventaba como el lamento de un gato agonizante, o un hombre susurrando entre dientes una despedida definitiva, de la misma forma en que ahora dejaba atrás, además del promontuorio, que de este lado parecía más bien una tortuga a medias hundida en la orilla, las dunas intactas de la playa y toda suerte de troncos resecos expulsados por las olas durante la tormenta de la noche anterior. Todo esto que pienso, se dijo, tal vez caiga mejor a un Brower impedido que a un pobre pescador otrora guitarrista, sin embargo, si bien no puedo sentirme orgulloso de haber tocado la guitarra como Roger Waters o Gustavo Cerati o, para suerte mía, como Jonh Petrucci, no puede negarse que en algún momento mi estilo obtuvo buenos comentarios. Se decía todo esto a sabiendas de que no hacía más que interpretar a gusto algunos apretones de manos después de un concierto, puesto que sus trabajos más serios fueron siempre incursiones “conceptuales” en la música electrónica. No obstante, de que al cabo de todo este tiempo había rejuvenecido su amor por la guitarra, un amor parasitario y desprovisto de arte, era prueba el hecho de que justo entre la serranía del Darién y el mar oscurecido por el feroz torrente del Atrato, anhelara –Dios mío con que honda soledad- cantar Wish you were here junto a su vieja Rickenbacker. Con amor o sin él, pensó, cada cambio sustancial en mi vida ha tenido cerca una guitarra; a causa de una guitarra había comenzado a estudiar periodismo; y a causa de una guitarra había decidido huir al mar, y de cierto modo, debido a una guitarra (el capitán sintió una fuerte punzada en su espalda junto a un sentimiento tenue de orgullo que lo hizo sonreir) estoy ahora caminando hacia el sur, entre el chirrido ensordecedor de las cigarras y la monótona calma de las olas.

lunes, 3 de octubre de 2005

Hacia el sur

Despertó temprano, del cielo blanco cómo el papel caía la luz sobre la bahía, levantó su cabeza y miró instintivamente hacia el sur a través del anjeo blanco. Aquel era su camino (el promontorio azuloso se veía con claridad, parecía el hocico de un pastor alemán) hacia el río Tolo. Según mis cuentas, luego llegaría a Acandí; allí podría comprar algo de comida y tomar una cerveza fría, pasar la noche sobre un colchón y cuidar un poco mis ampollas después de un buen baño. Pensó el capitán. Luego volvieron el barro y las arañas del día anterior y fueron perdiéndose las imágenes del Hotel Medellín mientras regresaba el mortuorio (ahora un poco más nítido, lejano y silencioso). Se acostó mirando el techo del iglú de poliéster; en el pequeño aire de anjeo de la cúpula revoloteaba un zancudo buscando inútilmente por dónde escapar, pensó en matarlo con la camiseta pero no lo hizo, subió la cremallera y miró cómo volaba hasta perderse bajo el cielo nublado y blanco como la cal. El capitán oyó el ladrido de un perro –acaso ya lo había hecho-, cuyas patas imaginó llegando a la Patagonia.

Lluvia y selva

La lluvia, cayendo sobre la orilla –y destinada, quizá, a su árido corazón-, colmaba el silencio de la selva… No era todo; el capitán había dejado de oír las cigarras, y ahora, sumido en el golpeteo de las olas y las gotas, sentía más quietud que antes, lo cual se sumaba a la distancia entre él y un Darién cada vez más callado. Sapzurro; eso también evocaba cierto silencio. Sapzurro. Era no obstante el húmedo tamborileo continuo lo que sin duda le hacía dirigir la vista hacia el norte, buscando un vallenato en El Pingüino y fuertes risas sobre el muelle repleto de mesas y pescadores sentados en sillas plásticas y bebiendo cerveza antioqueña; una ilusión que colmaba de nostalgia no sólo su corazón sino el horizonte oscurecido y nublado hacia el noreste, hacia el cabo turbio y purpúreo, La Habana y luego el océano; todo el panorama era una sola evocación: la plenitud de una soledad premeditada. Muy parecido debe ser todo esto, se dijo, del júbilo de un prófugo en el instante en que, sentado sobre la hierba mirando a lontananza, se olvida de su condición fugitiva y encarna en un águila que planea con mirada escrutadora y a la que el mundo se le antoja manso, en su presencia la selva, ya dominada, no puede más que sentirse dócil y callar. ¿Acaso el prófugo halla su libertad en el silencio de la selva? ¿Se trata del mismo silencio del calabozo? En realidad lo dudo bastante. Reflexionó el capitán justo antes de caer dormido profundamente.

miércoles, 28 de septiembre de 2005

No llega nada

No llegan las ideas, tampoco un rato de inspiración, almenos uno de esos que no alcanzan el minuto pero que dejan el entusiasmo suficiente para trabajar durante un par de horas. No vienen las buenas palabras, tampoco las malas, no llega nada; no hay nada de qué escribir por estos días. Ya lo decía hace poco: "estos son días difíciles".
Me siento con toda la disposición para hacerlo, me encierro entre el aroma de un poco de incienso y un poco de hierba, acompañado de un trago de ginebra y, sin embargo, siguen sin llegar las ideas. Perdónenme los tres que soportan estas cosas que escribo, pero no llega nada. Nada de nada. Sobretodo porque busco ser conciso. Así que, por el momento, o bien escribiré lo que realmente me gusta hacer (es decir, narrar), o, muy diferente, escribiré cosas como esta (es decir, basura).

domingo, 18 de septiembre de 2005

Un vicio

"El caballero duerme sobre su montura,
y parte como una flecha."
Deleuze y Guattari
El otro, el de siempre, no vino hoy, se quedó seguramente en su casa, viendo comer a sus palomas; al fin y al cabo son aves, me dice, como nosotros, como tú o como yo… como cualquiera: enviamos y recibimos mensajes, volando con ellos de un lado a otro, como palomas; en ellas estamos amigo mío, somos palomas mensajeras.
Se quedó en casa y por el momento no vendrá, aunque cierto es que lo he visto llegar a visitarme a cualquier hora del día o de la noche, así que no sería nada extraño que apareciera más tarde, buscando quizá oírse en nuestras nutridas conversaciones sobre Hesse o sobre María –con que sincero frenesí se arroga tanto amor cuando llega a sus labios y la menciona, la dibuja…la trae-, las de los años, las que evocan –ciertamente odiosas para ambos, pero tan necesarias como cualquiera-; escasas otras, por ejemplo, las de exagerada profundidad o trascendentes hasta el absurdo.
Cuando el otro viene, y salimos, preferimos el acecho del pelícano hambriento que persigue al pez y su huida constante, su escamoteo hacía algún lugar seguro. En ese sentido, quizá sea yo más del agua y no tanto de alas, como él. A ello tal vez se debe el que nuestras conversaciones logren ser tan largas; la sardina tiene, en su fuga continua, todo el océano para despistar a su depredador, empero, sardinas hay muchas.
Muy poco aceptan nuestra invitación a divagar, a inspirar nuestro soporífero letargo con paso lento y tranquilo. No sé realmente cual es la causa del soplo desconfiado que tienen sus excusas y evasiones; será, seguramente, eso mismo que a nosotros nos da la voluntad para emprender la fuga –o la caza, según sea el caso-; el hambre de un actor encerrado y la neurótica huida de un escritor, ambos tan desilusionados del mundo como sinceramente fracasados, buscando en la calle un aroma efímero de libertad -ya que de felicidad no hablan (lo decía ahora, evitamos trascendencias de cierta índole)-, sabiendo que en Medellín salir a caminar la noche por las calles silentes, con el único propósito de hablar, resulta, moral y legalmente, bastante sospechoso; alejaría a cualquiera. No los culpo a fin de cuentas. Un cineasta insensiblemente idealista de veintidós y un periodista un año mayor, con delirios de libertad y ataques existenciales de nostalgia pueril, no parecen ofrecer nada al espíritu de nuestra época. Sin embargo, ¡qué tan caótico se me antoja el mundo cuando, en pleno siglo XXI, cuestiones morales (o prejuicios legales) se interponen entre el hombre y su calle!
Él, el otro, y yo, pensando quizá en nuestro inminente fracaso por parecer un ciudadano de hoy, buscamos el mar en las calles y nos perseguimos con la tranquilidad impasible de quien se siente arrojado a hacer lo que hace por su propio instinto de supervivencia, como la calma de la palma bailándose el huracán. Poco importa que siempre salgamos solos, que recordemos tres palabras de las conversaciones más apasionadas o que sobre nosotros se pinte la señal de Caín; un rato de libertad vale, para un hombre contemporáneo, menos que una ilusión de éxito o felicidad infundada y fantasiosa, pero, para nosotros, la calle es el sustento de nuestras almas.
Así, a la deriva –y sin derivar en nada, obviamente-, flotando sobre nuestros pasos, empujados por nuestro aire libre, colmamos nuestra existencia de más y más calle. En ese sentido, debo confesarlo, se trata de un vicio.

viernes, 16 de septiembre de 2005

Días difíciles

"La crisis de sentido,
por estar imbricada con la conciencia,
resulta siempre difícil de tratar"
F. Kafka
Que días tan difíciles. El dolor de espalda continúa creciendo, mi pelo busca la tierra y a veces me duelen las piernas cuando camino, y no es que se trate de punzadas inconstantes, es, más bien, un cansancio permanente y demoledor, un sentimiento triste de impotencia ante lo más simple y necesario; caminar.
Días éstos de vejez precoz; enojado, creyéndome desgraciado, tanto por haber comprendido que el mundo es un lugar incómodo como por saberme un soñador petulante y discreto, sintiéndome viejo, calvo y viejo, viejo y sumergido en la multitud, gritando hasta desgarrar la garganta que me siento vivo; que me tengo por un viejo; que la vida no me ofrece nada más que humo y que, con todo, no deseo mi muerte más que la de algunos.
Y es que, a la velocidad que corren estos días, cualquiera podría envejecer en un par de meses, ver que todo ha cambiado y molestarse por ello al notar que ya no se es parte de lo que se creía; la vida no es lo que me prometieron, uno no es un gran constructor sino un pobre ladrillo para nada imprescindible, encerrado entre hileras de cemento y separando a otros de la intemperie; un pobre pedazo de piedra en las manos torpes de David mientras Goliat, muerto de la risa y lleno de ojos, se divierte jugando con una peña entre sus dedos.
Que corran entonces los días, ya los buscaré cuando sean más pequeños sus pasos. Ellos ahora tienen prisa, luego, fatigados por los años, estarán cada vez más cerca y mi paso oriental -lento y preciso- los hará envejecer; ya no será su tictac el que me lleve a la deriva, será el vaivén de mi alma tranquila. Que corran entonces los días difíciles, los largos enojos y los miedos de mi pueril vejez. Que corran. Desde mi hamaca, rumiando mi fracaso, hundiéndome en mis cavilaciones y encendiendo cada cigarrillo con el anterior, esperaré ansioso al gigante; no importa cuantos ojos tenga, habrá suficiente ceniza para cegarlo por un instante -por uno de los míos.

lunes, 12 de septiembre de 2005

Oración

Derramo yo en mi triste rincón un mínimo canto:

Silente, alquimista me digo; juglar escondido, absconto fantasioso. No me dejes solo ahora.
Sí, yo soy taciturno, soy solitario, ambulante y nocturno. No me dejes solo. No me dejes.

miércoles, 7 de septiembre de 2005

Proemio a un réquiem

"La naturaleza no halla la salida del laberinto,
de las fuerzas desencadenadas,
que actúan en contra suya:
el hombre debe morir."
Goethe
La sombra de la muerte pasó, por esta noche, sin hacer ruido alguno, bajo una soledad de cedros y pinos. Se nubló su rostro, se marchitaron sus pétalos y arrugó su corazón para perderse luego con paso medroso.
Pronto, todo estuvo quieto, exánime como su tristeza; sin fondo, sin sentido. Yo abismaba mis ojos azorados e intentaba ver la noche diáfana, el cielo siempre limpio. Empero, hallé desolada mi vista de toda sospecha. Supe entonces de la simplicidad del agua, de la esencia de las cosas, del gozo del campo y del viento.
Nada es mayor que ella. Sólo la vida tiene su edad suspensa y su aroma a primavera. Sin embargo, no es primavera ni es vida. Turbio espejo donde la eternidad inaugura su forma; absorta, inmensa, pura, ilimitada; vivo reflejo de la existencia.
Bajo su piel preñada de lluvia despliega la gracia prometida. Nada es mayor que ella. Rosa y no rosa, primavera sin golondrinas, canto melancólico en la garganta de la vida.
Esta noche estuve solo y más perdido que nunca. Buscándome en el tiempo, haciéndome al olvido hundido es su beso, en su promesa infalible y fatal.

Solo por costumbre

"En los entierros, uno llora por costumbre."
Camila Avril
Hoy llegué a casa. Enfadado y preso de una melancolía infundada abrí la puerta de mi habitación y vi en el suelo mi borrador blanco. Estaba muerto y flotaba desangrado sobre un pequeño charco rojo y profundo; una boya solitaria, meciéndose al vaivén de la muerte.
Mi borrador ha muerto, ya no borra más. Dicen que a los muertos por costumbre se les llora, yo lloré la ida de mi amigo, pero no sé si fue costumbre. Ya mis ojos se habían enturbiado junto a él y por él, empero, esta vez está muerto. Quizá tengan razón.
Ahora padezco su muerte. Muero con él, sólo por esta noche. Sin embargo, ahí donde solía dormir lo he puesto y le he hablado.

_ Sin saber qué parte del caos habré de vivir mañana, hoy te padezco. Tengo tu desilusión, tu desengaño. Siento tu hálito defraudado, oigo lejano tu sermón sobre la debilidad y, desesperanzado por tu partida, te sigo mirando, sedentario, deshecho y frío... sin vida. Aquí estoy, como siempre, triste, desconsolado, taciturno ¿Qué? ¿Qué me has hecho? ¿Por qué a mí? El soplo inconstante de nuestra inspiración se me antoja ahora aburrido, inerte, confuso. Estoy dolido profundamente, sin ti seré desmañado y ausente. Di algo. Mucho hablamos de la muerte y jamás te vi tan débil frente a ella, tan débil y callado ¿Quién sabe? A lo mejor encontraste algo de todo aquello que hablamos alguna vez.
Cómo hacerte comprender todo cuanto habré de extrañarte; si sólo contigo el sufrimiento fue sufrimiento; si las despedidas fueron siempre cortas; si todo lo que fui, cuando solos estábamos, desde hoy no existe.
Solos jugábamos, improvisando instrucciones, descartando la soledad, tú eras yo, yo te imitaba, al fin y al cabo borrando escribías. Que tan dulce fueron todas las tristezas, que tan inhóspitos aquellos paisajes colmados de recuerdos. Entre nosotros no habrá más murmullos, no habrá sed. A pesar de tu muerte, hoy te lloré, todos te lloramos. Es la costumbre.

Después de despedirme, lo tomé suavemente por el canto y lo enterré junto a todos los muertos. Lo miré una vez más. Una última lágrima aguó su palidez antes de que cerrara el cajón. Hoy murió mi borrador, me dije.

viernes, 2 de septiembre de 2005

Hoy salí

Hoy salí. ¡Ah! Que bueno es salir, estar afuera, en cualquier lugar donde mis ojos puedan enfocar a lo lejos -hacia cualquier lugar donde la luz pueda imaginarse desde un pequeño punto lejano-, un punto lejano; que bueno dejar que mis pupilas se dilaten a su antojo; que mis pies pisen la calle que mis ojos le crean; que el humo que entró no salga; que se pierda en lontananza, imaginando, subyugado por mi deseo.
Dirán que necesito la marihuana, y sí, tendrán razón. La necesito porque sin ella mi vista es corta, mis deseos son cortos, mis ansias medrosas y pueriles. Quizá nadie más la necesite, pero, yo, sí. Me desconecto, me pierdo en mis pensamientos de ascensor mientras, sobre la calle, va mi vida, a la deriva, sin derivar en nada. Además, cigarrillos, no pueden faltar; ¿Qué sería de mí sin el vicio divino? Noches cortas, párrafos cortos, nada nuevo. Cigarrillos y marihuana, noche y asombro.
Hoy salí, y pensé, como muy poco me ocurre, en mi niñez. Es, quizá, por falta de uso, pero para mí, la infancia está olvidada, enterrada. No quisiera parecer sensiblero, pero, sabiéndome más melancólico que concentrado o paciente, seguro me saldrá alguna que otra expresión cliché (la nostalgia es cliché).
Cazábamos ranas, las abríamos hasta sacar el corazón y sentir, sobre la yema de los dedos, los últimos clamores palpitantes de una vida que se iba en mis manos, y gracias a ellas. Eso, por supuesto, ocurría en invierno (donde vivía podía llamarse así a la época de nieve). La vida fue vida y muerte en mis manos. La rana fue rana y luego dejó de serlo. En mis manos asesinas.
Hoy, salí. Estuve en la calle, en una calle, en mi calle. Sobre el asfalto humeante, oliendo las primeras gotas, la sal mediterránea. No estuve mucho tiempo afuera, empero, fue suficiente. De haber sido más, la nostalgia ahora sería tan pueril que me avergonzaría y, como ayer, terminaría por impedirme escribir. Hoy salí, y recordé. Me recordé siendo otro y casi me avergüenzo al ver en mis manos la sangre, los intestinos y el corazón que ya no servía. Hoy salí. Cuánto me duele la muerte.

miércoles, 31 de agosto de 2005

Nada nuevo

Leyó las últimas dos líneas. Apagó el cigarrillo y encendió otro. Vio que apenas quedaban dos en la cajetilla, buscó entonces en la mesa de noche -había una sin abrir-, suspiró tranquilo y volvió al escritorio. Afiló sus tres lápices, recostó su espalda para disfrutar el descanso y aspiró dos grandes bocanadas antes de volver a la escritura.
Para ignorar el hambre, olió un trago de ginebra, consiguió percibir lejanos perfumes a naranja, almendra, angélica, orris, cilantro, alcarabea, cardamomo, anís, cassia y limón… Bebió luego sin tragar, incendiando el paladar con la lengua, dejando en su aliento aroma suficiente para una par de párrafos. Sintió un impulso esperanzado y comenzó a narrar con su impostado acento porteño. Luego bajó el volumen, primero hasta el susurro, luego hasta perderse en el ronroneo de la ciudad que duerme.
Terminaba la sombra y, con ella, unos pocos párrafos sin ideas ni estilo. Sintió entonces el cansancio medroso del amanecer que acecha, buscó su cama entre cuadernos y hojas arrugadas y luego se echó al azar del sueño, estoico narcótico para sobrevivir a un fracaso más; a otra noche.

lunes, 29 de agosto de 2005

La Calle

La calle es lenta (lo decía Ríos), es lenta y parsimoniosa. Empero, en ella palpita lo intempestivo, la sorpresa. Nada es predecible sobre la acera o sobre el asfalto. Siempre, aún cuando monótona, la vía mantiene la tensión, el susto. Todo acecha: la luz moribunda sobre la calzada, el ruido y la muerte a pocos metros, la velocidad, la soledad, todo.
La calle es el lienzo del vagabundo, el papel del escritor. Es sólo el camino a otra calle y, sin embargo, es la ciudad y su vida, se recorre a sí misma en los pasos errantes del nómada. El asfalto permanece, la calle deviene. Es el caos de Moisés, el mar de piedra abierto a mis pies como el Muerto al judío que huye de la espada y la esclavitud y abandona su condición sedentaria. Al frente, nada, sólo la esperanza de una orilla invisible, la promesa de la salvación; suficiente, no existe un lugar llamado libertad, es para quienes escapan todo el tiempo.
En mi bitácora no hay dos calles idénticas, tampoco dos pasos iguales. La vida de la calle es sólo el hundimiento en el asombro, en la sorpresa, en la dinámica imprevista del caos.
A cada paso, las cosas pasan –y ocurren-, van y vienen, se mecen en el desorden absoluto, en una redecilla de coincidencias, entre semáforos, esquinas y flechas. Esa es mi calle, sólo la mía.

domingo, 28 de agosto de 2005

Me voy...

Después de la madrugada densa y sudorosa, los dolores de espalda habían desaparecido. Ante una postrera y supuesta caricia -por demás exagerada-, hizo lo posible por contener el llanto. Lucero miró al capitán. No había en su semblante el menor indicio de sorpresa o de miedo; le era enteramente impredecible. La miró fijamente y luego, susurrando con gravedad, le dijo: “Lucero, me voy. Me voy al mar”.

sábado, 27 de agosto de 2005

Ex nihilo

Esta mañana, pese a estar somnoliento por una larga noche de palabras, salí a caminar por las cortas calles de Laureles. Se me hace más fácil hacerlo temprano; por las noches, si no tengo compañía, padezco de un miedo inexplicable y termino siempre por volver a casa antes de una hora.
Algo mareado, pero inmensamente tranquilo, deambulé durante un buen rato. Pensé en lo caótica y monótona que puede ser la mañana de un martes, de cualquier martes. No logré comprender el sentido que impulsa esta ciudad, plagada de seres irrepetibles y, sin embargo, idénticos. ¿Quién será –o por dónde irá- ese tal Vicente?
Estaba sentado en el Primer Parque, escribiendo cosas que releía una y otra vez en voz alta cuando me sentí ahogado. El olor a pan caliente, la brisa que aumentaba, el ruido de los automóviles, todo me hacía sentir un profundo miedo creciente que me asfixiaba. Probé con un poco de marihuana, nada. Logré reponerme y comenzar a caminar, pero el vértigo me perseguía. Por doquier llegaban fantasmas: gusanos, cucarachas y ratas que colmaban la incertidumbre de lo que estaba padeciendo. Nada significaba nada, el mundo era, por momentos, algo de lo que yo no formaba parte; era “aquello”, no “esto”.
Me sumía en la extrañeza que me rodeaba, comenzaba a disfrutarlo y seguí caminado hasta llegar al supermercado amarillo, justo sobre La 80. Decidido a mantener la dirección subí al puente peatonal, había dado unos pocos pasos sobre la plataforma que cruza la calle cuando algo -quién sabe qué coincidencia- me hizo mirar hacia la izquierda, hacia el cruce de Don Quijote. Conjeturé entonces sobre el nombre de la glorieta. Lo quijotesco es la vida, me decía, siempre “haciendo” para ser después capaz de continuar “haciendo” y, así, hasta morir sin ser nada. Y si no voy a ser nada, pues mejor lo soy de una vez, al fin y al cabo suena menos tediosa que la idea de ser feliz, eterno o exitoso. Bienaventurados los desgraciados entonces… a ellos pertenece el reino de la tierra. No planearé mi fuga, ni la sentiré llegar; seré yo mismo mi huída constante; seré un búho en el purgatorio y una vaca en la tierra. Una vaca.

jueves, 25 de agosto de 2005

Pobre Paco


Herido de muerte en su pecho, la mitad de lo que fuera su cuerpo pareciera vigilar el parque. Paco, en su pedestal, los ve fumar hierba, besarse, tocarse, columpiarse o dormir sobre las raíces. Lleva años en el centro del segundo parque de Laureles. Pobre Paco, jamás ha visto su nombre, jamás lo ha oído, nunca supo que se hizo de bronce. Si lo ven, salúdenlo; le hace feliz.

Hoy fracasé

Hoy fracasé. Simple; fracasé. Hasta he llegado a regocijarme en mi frustración, como un cerdo feliz que se revuelca en su chiquero. Siempre fracaso, cada noche se hace de cartón todo aparente logro, y al mirar como a otra mi cara en el espejo, y preguntarme por la cantidad de farsa que mi vida alberga, me pesa con inefable vergüenza la medalla a la frustración.

Sirvo un vaso de agua para mitigar un poco la sed que deja el cigarrillo y un café negro y amargo, esperanza de insomnio a la espera de algunas palabras. Empero, el fracaso continúa, la frustración se hace honda. Recurro a la hierba o la ginebra, sin embargo, toda vez que lo intente, la embriaguez del licor, o el letargo soporífero, terminan por adormecerme sin haber escrito un par de líneas que valgan la pena. Necesito a veces de una inmensa paciencia para soportar el sosiego, vencer el sueño y continuar escribiendo.

Tenían razón, pues, todos aquellos que presagiaron mi fracaso, los viejos amigos que, sin retirar sus afectos decían de mí –y a mí- todo lo que creían. En efecto, me paso la vida comenzando y ahora, solo ahora, reconozco la semejanza que mi vida tiene con el triste dibujo que ellos hacían de lo que soy. No los culpo. Fracasé. Soy un fracaso. Años colmados de noches en vela: las de hierba, las de ginebra, las de Pink Floyd o Wagner, aquellas pueriles en que triste y adolorido no hice más que escribir; ninguna dejó de aumentar un poco esta frustración nocturna. Empero, nada quedó. No hay entre mis montañas de hojas envejecidas y arrugadas un solo párrafo que sobreviva a una lectura fina. Nada, solo fracaso. Tenían razón. Sin embargo, no me culpo, jamás tuve la oportunidad ni la disposición de aprender los innumerables rostros de la felicidad. El siglo acabó conmigo, se me fueron los años en la primera mayúscula; sin un solo punto final, sin sentir orgullo artístico por una sola palabra.

Hubo un momento en que mi única compañía era mi fracaso. Aprendí a quererlo y a velar por él, no podía defraudarme, era lo único mío, nada más de lo que había creado tenía sentido o valor para mí, crecimos juntos hasta volvernos uno solo y necesitarnos. Ya no hubo más síntomas de mi enfermiza esperanza insensible, mi fracaso y yo terminamos por confundirnos sin esperar nada. Eso somos, un fracaso, un irremediable fracaso.

Yo pienso

No sé hacer nada más: sólo pensar. Y no es que mis conjeturas alcancen mayor complejidad, tampoco podría decirse que son profundas o trascendentes. No es el pensar de un filósofo, mucho menos el de un científico. Nada de eso, es sólo pensar.
Razón tenía mi amigo Lucas: en los ascensores, la gente piensa. Sabrá dios (o, posiblemente Lucas) que suerte de conjeturas puede albergar un ascensor de un piso a otro. Yo vivo así, pensando cosas de ascensor. Ideas fragmentadas, borradas intempestivamente por un recuerdo o ligadas a otra cosa bien lejana y de forma totalmente incoherente.
Nunca comienzo de nuevo, tampoco sé del origen, nada ha quedado suelto jamás y no hay tampoco la intención firme de indagar en la mayoría de ellos. Pienso porque al hacerlo huyo de los que fastidian mis oídos y cortan mi vista, pero no corro, pienso. Huyo también de quienes como bufones se escondenen entre la multitud, creyendo menos patéticas sus palabras y menos vacías sus más colmadas soledades, paranoias y tristezas. Como si trataran de exagerar la debilidad para engañar al enemigo. Pienso como sumido en un eterno elevador que poco interrumpe el viaje para abrir sus puertas y dejar que salga ese otro que, a sabiendas de mis apnéas taciturnas, no pierde ocasión de hablar, justamente cuando comienzo a perecer.

martes, 23 de agosto de 2005

La Flota

La cosa, cosa es. Pero, las cosas, cuestión complicada. Sea como fuere, se trata de dar orden a lo que llega, a lo que hay, a lo que pasa o existe, a todo aquello que ocurre en esta urdimbre de coincidencias que algunos llaman mundo. Bienvenida sea, pues, cualquier conjetura, cualquier orden, cualquier mentira, comentario o invención; da lo mismo, mañana todo amanecerá desordenado. No vengan luego diciendo que me contradigo ¿Acaso lo que es hoy lo es mañana? No, aunque ya esté comenzando a contradecirme.
La Flota somos todos los que soy. A veces yo, pero siempre otro. ¿Qué importa si a todos nos pasa? Jamás sabré -ni lo sabrán ustedes- quién, de esos que suelo ser, ha decidido escribir esta o aquella cosa. Jamás sabremos si se trata de un monólogo, un dúo o una discusión colectiva dentro de mí; nadie podrá, ninguno puede. En La Flota escribimos; simplemente, escribimos.

lunes, 22 de agosto de 2005

Se desconecta

Se desconecta una vez, nada más una vez. No lo hace todo el tiempo; una, y sólo una vez por día. Después, se le ve un poco taciturno, distraído y sonriente. No habla mucho cuando está desconectado, no dice nada sobre sí mismo, pero escribe con enfermiza pasión, con el desenfreno demente del condenado. A veces se le ve saborear un recuerdo mientras sus trazos se hacen más grandes y menos medidos. Sus ojos lucen pequeños y rojizos, su caminar se hace cauteloso y es poseída su voz por el peso del aire, por la intranquilidad de su alma. Vuelve al papel y su esquizofrénica sensibilidad acelera su mano y frena su templanza; línea tras línea se hace más de nervio su palabra, más de llanto su pasado. A medida que sus letras lo alejan del mundo, llegan los fantasmas a quebrar su silencio con sollozos ahogados, como si el orgullo escondiera la intranquila esperanza que lo atormenta. Poco a poco se conecta nuevamente, sosegado y taciturno a la espera del estupor mañanero, sumido en su letargo y mirando el techo.

El claustro

Contiguo al umbrío respiradero de esta posada, y conectado a él por una pequeña ventana corrediza de aluminio, vivo yo -aunque "vivo" sea un decir-. Un depredador cualquiera, con tribulaciones o sin ellas, podría morir de tedio en este claustro; con la corriente gélida que lo anega; con la congoja tremebunda de cada noche. Empero, aún cuando pusilánime y fútil, entre paredes y techo, una extraña y parasitaria comodidad me conjuga siempre de la misma forma; un oso que inverna en su lóbrega cueva. Cuando llega la mañana, en cuyo sino veo morir mi cordura, se levanta el frenético estupor que la noche ha urdido sin yo darme cuenta. Siento entonces el milagro de la existencia: el fastidio de estar vivo.