domingo, 18 de septiembre de 2005

Un vicio

"El caballero duerme sobre su montura,
y parte como una flecha."
Deleuze y Guattari
El otro, el de siempre, no vino hoy, se quedó seguramente en su casa, viendo comer a sus palomas; al fin y al cabo son aves, me dice, como nosotros, como tú o como yo… como cualquiera: enviamos y recibimos mensajes, volando con ellos de un lado a otro, como palomas; en ellas estamos amigo mío, somos palomas mensajeras.
Se quedó en casa y por el momento no vendrá, aunque cierto es que lo he visto llegar a visitarme a cualquier hora del día o de la noche, así que no sería nada extraño que apareciera más tarde, buscando quizá oírse en nuestras nutridas conversaciones sobre Hesse o sobre María –con que sincero frenesí se arroga tanto amor cuando llega a sus labios y la menciona, la dibuja…la trae-, las de los años, las que evocan –ciertamente odiosas para ambos, pero tan necesarias como cualquiera-; escasas otras, por ejemplo, las de exagerada profundidad o trascendentes hasta el absurdo.
Cuando el otro viene, y salimos, preferimos el acecho del pelícano hambriento que persigue al pez y su huida constante, su escamoteo hacía algún lugar seguro. En ese sentido, quizá sea yo más del agua y no tanto de alas, como él. A ello tal vez se debe el que nuestras conversaciones logren ser tan largas; la sardina tiene, en su fuga continua, todo el océano para despistar a su depredador, empero, sardinas hay muchas.
Muy poco aceptan nuestra invitación a divagar, a inspirar nuestro soporífero letargo con paso lento y tranquilo. No sé realmente cual es la causa del soplo desconfiado que tienen sus excusas y evasiones; será, seguramente, eso mismo que a nosotros nos da la voluntad para emprender la fuga –o la caza, según sea el caso-; el hambre de un actor encerrado y la neurótica huida de un escritor, ambos tan desilusionados del mundo como sinceramente fracasados, buscando en la calle un aroma efímero de libertad -ya que de felicidad no hablan (lo decía ahora, evitamos trascendencias de cierta índole)-, sabiendo que en Medellín salir a caminar la noche por las calles silentes, con el único propósito de hablar, resulta, moral y legalmente, bastante sospechoso; alejaría a cualquiera. No los culpo a fin de cuentas. Un cineasta insensiblemente idealista de veintidós y un periodista un año mayor, con delirios de libertad y ataques existenciales de nostalgia pueril, no parecen ofrecer nada al espíritu de nuestra época. Sin embargo, ¡qué tan caótico se me antoja el mundo cuando, en pleno siglo XXI, cuestiones morales (o prejuicios legales) se interponen entre el hombre y su calle!
Él, el otro, y yo, pensando quizá en nuestro inminente fracaso por parecer un ciudadano de hoy, buscamos el mar en las calles y nos perseguimos con la tranquilidad impasible de quien se siente arrojado a hacer lo que hace por su propio instinto de supervivencia, como la calma de la palma bailándose el huracán. Poco importa que siempre salgamos solos, que recordemos tres palabras de las conversaciones más apasionadas o que sobre nosotros se pinte la señal de Caín; un rato de libertad vale, para un hombre contemporáneo, menos que una ilusión de éxito o felicidad infundada y fantasiosa, pero, para nosotros, la calle es el sustento de nuestras almas.
Así, a la deriva –y sin derivar en nada, obviamente-, flotando sobre nuestros pasos, empujados por nuestro aire libre, colmamos nuestra existencia de más y más calle. En ese sentido, debo confesarlo, se trata de un vicio.

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