martes, 11 de diciembre de 2007

Preñado

Es una mera indigestión eufórica de la medicina. No importa, me siento singularmente bien. Las circunstancias futuras, improbables por demás, están anestesiadas. Por ejemplo, me siento como quien mira los platos justo después de cerrar la llave y acabar de lavarlos. ¿Qué es ese sabor que deja todo lo terminado? Me parece que no se entiende muy bien. Mejor así: si en este instante todo está aparentemente bien ¿cómo está “mañana”? Está bien, porque “mañana” es una idea sencilla de hilvanar con un poco de práctica y comida, como aprender a sumar… Los mañanas, hoy, son todos iguales, como números que se suman al azar, o los juegos geométricos que inventamos después de mucho haber caminado solos. Esto me pone a pensar si la felicidad es un golpe de suerte intempestivo y completamente circunstancial o, conservadas las proporciones, un mañana que se cuela, una suma de ilusión y conformismo.
Sí, pregunte don Javier: ¿y apenas sea medianoche qué? ¿Estaremos metidos en nuestro mañana? En el nuestro no, definitivamente no, sería magia siquiera concebirlo. Los mañanas nos llevan un día de ventaja. Mire, Donja, más nuestro el cuello perfumado de la mujer que recién ha salido del ascensor. Lo que más se ha acercado al futuro es quizá la voluntad, o la fe, lo mismo según mis sumas.
Ahora todo me parece especulación. Un decorado, efímero por demás, y nada digno todavía de llegar hoy a terminarse. Que desconsolada manera de enfrentar el tiempo la que pueden tener unos cuadros arrumados, esperando a que el clavo cumpla su esencial función en el decorado. El cuadro no flota, serio problema para el artista. Le toca enfrentar la pared a martillazos para colgar la pintura de la tía Elma sentada en su luís quince. Más vale que tenga cuidado, pareciera que clavar es un oficio sencillo, pero no, nada lo es. El clavo, para muro, debe ser de acero, suelen ser negros y opacos, en cambio, para madera el clavo es de hierro. Con las brocas parece que funciona de la misma manera y seguro los usuarios de estas herramientas encontrarán otros cuantos símiles. El artista piensa en alguna manera de resolver el horrible problema de martillar o taladrar, es demasiado tarde para hacer ruido. ¿Cómo pego esta cosa? Será inevitable. Podría colgarlos del techo, pero sólo atenuaría el martilleo y me obligaría a cambiar de clavos. En todo caso puede considerarse como un avance en la estrategia contra el ruido.
Después de la euforia, la frustración. Para la digestión una aromática. Medicina y literatura. Crítica y culinaria. Sexo en la cocina, la espalda sobre la piña. Una foto de Klingsor, en cuyo foco un ojo rellena el agujero que una bala ha dejado en un tablón. El triciclo rodando sobre la alfombra, el triciclo rodando sobre el parqué, el triciclo rodando sobre la alfombra… Chávez dice “lacayo”; Uribe alza la mano; Los árbitros ayudan a Nacional. Mejor dicho, el mundo es un horóscopo. Ridículo.

lunes, 3 de diciembre de 2007

En el riel



Por ejemplo esta tarde que estuve viajando en taxi hasta la terminal, me gané quizá unos pesitos, pero no dejé de trabajar por la noche, aunque no sea propiamente trabajar, y no por la escritura sino por lo injustificable dentro de las urgencias que me atosigan. Atosigan. Atosigan.
Llegó a darme risa la manera en que se comportaba cuando contestaba el celular, dos dedos de frente para que no perdás el hilo de las cosas de esta manera tan estúpida. Es mucho lo que tienes por hacer, es necesario que trabajés bastante, que escribás, un libro del putas y que a fin de cuentas te dejés de maricadas en la vida. Eso sí, la bareta no me la toque. Orden en las comidas, orden en el sueño, orden en el trabajo, orden con el dinero. A sus órdenes mi capitán. Sí, don Luis pase, no se quede ahí aguantando el jaramillo que usted es bien pálido y luego se me quema. No doña Luisa, no quiero que me eche cremas en la cara, por favor, no, doña Luisa, no mi amor. Entonces te toca que yo te lo diga por otros medios ya que no me permites decírtelo. Te llamo, no, no te llamo, no te he llamado, seguro te dejé una perdida, es imposible porque no tengo minutos, se me fue la hora, no sé qué pasó, dónde estabas, qué, que dónde estabas, en la calle doña Luisa, por qué no me cree. Mírese al espejo, venga. Está lleno de labial por todos lados. Me choqué con un payaso. Le creo. Le creo. Sí, yo también. Es necesario que escriba algo bien bien-bien-bien bonito. Hasta ahora tengo muchos pedazos sin pegar y quizá mucho más de lo que quisiera porque me gustaría haberlos escrito antes, con más calma. Sin embargo ahora creo que simplemente tengo que cogerle el hilo al tema con lo que estoy viviendo en el día a día, porque o si no, me va a tocar inventar demasiada cosa y quizá me quede algo muy pelle, tengo que hacer algo muy bueno. Seguramente no soy una bestia escritora (nada deslumbrante) y vaya a enfrentarme a un fracaso de grandes proporciones. No, no importa, lo cierto es que estos seis meses han sido de puritico descanso académico. Necesito dejar de hablarme, necesito descomponerme de este delirio en el que me ahoga la soledad. Comienzo a oír algunas cosas, no, no deben ser de arriba, ya no huele a petróleo, ni huele a nada ni me gustan las cosas esas que asustan, y claro, como no me gustan, pues jamás he visto una. Acepto que lo más fantasmal que siento es un leve miedo de que, de existir, se sientan enojados conmigo. Bastaría con que me encañonaran para cambiar de decisión, esclarecer los hechos y matarme de una vez; así que, mi don, y doña, vámonos todos para la mierda que si no nos van a matar aquí mismo. Las deudas están pagas, no te preocupés. Ahora tenemos que estar concentrados, sobretodo yo, porque papá puede extraviarse un tanto si se le deja actuar con trago y sin calma, al menos esa es la tesis de doña Berta, que sin duda le quiere pero que tiene en su hundimiento un motivo para sentirse, al menos, acompañada con el mal de tontos. Y el mal de tontos del que aquí estoy hablando, el mismo que casi me lleva a la verdad mágica del saber contemporáneo (dinero) y me da acceso a la libertad con un aforo gigantesco de decepción divina, sin grasas casi como si fuera una empanada argentina o de vaca, de esas que venden en Ollantaitambo, si en el Perú, porque yo estuve en el Perú. ¿Sí? Qué asco dice la doña, que sueña con Miami, con un último piso y todas esas cosas. Bueno, yo mejor me voy, además ya son las diez y cuarto y me dije que sería la hora a la que acabaría de escribir a modo de primer contacto con el teclado, me sirvió, ya que me quedan segundos, para conseguir pensar escribiendo. Es un ejercicio suave, pero muy falto de coherencia, inmanencia y seguramente con muchísimos errores. Es posible que haya unas cuantas ideas que pueden distribuirse o agruparse para algunos trabajos posteriores… lo siento acaba de decir la muerte que son las 10:15.

domingo, 21 de octubre de 2007

Foto

Desde la esquina norte, lo único que se alcanza a ver de la pensión es el perro, Gaitán, que se mantiene echado al pié de un poste, siempre girando para encontrar la sombra. En cambio, del otro lado, desde la esquina sur, un curasao florecido con colores violetas y rosados adorna el aviso intermitente de neón que durante el día apenas resulta legible. El jardín de la entrada está en desorden frondoso, las escaleras invadidas por las espigas y las yerbas. El sonido invisible de las lagartijas que huyen del camino, pareciera estar a ritmo con la fuente. Un niño de piedra orina sobre una pequeña piscinita que enfría el aire. En el umbral de la entrada, cuyas puertas de roble están plegadas hacia adentro, está esperando de pié, recostada levemente sobre la escoba y esperando a que pase el calor del mediodía para barrer el patio.

viernes, 12 de octubre de 2007

La despedida

Manu-Chao lo dice:

Ya estoy curado Anestesiado Ya me he olvidado de tí...
Hoy me despido De tu ausencia Ya estoy en paz...
Ya no te espero Ya no te llamo ya no me engaño
Hoy te he borrado De mi paciencia
Hoy fui capaz...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Desde aquel día En que te fuisteyo no sabía Que hacer de tí
Ya están domados Mis sentimientos Mejor así...
Hoy me he burlado De la tristeza
Hoy me he librado De tu recuerdo
ya no te extraño
Ya me he arrancado
Ya estoy en paz...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Ya estoy curado Anestesiado Ya me he olvidado...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Ya estoy curado Anestesiado Ya me he olvidado...
Te espero siempre mi amor
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Cada hora, cada día
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Cada minuto que yo viva...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Sé que un día llegarás
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Cada hora, cada día
(se acabó se acabó se acabo se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Cada minuto que yo viva...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
No me olvido y te quiero...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Sé que un día volverás
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)
Te espero siempre mi amor...
(se acabó se acabó se acabó se acabó se acabó)

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Humano; Diástole



La una y treintaisiete, nada puede matarme. No es que esté yo alardeando de mi temeridad, es más, lo considero absolutamente desagradable; quisiera estar muerto hace rato. En medio de mi tercera década de vida y soñando. Soy infantil, un niño bienaventurado, desahuciado para muchos.
Uno, dos, tres, catorce pocillos de tinto y después un tarro de fríjoles en lata, para que no se vaya a descomponer el paciente. Pienso: No dejes que miren que nos miramos, porque no pueden ver la manera en que nos vamos deshaciendo de la tumba, o al menos creemos estarlo haciendo justo cuando la vida determina que ya no más. Ay, que dolores de toda la vida.
La muerte es jodida, saber que el tiempo tiene un final para cada uno, que todos nuestros relojes terminarán parándose y los relojes de los demás seguirán andando segunderísticamente, al son de su tic-tac circular; unas cuantas lomas, un camino repleto de hojas y arañas que quitamos con un palo, enredándonos a veces en las espinas de los zarzos o los días difíciles.
Estamos lejos del mar, por lo menos unos doscientos metros, pero no podemos verlo. Oímos el rugido voluble de las olas del otro lado de cabo, caminamos sin chistar durante muchas horas, durante años y después, pase lo que pase, felices o no, nos morimos. La sangre que se quedó dentro del corazón no tendrá sístole que le saque, se descompondrá allí adentro

jueves, 20 de septiembre de 2007

El parque central

Pasa la primera,
se suspende,
pasa la otra,
hace una pausa,
mira histérica con un rostro
apenas sonriente con el otro.

Pasa la payasita,
halando del cordel
y el camioncito detrás.

Pasa el otro payaso,
más viejo y burlón,
menos pintado,
más profesional,
más suelto;
divertido.

La función de los payasos está por acabar,
ya sólo quedan dos,
los que pedalean monocicletas,
se gritan como inspirados a la pelea.

Siguen siendo cómicos,
payasos.
Se van de la arena,
pedalean persiguiéndose.

Unos cuantos niños,
gritan frenéticos:
—¡Corre,
corre!—;

un poco después,
más niños y hasta madres:
—¡Cójalo,
ladrón,
ladrón!—

jueves, 6 de septiembre de 2007

Home

Dios, ayúdame, ayúdame, ayúdame. Me estoy enloqueciendo; casi parezco esforzándome por perder la razón. ¿Y qué? ¿Para dónde estás llevando esto simplemente por negar de manera tan grosera todo lo que te causa envidia? No, amiguito, la vida no puede ser así y vivir como sedentario. La ciudad no es todavía un lugar prudente para la vida. Regresar al mar no hará mal alguno, es posible que no lo considerés todavía por eso de que “tenemos que estar aquí hasta Julio del próximo año —a no ser que…—“.
Si, lo vi esta tarde desde el Circular. Muchas obras, muchísimo polvo, muchísimo desarrollo. Qué dolor ver mi ciudad de esta manera, después de que nos dolió tanto despedirnos de Ella, al ver ahora que se encuentra exactamente igual. El progreso, al parecer, no es otra cosa que la producción de polvo. Es cierto que suele confeccionarse a manera de muro, o de zanahoria, o de libro, pero casi siempre resulta descabellado intentar mentirse a uno mismo de esa manera, por que el otro que uno se esconde, los otros que miran, los que ya murieron y toda la corte que permanece atenta, no podría verlo de otra manera que como es la verdad. Es que eso que llaman verdades colectivas no es otra cosa que un problema de comunicación que procede de la primera disyunción excluyente que existió jamás.
Esta ciudad es mi amor más grande, el más sincero y recorrido de todos. El más loco, el más furtivo. Hay aquí tantos a quien amo y tantos odios que amo, que me resulta soporífero el solo despertar con los pájaros del patio. Y la ciudad está rugiendo, más que anoche cuando me acosté a dormir y sonaba viva, pero dormida; ruge en la mañana y se deshace el sueño. La ciudad es tan difícil de digerir como dicen que lo es el aguacate. No es que crea yo que la ciudad es veloz, he visto ritmos más frenéticos antes, en Buenos Aires o en Turbo, por ejemplo; lo que ocurre es quizá más parecido a empujar el carrito del mercado como si en ello recayera el sentido de nuestra existencia, como si cada compra, cada cosa, cada baldosa que avanzamos nos llevara inexorablemente a la muerte. Pasearse la ciudad alardeando frente a todos de mi nuevos temores disfrazados de autenticidad, cuando he visto lo que he visto, sin ser mucho, no me causa otra cosa que vergüenza. Y no he de culpar a nadie (amo a más de los que no, en esta masa de los que conozco tan pocos), pero sí he de empujarlos en mi carrito de compras; empujar lo que de mi existencia recae sobre ellos con tantos afectos y tantos apegos.
Los amarillos no tienen por qué ser similares, de hecho “similares” es un término que puede parecer muy sesgado por la razón, que tiene el mismo problema que hace algunos años se le atribuía a la moral. Cada vez la razón, o la concepción de la razón, o mejor, la posición argumentativa que toma la razón frente a lo irracional es de un racista subido. Esa exclusión enfermiza de todo lo que signifique asociación libre, sin que por ello exista la necesidad de encontrar la lógica de dichas conexiones, tratando de deshacerse del olvido, único remedio para la existencia, produce más asco que conocimiento. Muchas veces he leído metáforas que emparentan las cicatrices con el olvido, sigámoslas; El desangramiento no existe si existe el olvido, los dolores del cuerpo están ahí y luego se pasan, los del alma no se pasan, se olvidan.
El 12 de agosto, durante una discusión, el pobre Werther le dice a Alberto: «La naturaleza humana tiene límites; puede soportar la alegría, el pesar, los dolores hasta cierto grado; pero sucumbe en cuanto éste se excede. No se trata aquí de ser fuerte ni débil, sino de si el individuo puede soportar la medida de su sufrimiento, ya sea moral o físico.» Qué haríamos sin olvido cuando el espíritu se turba, al punto de ser confundido con la fiebre o el cólera. La paciencia es un precio muy alto, porque contiene la esperanza, y es justamente ésta el germen de todos los males. Claro que hay otras circunstancias que bien pueden contribuir a que el olvido sea más o menos corto. Los limpios de espíritu, por ejemplo, demoran mucho en superar las contrariedades morales, no cicatrizan y sufren por siempre. No son los únicos, los existencialistas también sufren todo el tiempo, sufren el tiempo que nos va desexistiendo a todos con su cínica crueldad, su paciencia desoladora, su tic-tac de guillotina; la muerte pendular e inexorable. Aunque muchos lo disfruten, y otros no lo noten, todos sufrimos empujando nuestra existencia, nuestro carrito de compras, nuestro “haga clic aquí”, jamás allá. ¿Seremos capaces de soportar la medida de nuestro sufrimiento? Yo sí. Es casi divertido.

jueves, 30 de agosto de 2007

SIMÓN CARVAJAL

En los campos de Antelo,
hacia el noventa mi padre lo trató.
Quizá cambiaron unas parcas palabras olvidadas.
No recordaba de él sino una cosa:
el dorso de la oscura mano izquierda cruzado de zarpazos.
En la estancia cada uno cumplía su destino:
éste era domador, tropero el otro,
aquél tiraba como nadie el lazo
y Simón Carvajal era el tigrero.
Si un tigre depredaba las majadas
o lo oían bramar en la tiniebla,
Carvajal lo rastreaba por el monte.
Iba con el cuchillo y con los perros.
Al fin daba con él en la espesura.
Azuzaba a los perros.
La amarilla fiera se abalanzaba sobre el hombre
que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
que era escudo y señuelo.
El blanco vientre quedaba expuesto.
El animal sentía que el acero le entraba hasta la muerte.
El duelo era fatal y era infinito.
Siempre estaba matando al mismo tigre inmortal.
No te asombre demasiado su destino.
Es el tuyo y es el mío,
salvo que nuestro tigre tiene formas que cambian sin parar.
Se llama el odio,
el amor, el azar, cada momento.

Jorge Luis Borges

lunes, 27 de agosto de 2007

Gerardo

Tiene una barba corta y muy bien cuidada, rubia como sus cejas. Es de tez blanca, nariz grande, labios uniformes y gruesos, siempre quemados por el sol o el frío. Sus ojos oscuros son pequeños, pequeña su frente y largo el pelo, desde la primaria hasta la mitad de la espalda. Es gordito, no mucho. Bonachón, ingeniero sin consumar. Dedicado a estudiar el pasado de la ciudad y del país. De todos era el que menos tiempo perdía, no tenía un solo minuto de ocio y su vida transcurría sin la menor rebelión contra nada, le era absolutamente falto de importancia todo acontecer político. Jamás votó, jamás tuvo una discusión de carácter ideológico ni religioso pese a que ha estudiado tanto los modelos económicos y sociales que se han inventado hasta ahora. No cree que la economía sea una ciencia, tampoco a veces una disciplina, es, para él, la conciencia colectiva de nuestro tiempo; la forma contemporánea de razonar para escoger el mejor camino. También cree que esto cambiará, porque de tanto leer la historia ha notado que todo cambia, que sólo hace falta tiempo y que no hay que hacer ningún esfuerzo para que el reloj continúe comiéndose las horas de nuestra vida y la de todos.

Dice que el tiempo no está dando vida, sino muerte. "...porque la vida es fugaz. El tiempo junta partículas sin vida para darles vida, pero no es esto otra cosa que un gran engaño, porque la vida es la muerte que llega de a poco a tocarnos los hombros un día y a decirnos que hemos estado en lo cierto, o equivocados, durante todo este tiempo. Bastaría con estar vivo para que la vida deje de existir y sólo esté la muerte rondando la cama, las sillas, la televisión y todo.
Una roca no muere, pero si muere una zanahoria. La roca se destruye, pero se sabe que es solo una manera de hablar. Si a una zanahoria se le destruye, no cabe la menor duda de que habrá muerto, en cambio, la roca no muere si se le destruye, porque simplemente no se le considera viva.
"La roca también muere, muere igual que la zanahoria en tanto que deja de ser roca o zanahoria para convertirse en cualquier otra cosa, cemento o jugo, por ejemplo. No es sólo necesario estar vivo para morir, es fácil comprender que es necesario también que el tiempo pase. Y siempre pasa.
"Un pastel de zanahoria o un muro de hormigón son devenires de la muerte, más incluso que maneras de existir".

sábado, 25 de agosto de 2007

Sóloyo

A dúo con Mónica

Sólo yo. Solo. Solamente yo. Pero también yo, y yo y e-yos. Soledad en todo caso. Y mientras más solo, más sólo yo y más yo con yo. Yo con cabezas de diablo. No sólo cabezas de diablo, también yo, solo. Mi amigo Solo es yo, sólo yo. En cambio mi hermano Sóloyo, quizá por su vanidad, cree que es más yo que yo: ¿Quién lo creyera?

Sólo yo lo creo. Nadie más. Los muchos yo, y e-yos se mantienen al margen cuando sólo tengo cuatro paredes para vivir. Sólo cuatro, y un hombre solo metido en una cama sin patas, sin cobija, es más, sin cama. Las paredes están blancas, lánguidas, acompañadas sólo por un marca de soledad, de ese hombre solo, del recuerdo de ese hombre vanidoso que mantiene sus ojos sólo en un hombre solo, que aspira un yo en medio de yo y yo y e-yos, de todos e-yos, de esos e-yos perdidos. Está sólo él, solo, él sólo, solo, solísimo.

— Tú. Míyo. ¿Me oyes?
— …
— Y tú, Sóloyo. ¿Estás ahí?
—…
—Solo. ¿Tú? ¿Tampoco?
— …
—Sólo estoy yo, solo. Mi yo. ¿No me estarán tomando el pelo?
—…
—Estoy comenzando a asustarme. Sóloyo. Míyo. Solo. Yo. ¿Están ahí?
—No, están solo e-yos.
—Tambien estoy yo.
—Por eso.
—Tienes razón.
—Eso si que no; Razón si no está.
—¿Y e-yos?
—Aquí están todos: Sóloyo, Míyo, Solo y Yo. Los demás estan dormidos.
—Gracias a Dios.

Muy dormidos. Sólo ellos podrían desquitarse, desquiciarse, des-amarme. Sólo ellos podrían cambiar un poco de este hombre solo, de éste yo con yo y con e-yos. Somos sólo los que estamos, por fortuna, y no se necesita más. La locura está hecha. La confusión está hecha. La muerte está casi lista, pero no está, no aún. Sólo somos nosotros, un hombre solo, y un montón de e-yos con nombre, con hombre, con todo. Sóloyo, Míyo y Yo. Es suficiente. Las paredes tampoco están, sólo de vez en cuando, cuando el hombre solo, y su yo y yo, así lo dicen.

Ustedes comprenderán. Yo no tengo ninguna responsabilidad de lo que pasa aquí adentro. Ustedes lo ven, eso se nota; ora en un yo que se abre a la literatura ora un imbécil, pero nunca sólo yo. No faltaba más. Múltiple, heterodoxo, intrínseco, verbo: yo. La cosa, que es otra cosa, el yo que es yo. En fin, me llamo Yotro, no me confundan con la gentuza.

Así es, sólo así. No miren a ningún lugar, ni piensen más. Es así y punto. No más. Las cosas pasan y e-yos las hacen, y yo sólo, solo, pongo mi cara al mundo, para que ustedes, ellos, tengan algo que hablar. No me confundan. La gentuza es la gentuza, allá ella y su soledad y sus cosas, y su gentuza, al fin y al cabo. Yo soy Yotro, y muchos, y sólo yo, y yo solo. Así que no hay nada que decir. Es así. Punto final. Y recomienzo. Yo, otra vez, haciendo de yo, o de Míyo. «¿Están ahí?». Tic: yo. Tac: Yotro. «¿Dónde se han metido?». Tic: Míyo. Tac: … «¡Salgan!». «Me asusto». Tic: … Tac:…Punto. Y recomienzo: yo…

jueves, 23 de agosto de 2007

Vómito



Un vómito asqueroso que no quiere estar destinado a morir en una calle reservada a las buenas costumbres. Al vómito éste, comida del almuerzo, poco le hubiese importado morir en plena zona rosa si no fuera por que hay tantas personas mirando y gritándole por haber vomitado en el lugar que no era. Le hubiese gustado morir más tranquilo, deshecho en la borrachera y llenar la boca con el sabor fuerte y la sensación de haber tragado brasas, o cristales.
Ahí está la parte más dura de parir un vómito, no cabe la menor duda; se trata de algo que vive y que se había vuelto parte de mí. Ahora no quiero pensar en ello, pero me pregunto de qué manera puede llegar un vómito a decidir dónde y cuándo ver la luz. Iba a convertirse en mierda y orines, como todo lo que va a dar al estómago, pero prefirió soñar con nacer por la boca, quiso ser hablado, y bueno, terminó siendo un vómito hecho y derecho.
He pensado en mandarlo a la guardería, para que conozca otros de su naturaleza, pero creo que no es muy buena idea y preferiría educarlo yo mismo. Sí, autodidacta. Bastaría entonces con que le llevase algún libro de economía para que lo leyera. Es un vómito, todo lo entenderá porque todo lo tiene. Sería mi vómito intelectual, un asquito reconsiderado en el fondo de mi estómago y sacado de sí mediante procedimientos literariamente incompetentes.

El deseo de mi vómito consiste en regresar al estómago, que fue su casa materna; no podrá, porque terminará en el estómago de otros que vienen aquí para comer vómitos: Pasta de tomate, queso mozzarella y pedazos de hojas de albahaca envueltos en un película de ginebra y bilis. También tiene trocitos de aceituna, un recuerdo en una lancha y veinte besos antes de las buenas noches. El vómito éste, hijo mío por derecho propio, aunque no le daré jamás mi apellido (yo sólo soy su madre), contiene restos de rabia, de dolores, de heridas y una mazorca desgranada -lo que se llama una tusa-.

Ha salido todo juntico, oliendo a vómito. Un parto por la boca, un parto desde el estómago. Pensé que nacería muerto, o que sería pura bilis. Siempre hacía rato que no comía. Pero nó, nació sano y lloró al primer golpe con el suelo. Es una niña vómito y tiene, gracias a Dios, todas las partes en su lugar.

martes, 21 de agosto de 2007

¿Personaje o Actriz?

Señora, Señora. ¿No es usted la de la televisión? Sí, esa, la que aparece en el programa de las recetas. La verdad, yo siempre he deseado decirle algo a usted y es que es una vieja zorra, me quitó a mi marido y no voy a permitirle que entre en mi humilde lavandería. Aquí lavamos ropa y la lavamos en casa. Así que usted, ladrona de hombres, mentirosa, plástica, burdelera de lujo, prepago y zorra, sobretodo zorra, lárguese de aquí si no quiere que le eche los perros. Le advierto que son bravos. Ayer nomás se comieron medio niño de la vecina, el otro medio lo metieron en su casita y doña Fermina no se ha atrevido a reclamarlo. Váyase, le advierto. Váyase, que de verla me va a dar un patatús. ¿Qué? ¿Qué usted no es? No me crea tan estúpida, doctorcita. Que le he lavado la ropa a mujeres con más alta alcurnia que la suya. No venga a decirme que no es usted. Vea, vea, vea esa silicona que se le monta en el cuello y casi la ahoga, esos pezones bizcos, esa boca brillante y esa mirada de zorra. ¿Cómo no va a ser usted? Se le ve a leguas que se cree de clase, como si no se supiera que se ha acostado con todo el mundo. Hasta dicen que hay por ahí unas fotos suyas haciendo cochinadas con un futbolista de los pobres. No mija, a mí si no me engaña. Oiga como ladran los perros, oiga. Váyase mejor que ya le empiezo a coger cariño de verle esa cara de susto. Cobarde. Zorra cobarde. Nada de «pero señora…», usted es y punto. Ahora mismo traigo los perros, ahora mismo. ¡Angelitaaaaa! ¿No se ha ido? Será que la dejo hablar. No, me la oye Ángel y ahí mismo sale, póngale la firma. Es que se le reconoce de lejos mijita. No venga a estas casa de bien, aquí no le lavamos la ropa a gente como usted, por loba, por famosa, por envidia. ¡Angelitaaaaaa, traé los perros!

miércoles, 15 de agosto de 2007

Arrumen de carne

Yo estaba ahí cuando la señora se tiró. Ahí, sentado justo sobre esa piedra. Yo oí el golpe y el crujir de los huesos. No, no sé de qué piso se tiró. A ló mejor es que estaba triste, qué se yo. Ahora, sea lo que sea que estuviese buscando en el suelo, lo único cierto es que no tendrá más oportunidades de buscar. Así que si no lo encontró, bien jodida. ¿Qué sería? De pronto la dejó el esposo. Eso es fácil de pensar. Aún cuando realmente hubiera sido así, la mujer y su tristeza, esa mujer quiero decir, no son algo que puedo comprender. Ni siquiera logro asimilar mi error al decirle mujer. Quizá debiera pensar algo como “montón de huesos” o “arrumen de carne”. Se suicidó por un problema en el trabajo, ahora es un arrumen de carne sobre la entrada del edificio; suena bien para periódico amarillo. Qué triste se van a poner sus familiares. Quizá ni los tenga. Se suicidó porque no tiene familia. Obvio. No, nadie se suicida por eso, o sí, yo no sé nada de suicidios. Hubiera preferido que se cayera un árbol, seguramente ahora estaría pensando mejores cosas. En cambio el amasijo ese, que ahora estaría ahogándose sumergida en el gentío agolpado a su alrededor, la cosa esa que chorrea sangre, me tiene medio intranquilo. ¿Qué pasará con sus muebles? ¿Se quedará su esposo con ellos? Pero si no tiene esposo, qué idiota. Familia tampoco. Como fue un problema de trabajo, a lo mejor era pobre y se suicidó porque se deprimía viendo vacía su casa. En el entierro va a llorar solamente el portero. En el trabajo nadie. Y cómo, si era una vieja amargada que no hacía sino quejarse de su soledad. Si al menos hubiera tenido una silla para sentarse cuando llegó del trabajo esta tarde, aturdida todavía por el grito de su jefa que la había despedido humillándola, frente a sus compañeras de oficina, estoy seguro de que estaría en el balcón, sentada y fumándose un cigarrillo. Pensaría en reconstruir su vida comenzando desde abajo. Conseguiría un trabajo nuevo, en un lugar donde la respetaran y la valoraran. Podría recibir lecciones de inglés y mudarse para los Estados Unidos donde su compañera del colegio. Luego conseguiría un esposo de clase media y quizá adoptaría un niño colombiano. Fumaría en calma. Triste y desconsolada, pero en calma. Luego bajaría a buscar una hamburguesa o un trozo de pizza barato, gaseosa y quizá una botella de aguardiente para sentir en la resaca que es libre y hace lo que quiere. Regresaría a casa con la idea de comprar un gato para estar acompañada en los momentos más difíciles. Con cada copa de aguardiente que bebiera, iría olvidándose de una pena. Acabada la botella no serían muchas las heridas de su alma. Se volvería a sentar en su silla del balcón a fumar otro cigarrillo y colmaría su corazón la tranquilidad, la calma, la inocencia y el perdón. Tendría tan libre su cuerpo, tan limpio su espíritú castigado por la soledad y la pobreza, que se levantaría victoriosa y se tiraría por el balcón. Da lo mismo: un montón de huesos, un arrumen de carne…»

martes, 14 de agosto de 2007

El reflejo de afuera


Este asqueroso estilo, que no domino en lo más mínimo, no me deja escribir. Pero, ¿será verdaderamente el estilo lo que no me deja escribir un poco más? No, soy yo. Pero qué parte de yo. Soy tantos que se torna difícil saberlo. Pura y tonta vanidad, estoy seguro.

Uno se mira al espejo muy tranquilo, hace su mejor cara y termina por convencerse de que, en efecto, uno está presentable. No quiere decir que siempre se logre el anhelado fin.
Véase de esta manera: si uno se acerca a un espejo que no es el de la casa, o mejor, si se encuentra uno de pura casualidad mientras camina por la calle, por ejemplo, su propio reflejo en los vídrios polarizados del edificio del banco, no tiene tiempo de hacer su mejor cara, sino que le toca decidir si está o no bonito en cuestión de segundos, quizá menos.
Supongamos que ahora mismo le está ocurriendo tal cosa, usted notará que debido al poco tiempo que pudo pasar frente a su imagen no ha logrado convencerse de estar presentable. Tampoco quiere decir que se ha convencido de lo contrario, pero digamos que es más completo el sentirse cómodo, ya que hay muchísimos matices para no sentirse bien. Un mechón incontrolable, un grano en la frente, una mancha en la camisa, algo en la forma de andar que no corresponde a lo que yo soy, o a la manera de caminar que yo pienso que se corresponde conmigo en este mismo instante; cualquier cosa me hace sentir incómodo y sólo la reunión perfecta de todos los detalles logra la plenitud de la buena presentación, por lo menos frente al espejo.


Imagínese llegar a la oficina del que da las órdenes sin haber salido conforme con la imagen suya que le devolvió el espejo del ascensor. ¿Cómo mostrar esa cara asquerosa que no logró componer pasando las manos por el pelo? En mi caso no es mucho el pelo ni muchos los jefes que tengo, pero a veces hasta la nariz se despeina; las pestañas, los ojos, el cuello, uno mismo es un desastre enmarañado. No basta con ir a la peluquería, ni con afeitarse. Nada es garantía de que uno se sentirá bien cuando se siente su mujer en el puesto del copiloto. Será necesario cerciorarse de ello cada tantos minutos en el retrovisor, pasar los dedos por el copete, rascarse el grano de la frente, quitarse los restos de comida de los dientes o los mocos de la nariz. No es nada fácil salir a la calle o acostarse a dormir si antes no se logra estar cómodo dentro de esta cosa.

domingo, 12 de agosto de 2007

Cuarto de Siglo

Yo sabía que esto iba a ocurrir. Desde que me levanté con la certeza de que sería 12 de agosto hasta las 12 de la noche, tuve la horrible certidumbre de que esto ocurriría.

2037 años cumplió la muerte de Cleopatra, la última reina de Egipto. Quizá era ella una de esas estrellas de la lluvia que anunciaron hoy en televisión. Siempre ocurren estas cosas en este día. De hecho, esto que pasó hoy también ha pasado antes. Podría aventurarme a decir que desde mi primera bicicleta, que habría cumplido 17 años de no ser por un ratero infeliz, los días 12 de agosto han sido similares. Por eso es por lo que sabía que hoy iba a ocurrir esto. Y ocurrió.

Cinco llamadas telefónicas: Ligia, Candela, mi hermano y su madre, una de mis tías y un número equivocado —¡Qué asquerosa broma del azar para este día!—. Un mensaje de texto: papá, que seguro no tiene minutos. Un e-mail: Laura Palmieri, la mujer chapina que tanto desearía visitar. Algunos mensajes en la cajita verde de este —dizque— lugar. Ocho ventanas de conversación en “El Mess-ías”: mis amigos (no todos).

Dios, que sabe cualquier cosa que no sea compleja, sabe, por ejemplo, que agradezco cada palabra escrita o hablada (o incluso no dicha) que sirva para hacerme compañía. Hoy, lo supe desde un principio, esto era lo que tenía que pasar: nada, excepto, claro está, que hubo Luna Nueva (esto quiere decir que no hubo luna).

Sólo un regalo: el perdón, tu voz y el sonido telefónico de un beso que reestablece la esperanza y que le da un poco de vida a este primer cuarto de siglo. Que no es mucho a decir verdad, pero que sí es mucho.

Carmenza Patiño

No un espectro propiamente, sólo un tipo olvidado

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— Es una lástima que se haya muerto. Piedras no era una buena persona, pero quería a mucha gente y su afecto era retribuído.

Esta última frase había terminado de aplastar a Arturo. Comprendió que lo reconocía solamente en sus recuerdos y que más valía renunciar de una vez a la idea de hacerle creer que se trataba de él; que el muerto del que hablaba, ahora estaba del otro lado del mantel rojo, recordando las noches que pasó con ella en las playas del Golfo o en algún pueblo.

No aguantó más la horrible sensación de ser desconocido. Se levantó y se despidió con un gesto que Carmenza interpretó como una falta de respeto, luego se puso la chaqueta y se echó al hombro la mochila. Una vez en la puerta, en parte arrepentido por no haber esperado a que escampara, decidió echarse a la calle sin importarle que todo su equipaje se mojara antes de llegar a la casa de su padre.

No había llegado a la esquina de la avenida Jardín con la Nutibara cuando dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al Café Bolsón. Al llegar tocó la puerta de vidrio, Carmenza lo miró desde el otro lado de la barra y, con un aire de suficiencia que no dominaba del todo, trató de disimular su sorpresa. Le abrió la puerta sin invitarlo a entrar.

— Venís a pedirme disculpas, espero —dijo con un tono juguetón que no insinuaba nada.
— Sí, Carmenza. Yo te pido disculpas y vos me das un café que aquí afuera me voy a congelar.
— Sos igualito a un novio que tuve. No había terminado de pasar el cerrojo cuando tocaba otra vez el timbre. Pobrecito.

Carmenza era simple, parca, pero capaz de un afecto inmenso y sobre todo, así la recordaba Arturo, ambiciosa. «Le gustaba la gente de dinero, el mundo de la gente de dinero, las cosas de la gente con dinero…», pensaba Arturo al tiempo que recordaba las interminables discusiones con aquella mujer envejecida a la que jamás le reconoció ningún talento.
Calentó un par de pocillos de café en el microondas y luego los puso sobre unos platos pequeños y amarillos como una rodaja de piña.

— ¿Cuántas de azúcar? —Preguntó Carmenza.
— Amargo, por favor.

Carmenza terminó de servir el café y lo llevó a la misma mesa donde estaban sentados antes de que Arturo se fuera sin explicación.

El café había vuelto a quedar en silencio. La chimenea tenía solo unas brasas moribundas y las únicas luces encendidas que quedaban eran las de la barra. Los vasos, las copas de cóctel y las botellas sin abrir se multiplicaban en las paredes cubiertas de espejos. También Arturo y Carmenza se multiplicaban hasta el infinito y se reflejaban en la ventana, como espectros de otro tiempo, transparentando la lluvia, el otro lado de la avenida, los recuerdos anónimos del par de desconocidos.

— Y vos, ¿tenés un nombre? —Preguntó Carmenza.
— No sé, la verdad —respondió Arturo sin saber si estaba siendo sincero—, en otro tiempo tuve uno. Creo que me llamaba Arturo, como tu amigo. Pero preferiría que me llamaras de alguna otra manera.
— ¿Qué te creés? ¿Un fantasma?

Arturo buscaba un nombre para satisfacer la curiosidad de Carmenza. «Tiene que ser un nombre adecuado», pensó. «Juan Camilo, Diego, Nicolás, Sebastián, Jorge Mario, Pablo, César. Dios mío, esto tiene que ser más fácil».

— Decime tu nombre de una vez y dejate de bobadas. Igual, no hay ningún problema si te llamás Arturo.

«Andrés, Estéban, Santiago, Enrique…»

— Me llamo Marco Antonio. Marcoá me dicen.
— Marco Antonio se llamaba mi abuelito. Murió el día de los inocentes. Fumaba como una bestia y un enfisema lo mató antes de que naciera yo. Mi papá se enloqueció después de eso y se volvió cristiano. ¿Vos sos cristiano?
— No, pero también enloquecí el día que mi padre murió.

viernes, 10 de agosto de 2007

Te quiero


Fragmento de "Cien sonetos de amor"

No te quiero sino porque te quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuando no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.
.
Te quiero sólo porque a ti te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.
.
Tal vez consumirá la luz de enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.
.
En esta historia sólo yo me muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.
...
Pablo Neruda

martes, 7 de agosto de 2007

Ni de carne ni de hueso



Podría comenzar a escribir, por ejemplo, copiando la primera página de algún libro. A lo mejor tal cosa provea de sentido a esto que soy antes de enloquecer del todo. No, no servirá de nada porque mi pudor es más violento que mi voluntad. No daría resultado, dadas las circunstancias, a causa de una enorme falta de amor propio que no quiere seguir conviviendo con una enorme vanidad.
No deseo morirme por mi cuenta, sería demasiado fácil incluso para un pobre mediocre como yo. Desearía, más bien, desaparecer, volver a mis viajes siendo realmente otro, con otro nombre y otra cara, con una historia menos vengonzosa.

Hasta la mirada del más torpe me da vergüenza. No siento orgullo de nada y me duelen las dos vértebras de siempre.¿Qué será lo que tanto me avergüenza de mí? No tengo una buena respuesta. A lo mejor es que no logro domar tantos demonios que tengo adentro. No es fácil vivir sin algo que te impulse, menos fácil aún, permitir que el impulso esté en el pasado. Y eso que muchas veces me he tomado en serio a mí mismo gracias a una reminiscencia, pero al final termino por avergonzarme y salir corriendo.

Hasta en mi cama, de madrugada, El Inútil se mete entre mis cobijas, me despierta y se ríe de mí. ¿Será la depresión? No, es el mundo. Nadie se armó de sinceridad y le dijo al pequeño Arturo Piedras que después de dos años sin hablar, dedicados únicamente a escribirle una carta a su difunto padre, había perdido el tiempo; que no tenía talento para escribir cartas y que quizá debería dedicarse a las oficinas.

Sigo escribiendo cartas, aunque no he vuelto a callar. Pobre de mí; 28 años después ni siquiera he podido hacer silencio un par de horas y escribir algo como Dios manda.

La única persona que me reconoce me tiene por un pobre imbécil. No la culpo por tener un buen ojo. Es cierto que soy un imbécil, tan cierto como que muero de pánico con la posibilidad de que Malala no me reconozca como Arturo Piedras y tenga que inventar algo para que me reciba en su casa.
Le ruego a la vida por una muerte más carnal que ésta, una de verdad. «No jugués conmigo, yo no quiero negociar, siempre pierdo», le digo. Ahora ni siquiera puedo perderme yo, porque no existo. Soy como un alma en pena que prefiere el infierno a la incertidumbre.

Pasé temprano por el parque Laureles y vi que unos taxistas jugaban ajedrez. Junto a ellos estaba mi vecina, Ana María, seguramente esperando a que su padre terminara el turno. Me acerqué, la saludé, no me reconoció.

Por la tarde, en la tienda de la esquina, pese a que la llamé por su nombre y le pregunté por su esposo, doña Rosmira tampoco me reconoció. Me sostuvo una mirada desconfiada y me supe desconocido. Salí conteniendo el llanto por algo que ignoraba y sin embargo me decía a mí mismo, sin saber por qué, que todo aquello era merecido.

¿Por qué motivo yo, que he construido mi vida solo, a fuerza de tantas vergüenzas y desventuras, habría de merecer un castigo tan horrible como el de ser olvidado? Me adulo aún sin amor propio. Esto es casi tan sucio como quitarse la vida. En cierto modo, quitarse la vida puede ser tan limpio y puro como venir a ella; una simple esperanza ¿Dónde estará la esperanza renovada de ayer? Como todo lo de ayer: desaparecido.

Como es domingo, no voy a buscar trabajo. Un escritor de cartas, por dudoso que sea su talento, merece también descansar de su frustración. Lo más seguro es que no consiga trabajo escribiendo. Da igual, ¿qué vergüenza podría sentir un mendigo cuya vida ha sido siempre su propio obstáculo? Podría pedir limosna, pero ¿será lo suficientemente pobre esta ciudad para darme una moneda? Sin duda.

Hoy he tenido tiempo de salir a caminar y recordar la ciudad tal y como la dejé hace doce años. Los árboles que estaban a lado y lado de la 33 han desaparecido, los nombres de algunos bancos no son los mismos, otros han cambiado de colores sus avisos luminosos. No se cagan en la cabeza marmórea de Simón Bolívar las palomas del parque de Belén, simplemente porque no están.

Me llamó la atención que la calle Recife ya no esté sellada, y el enorme laurel donde el anacoreta y yo construimos en seis días una casa de madera seguramente ha sido quemado en las chimeneas de la ciudad.

Hace doce años, los edificios en Medellín no tenían chimeneas. A la ciudad la llamaban La eterna Primavera, el clima insípido había sido exaltado con el apelativo de primavera, y quizá lo era, pero jamás eterna, porque hoy por hoy hace tanto frío como en la capital.

Estando yo en Guatemala, había oído en la radio que no sé qué fenómeno había traído la nieve a Medellín. Mala suerte la mía no haber estado aquí. El frío con nieve está justificado por su simple belleza. Quizá el hielo haya cubierto también la memoria de la ciudad y por eso nadie me reconoce.

Almorcé una hamburguesa en San Juan. Caminé hasta el cruce de los supermercados y compré una botella de vino, luego regresé a casa y seguí escribiéndole mi carta a Virgilio.

He dedicado muchas horas a escribirle a los muertos. Son, a fin de cuentas, los únicos que no se impacientan. Además es necesario decirlo todo de una vez porque lo más seguro es que no respondan. A causa de estos motivos he ido perfeccionando, creo, mi manera de hablar con los muertos. Hablo con ellos, les cuento cosas, pero evito en la medida de lo posible hablar de otros difuntos.

Volví a salir. Se me había acabado el vino y no tenía nada que contarle a Virgilio en mi carta. Subí al cerro para ver la llegada de la noche con cuarto menguante. En el camino de regreso me cogió un aguacero faltando todavía un buen tramo para llegar a casa. Me metí a escamparme en el café Bolsón. Yo conocía aquel lugar con otro nombre que ya no recuerdo, pero seguía teniendo la misma disposición, excepto la chimenea, incrustada de alguna manera, durante la época del frío, en una esquina junto a la barra. Pedí una cerveza sin mirar a la camarera, cuando me la llevó a la mesa, mirándola a los ojos para darle las gracias, la reconocí de inmediato: era Carmenza Patiño, pero no me reconoció.

Tengo la horrible certidumbre de ser un algo transparente, atravesado por la lluvia y el asfalto brillante, como el reflejo de mi cuerpo en la ventana. Ni Lucero ni Carmenza ni Martina ni el anacoreta ni Antonio ni nadie; todos me recuerdan pero ninguno me reconoce. Hasta encuentro insolentes las palabras que me juzgan por haber olvidado y las que me señalan como un hombre que lloró fingidamente al despedirse. ¿Con qué derecho me dicen cruel, mentiroso, olvidadizo y hombre sin corazón? No he sido bueno, por decirlo de alguna manera, con muchísimas personas y en muchísimas situaciones, pero no me cabe la menor duda de que cada lágrima fue impulsada por el dolor inefable de haber perdido casi todos mis sueños con un simple giro de la vida. No he culpado a nadie por ello. La vida es así, la mía es así. La ofrezco siempre completa, sin escarmiento y sin dejar de ser soñador, iluso, terco; la ofrezco completa y la pierdo completa.

Un día, una jefa que tuve me preguntó si en aquel vientre deseaba yo engendrar mis hijos. Le dije que sí al tiempo que le acariciaba con todo mi amor, convencido de que así sería. Ahora ese vientre es de otro, no engendrará mis hijos. Han pasado muchísimos días y me he vuelto estéril para el vientre de esta camarera que me atiende sin reconocerme. Y como duele tanto no ser nadie para nadie, como duele tanto no compartir un vientre, un vida, un corazón, a cualquiera se le hace más fácil olvidar. Yo, en cambio, no olvido. Las esperanzas inútiles son una mancha de aceite en este tejido que es mi existencia.

No, no he olvidado nada de nadie. Es más, en mi soledad dulzona, lloro sin fingir por los futuros que no serán y el vientre que no me hará padre; lloro desesperadamente por no suplicar.

Pobre de mí, Arturo Piedras. Las heridas, los dolores y la gran cantidad de abandonos que me han llevado a mirar el vacío desde el piso 14 y rogar, a cuanto dios visita mi cama, por el regreso de quienes han extraviado su amor por mí, resultan ser actuaciones de cinco pesos. No los culpo. Si para ellos mis llantos han sido una pantomima, mejor será que ninguno me reconozca. Pobre Arturo Piedras, pobre de mí.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Mis manos




Un escritor nada deslumbrante, se despide de un personaje nada deslumbrante:
Estos dedos que no te dejan repirar están adoloridos y sé, perfectamente, que no te importa. Me duelen porque en ellos tenía el corazón con el que te amaba, porque eran ellos quienes te amaban cuando te escribían. El amor de mis dedos, el de mis manos y mis muñecas, era capaz de traer a mi lado mucho de lo que no existe. Mis palabras, que salen de las yemas de los dedos con algo que los sordos llaman cinismo, están adoloridas también. Eso tampoco te importa. No te culpo.

Mis manos matarían si sirvieran para matar, acariciarían si tuvieran un cuerpo propio, serían capaz incluso de recordar, pero están entristecidas y no quieren hacer nada. No te importa esto tampoco, porque vos no comprendés un amor que ama con las manos para ser amado con los oído.

El fuego era solo un fósforo mirado de cerquita, el rojo era castaño, el blanco era de mármol. Tu cuerpo, que mis falanges recuerdan casi de memoria, no fue de mi cuerpo. ¿No sudaste? ¿No fue cierto? Tendré que creer que mis manos te inventaron y ahora no te olvidan. Olvidás fácil.

Mis manos y todo mi cuerpo han sido entregados muchas veces sin amor y casi con hastío. Sin embargo, conservan la certidumbre de no haber usado guantes para tocarte o escribirte —valga la redundancia—. Ahora que has descubierto que no estabas, me pregunto: ¿con quién estaba yo? ¿Quién fue grosero esta vez? ¿Es por causa de mi voz sensiblera que destruyes cuanto recuerdo se te cruza, tratando de culpar a mis manos sólo porque te escribieron sobre la superficie inagotable del suelo? Tengo un recuerdo, nítido y hermoso, que no podés destruir aunque yo mismo desearía olvidarlo. Nada deslumbrante son mis palabras; nada deslumbrante fuiste vos.

Me equivoqué, estuve yo solo. Vos deseaste morir, yo escogí irme. Podría decirte que ya no escribo la misma historia, que mis manos adoloridas ahora hablan sin fantasear y sin inventar futuros, pero basta, esto no te importa y a mí me duelen las manos para enterrarte.

domingo, 29 de julio de 2007

El sermón de las 3:30am



Dios, la única existencia inútil, se metió anoche en la cama de Arturo Piedras y comenzó a hablarle después de despertarlo sin ninguna precaución ni delicadeza. No era una luz sobrenatural, tampoco era un tipo con barba y pelo largo, era sólo una voz rasgada que a Arturo le hizo imaginar un viejo decrépito y agonizante. No obstante, pese a la poco convincente que resultaba su horrible voz, las palabras se le hacían certeras, y como había luna llena, en las pausas del aperezado omnipotente el pobre Arturo oía los aullidos de los hombres que por esa noche se convertirían en lobos. Así, con miedo a los hombres, Arturo estuvo escuchando toda la noche las letanías de su interlocutor invisible.

— ¡Despierta hijo mío! —gritó el inútil al oído dormido de Arturo.
— Dejame —contestó Arturo—, estas no son horas de venir a joder.
— Despertá, te interesa lo que te voy a decir.

Arturo se incorporó dejando un sueño en remojo y después de tragar saliva intentó prestar atención a las palabras del inútil.

— Vos sabés —comenzó diciendo Dios— que las cosas de este mundo me pertenecen, sabés que tus zapatos, tus cobijas y tu vida misma me pertenecen; en fin, vos sabés que yo soy el dueño de todo.
— Oíste: ¿No te parece que las tres y media de la mañana es una hora bien jodida para venir a alardear a la cama de un pobre hombre que no desea más que su completa soledad, al menos mientras duerme?
— No estoy presumiendo, imbécil. Dejame hablar para que te enterés de las noticias nuevas, ya que no te gusta ver televisión.
— Si no me gusta ver esa cosa es precisamente porque no estoy interesado en saber nada de este mundo que tanto te pertenece.
— Qué jodido sos, por Dios bendito. ¿Vas a dejarme hablar o no?
— Pues no quisiera, porque nada más ahora estaba soñando que Layla regresaba con un amor renovado y un par de cervezas en la mano…
— Bueno, bueno. Vos y tus ensoñaciones incongruentes. Pronto volverás al sueño que tenías, te lo prometo. ¡Qué frío hace aquí, parce! —Dios se metió dentro de las cobijas y continuó—. Mirá, no voy a quitarte mucho tiempo si comprendés lo que voy a decirte. La verdad es que hubiera preferido no venir, y no solo porque sé que en tu cama no soy bienvenido…
— Nadie es bienvenido en mi cama a esta hora.
— ¿Me vas a oír o no? —preguntó Dios comenzando a impacientarse.
— Dale, hablá y no te demorés. Ah, y dejá los rodeos para el almuerzo.
— Bueno. Te decía que no quería venir porque sos muy repelente conmigo, pero dadas las circunstancias sentí la necesidad, más tuya que mía, de que tuviéramos una larga conversación. Todo es mío. Por más que te esforcés por cambiar las cosas, siento decírtelo, perdés tu tiempo. Sin embargo, también es cierto que tu vida es tuya antes que mía, no te quepa la menor duda. Y como lo que quiero decirte tiene que ver con tu vida, pues lo que vine a hacer es a darte un consejo.
— ¡Bendito seás! Mirá que venir a dar consejos a un pobre imbécil como yo.
— Sólo cumplo órdenes.

«Esto si tiene que ser un chiste», pensó Arturo sonriendo.

— No, no es un chiste. Yo ordeno y yo cumplo —respondió Dios, que había oído los pensamientos de Arturo.
— Eso es voluntad. Es como decir que mi mano cumple las órdenes que yo le doy, y creer por ello que la mano nada tiene que ver cuando digo “yo”.
— Como digás —Dios, a punto de impacientarse con la intransigencia de Arturo, pensó que lo mejor era ignorar aquel comentario y continuar hablándole—, el caso es que debés oírme y que no me iré hasta que hayás entendido lo que vine a decirte.
— Podrías mandarme un e-mail. Yo lo leo mañana. Está haciendo un sueño…
— Nada de maricadas ahora. Me vas a recibir el consejo y mañana, si querés, te limpias tu cagada matinal con él, pero me oís o no dormís en diez días —al inútil le pareció que esta amenaza era lo suficientemente seria para que le oyera quince veces el sermón de las siete palabras y se sintió orgulloso de haber pensado en ello—. Vine a decirte que he sabido, gracias a fuentes muy confiables, que has estado deseando morirte. Y bien, puesto que tu vida también me pertenece, tu idea no es algo que podás considerar sin que primero negociés conmigo.
— ¿Viniste a negociar o a darme un consejo?
— Calma, imbécil, no de adelantés.
— No me insultés, malparido, que ya bastante tengo con semejante madrugada. — En efecto —continuó Dios—, vine a darte un consejo para que llegado el día de la negociación, no perdás mucho.
— A ver: ¿vos me estás diciendo que me vas a dar un consejo para que al perder la vida no pierda mucho más que eso? Sos un pésimo negociante.
— Y vos un terco descomunal. Callate a ver si puedo terminar, que tengo otros asuntos de mayor importancia. El caso es que te querés quitar la vida, ¿cierto?
— ¿Para qué me preguntás si vos lo sabés todo?
— Así me gusta. Pues bien, no podés quitarte la vida sin pensar primero en las cosas que la vida misma pierde cuando vos te morís. Sí, Arturo Piedras, la vida se muere un poco si vos te morís del todo. Pensá en la gente, en tu gente, en los que te llaman y te recuerdan aún cuando no saben donde te estás despertando. Si alguno de ellos se muriera, ¿no se moriría algo dentro de vos?
— Mirá, te contesto para que te vayás de una vez. Nadie me busca. Y si alguno de los que supuestamente debieran buscarme llegara a quitarse la vida, demoraría tanto en saberlo, que cuando me enterara sería estúpido hasta sentirse triste. A mí me parece, más bien, que ni siquiera vos, con tu amor infinito y otras promesas inútiles, me querés tener cerca, y por eso venís disfrazado de buena gente. Andate para tu paraíso.
— Vos te irías derechito para el infierno, ¿qué estás diciendo?
— ¿Vos permitís que el infierno exista? Perdoname, pero creo que sos un hijueputa.
— ¡Halándole al respetico, pues! —dijo Dios iracundo.
— Mirá quien habla de respeto. Andate, que yo no voy a morirme hasta que vos, dueño de todo esto, me mandés la muerte de la que tanto hablás. Eso sí, te pido que sea cuanto antes. Y si no querés tenerme cerquita de vos en ese lugar del que venís, entonces convertime en un hombre inmortal y yo me dedicaré a ver pasar mis años con la paciencia del que deshoja una margarita.
— No tenés arreglo. Con razón te abandonaron todos los que te querían.
— Si, con razón, con la razón que a mí me falta.

Arturo dio por concluída la conversación con el inútil y arrebatándole las cobijas se dio vuelta y rezó un Padre Nuestro con la esperanza de volver a ser el de antes.

miércoles, 25 de julio de 2007

IV (fragmento de Martina)

Texto completo en:
(MARTINA)

Al mediodía Martina entró a la habitación 808, el olor a marihuana, mezclado con tabaco y encierro le hizo pensar en Jaime. Los dos poetas estaban sentados frente a frente, separados por una mesita de cedro barnizado sobre la que se amontonaban vasos, botellas, copas y un cenicero abarrotado de colillas. Un hombre calvo sostenía una copa llena de vino y sonreía mientras le echaba a Martina una mirada escrutadora que a ella le pareció morbosa. A su lado, sobre varios volúmenes de pasta marrón, descansaba una mano huesuda con un cigarrillo entre los dedos índice y corazón. El otro, un tipo enorme de facciones latinas, hablaba por teléfono con un cigarrillo en la boca. Martina notó sin mucho entusiasmo que hablaba un bonito portugués con acento paulista, recurriendo a veces a expresiones en inglés cuando no encontraba las palabras precisas. Al notar su presencia, levantó las cejas con expresión de disculpa y Martina le contestó con una sonrisa de cortesía. «Mirá en las que me meto, Jaime, a vos te estaría pareciendo el comienzo de una noche fantástica, hermosa, en cambio a mí… claro que estando vos, abrazándome… pero no estás y este tipo habla mal el inglés».

Mientras se despedía, Martina notó que el hombre del teléfono era mucho más joven que el otro. Tenía cejas tupidas y negras, los ojos grises y un bigote mal cuidado que nada tenía que ver con su rostro bonachón y casi infantil. El otro estaba ensimismado, drogado hasta el alma. Sus ojos, enrojecidos y perdidos en la cortina de rombos, tenían el aire nostálgico de los poetas. «Todos son iguales», concluyó.
— ¿Tú eres Martina? —Preguntó con una duda sincera después de que colgó el teléfono y se dio vuelta para quedar frente al calvo y a Martina, que todavía no había pronunciado ni una palabra. Perdona, era mi esposa. ¿Estás casada? «Si estuvieras oyendo a este viejo, Jaime, estarías muerto de la risa. Mira que preguntarme si estoy casada, y además tuteándome. Cualquiera que tenga tres dedos de frente, y al menos un ojo, vería a leguas que no estoy casada». — No, señor, no estoy casada.
— Haces bien. Mi nombre es Milán, y él es el señor David Schutzen. Si mal no entiendo, debes hablar francés e inglés ¿me equivoco?
— No señor, no se equivoca.
— Por favor, llámeme Milán.
— Por favor, déjeme llamarlo señor.
— Está bien. Mira, él solo sabe hablar francés y hebreo, así que tendrás que traducirle a él en francés y a mí en español.
— Entendido, señor. Señor Schutzen, mi nombre es Martina y le serviré de intérprete frente al señor Milán —dijo en francés.
— Martina —repitió el viejo desde otro mundo. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Estás casada?
— No.

Hablaba en francés con la claridad que Jaime le había conocido la noche en que bebieron hasta el cansancio en la casa de Ernesto Piedras. En aquella ocasión, después de un rato de sudores apremiantes y jadeos con olor a pachulí de canela, salieron al balcón y hablaron sin conversar mientras fumaban: ella en francés y él con impostado acento porteño. Martina solía evocar aquella noche con la fantasía propia de su niñez y era entonces cuando más cerca sentía el espectro del capitán. En realidad no tuvieron de qué hablar porque en la cama se habían dicho todas las palabras que sabían y sus vocabularios estaban agotados. Sin embargo, para Jaime, que nada entendía de francés, los lamentos de Martina no eran lamentos sino simplemente la hermosa voz de su mujer.

Tampoco aquellos dos poetas tenían de qué hablar. Martina había notado que ella misma se convertía en un tema de conversación que lubricaba las tertulias hasta que se tomaban confianza para hablar de sus libros, de sus países, de sus esposas, de dinero y de fútbol. Mientras ella traducía algunos versos que Milán le leía de uno de los libros de pasta marrón, el capitán estaba sentado debajo de una Ceiba, escribiendo un jirón de reminiscencia sobre un cuaderno de hojas amarillas.

Pese a la insistencia del señor Milán, Martina no recibió nada más que una copa de vino y luego un vaso de agua con gas. Cuando tenía la certidumbre de que pronto acabaría aquella entrevista, Schutzen sacó de su pantalón de dril azul una bolsita con unos cigarrillos sin filtro. Martina comprendió inmediatamente que su día de trabajo apenas estaba despertándose y tuvo la impresión de que no resistiría. «Dos poetas trabados; no hay francés que resista tanto», pensó desconsolada. Sin embargo, la conversación fútil en que se había visto inmersa desde que el señor Milán había colgado el teléfono fue mutando de a poco en una interesante tertulia que logró despertar la curiosidad de la intérprete y alejó su imaginación de las playas desconocidas de Sapzurro.

jueves, 19 de julio de 2007

Coda y descarga

Hace unos días, un millón de colombianos salimos a caminar con camisetas blancas y protestamos contra los actos violentos que no cesan en nuestro país. Sin embargo, entre las consignas que gritábamos y los carteles que llevábamos en las manos había tanta violencia como en la selva. Los que asistimos a la marcha tuvimos la oportunidad de leer y oír gritos de guerra que más tenían de proselitistas que de pacificadores.

Una señora con muchas canas me decía: “…a la guerrilla, por mí, que la fumiguen”. Un joven sostenía una pancarta: “guerrillos+paracos=basura”. Un grupo de señoras gritaba a coro: “mano firme, mano firme, mano firme…”. Sólo faltó un desfile de tanques, al estilo de un film nazi, y que todos gritáramos “¡a la carga!”. Eso no es una protesta contra la violencia, es incitar a la guerra, es un ruego por el aniquilamiento del enemigo, del otro. No hay mejor manera de sentirse de los buenos que odiando a los malos. Pero, ¿de quién hablamos a fin de cuentas?

Uno de cada cuatro combatientes es menor de edad (Human Rigths Watch); ¡que los fumiguen! La vida de los malos no vale tanto aunque sean niños. Seguro que las calles de Colombia no se llenaban para hacer luto por ellos, como no lo ha hecho hasta ahora con los 3005 asesinatos cometidos por autodefensas desde que comenzó el proceso de paz con el actual gobierno (Medios para la Paz).

Cuando hay bajas guerrilleras, paramilitares, civiles o de la fuerza pública, lo que importa es la cifra; “fueron 12 ayer —3 niños—, 25 anteayer —6 niños—…” en fin, 70.000 en los últimos 20 años, 17.000 menores de edad (Amnistía Internacional). ¿Vamos a decir que sólo importan los niños y que de ellos sólo importan los que no pertenecían a ningún grupo armado, de los malos por supuesto? Por Dios. No podemos ir cerrando el ojo izquierdo o el derecho para ver las cifras con la pupila que nos conviene.

Lo mismo daría que saliéramos a caminar cada uno por su lado y con camisetas de diferentes colores. Lo mismo da que no hagamos nada si no nos importan tampoco los 3000 combatientes que mueren al año (Fundación Seguridad y Democracia), en el conflicto armado colombiano. Me faltó decir que esta cifra es la suma estimada entre guerrilleros y paramilitares, con lo cual muchos de los que vistieron camiseta blanca dejarán escapar una sonrisa y un suspiro: “vamos bien, dirán, no eran de los nuestros”. Matemáticas sencillas: “guerrillos+paracos=basura”; 3000 ÷ 4 = 750 niños, igual basura.

Paras: sanguinarios a sueldo (¿quién les paga el salario?). Guerrillos: sanguinarios narcotraficantes. Ejército: sanguinarios legales. Policía: agente extorsionador por excelencia. ¡Contra todos ellos es nuestra protesta! Contra las balas, los secuestros, las detenciones arbitrarias y las desapariciones; contra el desplazamiento y la pobreza, que son por demás los problemas más relevantes del conflicto en Colombia. No salimos a caminar para defender a los buenos, no existe tal cosa, salimos a defender la vida y no tiene sentido pedir la muerte de nadie ni defender a los difuntos mientras se muere gente de hambre.

Para colmo, el presidente, como si nada tuviera que ver con los actos violentos, se tomó a pecho las marchas y quiso hacer de ellas una muestra de popularidad. ¿Alguien recuerda que, durante el episodio de Al Gore, cuando Uribe salió a dar explicaciones, dijo el número de bajas de las autodefensas estimadas durante su gobierno? Sí, más de uno debe recordarlo, alguna de las 1600 familias que perdieron a un hijo, a una madre, a un padre o a un tío paramilitar. Son muertos, son muertes, son personas que comían lentejas. No, señor presidente, no salimos a apoyarlo a usted, al menos no todos.

¡Qué pobres somos de razón, de corazón y de sensatez! No, no hablo de usted, eafitense promedio, a usted nada le importa porque su vida será como la vida de un hombre que se levanta y lee el periódico y ve noticias a las seis de la tarde y luego toma un baño con su hermosa señora en la hermosa bañera de la hermosa casa donde vive, por supuesto, una hermosa vida. O bien, si es mujer, quizá no vea noticias, pero pida una cita para armar su cuerpo con plástico.

Hablo del humano promedio, del que sale a conseguir comida, del que pide, del que vive en el campo y no tiene otra opción que aliarse a un bando, tomar un fúsil y matar a cualquiera que no esté su mi lado, sin importar qué piense, sin importar sus hijos ni su esposa ni su bañera ni nada, porque lo que importa es la vida suya y la de los suyos. Mientras usted se gasta tres mil pesos en una cartulina y escribe, con un marcador de mil pesos, “abajo bandidos, arriba la patria” o “libertad sin condiciones”, una señora está comprando leche, huevos y dos salchichas para sus seis hijos, gracias a que su esposo, soldado patriota del ejército nacional, está arriesgando su vida en el campo, dando metralla a los del otro lado para ganarse una medalla y un mínimo.

Los soldados no ven nada, los guerrilleros, los paracos, los milicianos, los policías, y toda esa gente armada para matar gente, le disparan a la manigua, a las plataneras o a los cafetales; no ven gente viva, le disparan a los tiros del otro lado y sólo por dinero. País éste de mercenarios dónde sale más barato (mil veces) matar que comprar un libro, porque para matar no es necesario saber leer, de hecho, es casi necesario no saber hacerlo. Claro que hombres letrados que han estudiado en Harvard son capaces de decir a los cuatro vientos que su gestión ha dado el buen resultado de 1600 muertos de los malos.

Cuidémonos de no caer en sospechas de herejía porque el odio de “los buenos” puede caer sobre nosotros y la muerte ronde quizá por nuestra hermosa casa. ¿Quiénes son los buenos? Elemental: los que defienden lo que “yo” defiendo, los que no permiten que se inmiscuyan “otros” en las 300 hectáreas de mi hermano.

Hagamos una manifestación, sí, pero no sembremos cizaña por la muerte de once más, no gritemos consignas contra los otros cuando en realidad lo que deseamos es que aquellos que supuestamente nos representan se vayan a dar la bala que nosotros no somos capaces de dar. En la calle le pregunté a un señor el día de la manifestación si no le parecía que el ejército también mataba mucha gente, me respondió: “eso no es gente, además yo pago impuestos para que ellos hagan eso que hacen”. Sigamos marchando y desfilando como imbéciles sin rumbo, porque nuestro pastorcito, parece ser de los mentirosos.

miércoles, 18 de julio de 2007

ESTRENO

Están invitados a leer mi MARTINA.

http://www.paralabonita.blogspot.com/

martes, 17 de julio de 2007

La ceiba

Para la Bonita.
Desde la capital.


"Este es un puerto.
Aquí te amo.

Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte."

Se sentó extenuado sobre las raíces de una ceiba, frente a la iglesia y dando la espalda al mar. A sus pies se echó Gaitán después de dar un par de vueltas en círculo. Mientras disminuían sus jadeos, el sonido de las olas le llegaba con mayor claridad y le servía de descanso. Bebió un poco de agua de la cantimplora y la dejó caer a su derecha, junto a la mochila de cuero. Luego miró con extrañeza el templo pintado de amarillo y rosado. Ahora le parecía menos miserable que de costumbre, hasta pensó que podría casarse allí dentro y dejó escapar una sonrisa desprovista de burla.

Detrás de él, volubles y eternas, las olas continuaban rompiendo contra las rocas. El capitán cerró los ojos y se preguntó si Martina aún le tendría reservado algo de sus días y de alguna manera seguía él allí, inserto en su gerundio, viviendo dentro de ella. “Vos sí existís -pensó el capitán-, ahí, a mi derecha, porque te oigo, porque veo tu sombra que es como una palmera y oigo tu voz que hace preguntas sin parar. Existís. Yo sé. Y sos pura literatura. Una nube de palabras, casi como zancudos en medio de la ciénaga, ocultan tu carota blanca y tu pelo enmarañado y rojo. Te leo el zancudero en la Maga del gigante, te escribo aquí o allá, sobre papel o en la máquina, y entonces aparecés, nítida como un sueño repetido y sé que hoy existís. Basta entonces con escribir la palabra "Martina", seguida de un simple "bebe agua en el jardín", para que estés bebiendo agua a mi lado. ¿Y si no fuese cierto? No importa, no necesita serlo. Existís y punto”.
El capitán volvió a abrir los ojos. No quiso girar la cabeza ni mirar otra cosa que la luz de los pedazos de sol que se colaban entre las hojas de la ceiba movidas por el viento. A tientas sacó de la mochila un cigarrillo, un fósforo, un lápiz y el cuaderno azul de hojas amarillas que Lucero le había regalado antes de dejar Medellín por última vez. Lo abrió con ayuda del separador y escribió, con trazos desmedidos, “Martina bebe agua en el jardín”. Puso el cuaderno sobre la mochila y dejó su mirada perdida en la campana de la iglesia durante varios minutos. Tuvo entonces una repentina sed de cerveza y se puso de pie al tiempo que despertaba a Gaitán. Al agacharse para coger la mochila vio que el agua de la cantimplora se había derramado sobre la tierra, dejando una sombra que ya comenzaba a evaporarse desde los bordes.

Requiem por el de ayer

Para la mujer de los tres puntos...


Hoy desperté y mi mano ya no era mi mano, no recibía mis órdenes. Y vivía, no cabe la menor duda. Luego supe, sin sentirlo, que ninguna de las dos manos me pertenecían pese a estar tan vivas como yo. Tampoco mis pies, ni mis rodillas ni mis tobillos ni nada; desperté y nada era mío. Mi esposa, mi hija, mi paseo por el parque, mis futuros repletos de anhelos, nada me pertenece ya.

Todo el día he buscado el vínculo con estas cosas, he tratado de comprender por qué a pesar de estar ahí, en el mismo lugar de ayer, ya nada me es propio. Ha sido todo en vano. No sirvió pensar en pesadillas ni tratar de reducir al absurdo la total e intempestiva ausencia de todo lo que seré, fue inútil fumar un cigarrillo y sentarme en la máquina de escribir, inútil también salir a caminar con los perros. No soy, aún cuando pienso.

En mi casa ya nadie me reconocía a las tres de la tarde. Yo mismo pensé que no era mi casa. Ya no lo era. En mi cama duerme otro, otro pasa las palmas de mis manos por el cuerpo de la que hasta ayer fue mi esposa, otro se pone mi ropa, otro sueña con Barcelona, con Paris, con Buenos Aires. Mi amada hija, Abril, le dice papá al nuevo dueño de su potestad, en realidad su verdadero padre. Fuser se sienta cuando mi voz, que ya no es mi voz, le da la orden de hacerlo con un trozo de pan metido en el bolsillo de la chaqueta negra que mi esposa me regaló. La chaqueta me viste mi cuerpo, pero mi cuerpo ya no es mi cuerpo como mi esposa ya no es mi esposa. Hoy desperté enajenado, perdido en un mundo que no es mi mundo.

Ya es de noche y nada importa. He conseguido otras manos, otro nombre para otra hija, otros tobillos, otra calva, otra casa, otros deseos, otros futuros. Ayer, antes de acostarme por última vez con el que ya nunca más seré, me sentía feliz. Durante el día de hoy hubiese deseado morir, pero tampoco mi muerte era mía. ¿Por qué mi jardín seguía siendo el jardín de siempre mientras yo ni siquiera lograba hacer mío el olor de la Dama de Noche?

¡Ay!, vidita de ayer, ¿hacía tiempo que me tenías vendido? ¿Hacía tiempo que no querías ser mi vida y dejarte vivir de mí? No me contestes, he logrado vivir con la bendita terminación –ing. Ahora tengo mi propio tiempo, mis propias manos y mi propio amor (Que no es amor propio justamente). Espero entonces que mañana, esta nueva vida que ya no es vidita, no me sea ajena; espero que mis adquisiciones no sean robadas por los tiempos de ausencia; espero, Martina, que tu nombre permanezca en mis labios como el beso de despedida a la noche de un viernes trece.

La vidita de ayer, la que ya no vivo, es un extraño recuerdo que desea volverse hermoso, pero antes necesita perder el color que yo le puse mientras la vivía, necesita volverse una serie de fotos en blanco y negro o en sepia, necesita que me deshaga de la melancolía enfermiza que me anega al recordar mis manos de ayer, mis labios de ayer. Llegada la noche he comprendido que vos, mi vida “viviendo”, sos justamente quien hace míos mis miembros al volverlos tuyos con los tuyos. Ojalá ninguno se levante jamás sin sus piernas, sin sus vestidos y sin el futuro que ayer la vida prometió.

Hoy yo soy mío otra vez, mañana seguirás siendo mía y yo seguiré siendo mío, mañana te levantarás y mi futuro será de nuevo el tuyo y yo seré tuyo y mío y nada de lo que hoy está en nuestro predio podrá desaparecer. Sí, si podrá, en cuyo caso esperaremos la noche para hacernos a otro yo y sobrevivir a la tristeza de no ser los yos de ayer. Un beso de despedida para un futuro obsoleto. Siempre te amaré, Bonita, no tendrás que llevarme flores a mi tumba frente al mar porque no moriré en Sapzurro, porque ya me morí ayer.

martes, 10 de julio de 2007

Non cogito, sum

El suelo es inagotable, dice Ella

Estamos besándonos con caricias acompasadas y abrazos de veinte pulpos, las lenguas se mueven, los oídos están vigilando el otro lado de la puerta, las manos flotando, casi frenéticas, llevadas por su mente dactilar, excitándose al tiempo que se excitan también nuestros pies, nuestras rodillas, nuestras vertebras…

Nos hemos desnudado. La oscuridad de la habitación, invadida de mar, de humedad y deseo, se atenúa con la luz de nuestro cuerpo. Nos hemos anudado. Ahora somos uno solo, que jadea y gime, que busca aire y se mueve apremiante. Movemos este cuerpo hasta desgastarlo, hasta sacarle toda la mella de las ausencias. Cada beso represado por las apatías del tiempo desfila por el techo de la habitación. Nuestras manos, débiles sobre nuestra piel, acaparan cuanto pueden de estos instantes, para alargarlos, para detenerlos, para guardarlos.

Los gemidos son ahora más intensos, estamos soldando nuestra existencia, jadeamos, nos falta el aire, nos retorcemos, pasamos los dominios de la cama, el suelo está frío, el suelo no se acaba, no se acaban los jadeos, los gritos reprimidos, se acerca, nos arrastramos, nos amamos. Coito. Non cogito.

El suelo es inagotable.

domingo, 1 de julio de 2007

Él, solo

Para Lorena, nadie sabe mejor lo que no es cursi.





Un tipo enamorado del pasado, como él, sólo puede reconocerse porque se enfrenta a su más profundo miedo. Como enfrentar a la policía o a la soledad. Su arrogancia le impide ser un buen adversario cuando se trata del tiempo: “es que ese man si es muy teso. Muy gordo y muy teso.” No sabe de la Nausea. “El tiempo es muy ancho”, dice Sartre. Ancho y gordo, la misma mierda. El pobre espera que la musa se enamore de él, está jodido en vida. Ha sido quien más ha luchado contra la huída. Cosa que no extraña porque el hombre salió del hueco en que estaba hace seis meses y teme por su recaída. La vida es una caída en un pozo de sed. Sin fondo. Cursi freudiano. Por extensión: sed deseo. Ser el “deseo”. “Comprarse un CD o alguna cosa, hacerse un cariñito, tu sabes…”.

Dentro, las bestias no se sacian comprándose cariñitos, no se sacian con nada. Hay que darles cuido para que calmen el hambre, pero no se sacian jamás. Huir al fin y al cabo. Terminará por comprender. I Know. You Know. Así le decía él a la pelicortica: You know. Ese sí que es un espacio explorable de la memoria, tiene suficiente tiempo encima. Lástima tan poco deseo, la nostalgia deviene sosa y sensiblera. Todo menos carnívora, regocijándose como cerdo en chiquero: orgulloso de ser deseo-marrano. Cursi.

martes, 26 de junio de 2007

Felicidad inexorable

Por fin un día paliativo.


Si me das a elegir,
entre la felicidad eterna
y la gloria efímera,
te digo,
mujer,
que son la misma cosa.

Nada dura más de un día,
a no ser que usted sea hincha de Nacional,
pero usted no entiende.
Usted no sabe nada de semáforos en rojo,
de semáforos en verde,
de gloria efímera,
y de felicidad de ningún tipo.

Usted,
mujer,
no tiene nada de que temer:
"el amor perfecto echa afuera el miedo";
no tiene nada que temer:
usted no ama.
No en gerundio,
no a Nacional.

Inexorablemente arrojado a la felicidad, sin más opción que compartirla para no tener todo eso adentro, y no como una simple alegoría orgásmica, sino más bien emparentado con alguna pasión digna de la hoguera pero infinitamente inconsumada, una pasión urdida de azares que fantasea de vez en cuando; desconectado y desatado, pero sobretodo inmensamente loco... somos campeones, somos lo mejores. Gloria efímera pero descomunal. La llegada de Dios a la tierra, el juicio final y uno, parte de los vencedores. Gloria efímera, el cielo del hincha religioso. Ganó nuestro color. Somos campeones; inexorablemente felices pese a ser efímera nuestra gloria. Te estoy amando Nacional.

Estoy amando verde tu rostro rojo. Yo también salí campeón. No fue olímpica, pero si fue vuelta. Fueron tres vueltas.

martes, 19 de junio de 2007

BLOG TEMPORALMENTE CLAUSURADO




CERRADO POR OBRA DE RECONSTRUCCIÓN

Hombre en silencio.
Nos vemos el día de las velitas.
Ofrezco disculpas.

lunes, 18 de junio de 2007

CAMPEÓN

Que viva el verde. Que viva.

domingo, 17 de junio de 2007

Quiero ser un héroe

Simón Bolívar
(héroe y libertador de las Américas)

Para Luisa.
Hace tiempo que se lo merece
por desear ser heroína de sí misma.
Yo te acompaño,
si es necesario,
en el difícil camino de continuar soñando
cuando la vejez nos desilusiona.
Siempre es tiempo para ser héroe.

Los héroes no sirven para nada.
Son como la vida.

Putos todos los héroes.
los que salvan vidas,
los que tienen la anhelada felicidad,
los del dinero,
los que no les duele una muela.

---

Héroes los que llegan temprano,
héroes los que son mimados,
y mi envidia no puede quitarles su investidura.

---

Y tú, Luisa: ¿Qué dices?
Héroe:

deseo inconcedido, inconcebido...
soy una tonta, pero soy feliz.
Quiero salvar al mundo pero es muy grande,
y está hecho de amor
Salve la desesperación un héroe como yo,
como sea...
nada quiere estar aqui conmigo.

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Usted me define señora Luisa:
Soy un tonto feliz.

viernes, 15 de junio de 2007

Huele a Mortecina

"...de la fe y el recuerdo..."
Para Camila, más que para Mónica. A ella la visitan los muertos.

Mi última esperanza de que todo regrese. Lo sé, soy un imbécil. Las cosas no regresan, no las cosas del tiempo. Con facilidad evoco esa noche testaruda, mi regreso loma arriba, lluvia abajo, los besos llenos de desdén, de displicencia femenina. Los besos de vicio, lluvia recia. Puedo recordarlo. Lo que no logro es satisfacerme con el mero hecho de recordar. Quizá con otro recuerdo menos ingrato; con un momento feliz. La noche de Santa Bárbara: “bohemia de parís, alegre, loca y gris…”. ¡Aaaah! “…la bohemia era una flor de nuestra edad”. ¡Peor cuanto más hermoso el recuerdo! No es menos el deseo, pero si mayor la insatisfacción. La Nausea. El Volcán. La carta que no llega…

Mejor será que no recuerde (NO recordar), así la vida como que fluye. Lo que quiero decir es que no se estanca. No se represa. Dios mío, pobre de los represados, pobre de mí cuando me represo, pobre del que no huya de la represión y del vagabundeo. Pobre del que no huya haciendo acto de fe en cualquier cosa. ¿Y en qué nos gastamos la fe? En la musa. En Nacional. En la iglesia. En dios. En Dios (¡por Dios, qué diferencia!). En Zaratustra. En las vías. En los trayectos. En el sueño. En lo que sea menos en el recuerdo.

El tiempo arrasa hasta con la fe, el resto es melancolía; el resto es recuerdo: “suciedad, pobreza y conformidad lastimosa”. Así habló Zaratustra. Así amenazan los gallinazos, con hambre de carroña. Como la fe que caduca en un cadáver, así somos nosotros, como los gallinazos sobre la carroña pretérita. Sí, los nostálgicos olemos a mortecina.