domingo, 12 de agosto de 2007

Carmenza Patiño

No un espectro propiamente, sólo un tipo olvidado

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— Es una lástima que se haya muerto. Piedras no era una buena persona, pero quería a mucha gente y su afecto era retribuído.

Esta última frase había terminado de aplastar a Arturo. Comprendió que lo reconocía solamente en sus recuerdos y que más valía renunciar de una vez a la idea de hacerle creer que se trataba de él; que el muerto del que hablaba, ahora estaba del otro lado del mantel rojo, recordando las noches que pasó con ella en las playas del Golfo o en algún pueblo.

No aguantó más la horrible sensación de ser desconocido. Se levantó y se despidió con un gesto que Carmenza interpretó como una falta de respeto, luego se puso la chaqueta y se echó al hombro la mochila. Una vez en la puerta, en parte arrepentido por no haber esperado a que escampara, decidió echarse a la calle sin importarle que todo su equipaje se mojara antes de llegar a la casa de su padre.

No había llegado a la esquina de la avenida Jardín con la Nutibara cuando dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al Café Bolsón. Al llegar tocó la puerta de vidrio, Carmenza lo miró desde el otro lado de la barra y, con un aire de suficiencia que no dominaba del todo, trató de disimular su sorpresa. Le abrió la puerta sin invitarlo a entrar.

— Venís a pedirme disculpas, espero —dijo con un tono juguetón que no insinuaba nada.
— Sí, Carmenza. Yo te pido disculpas y vos me das un café que aquí afuera me voy a congelar.
— Sos igualito a un novio que tuve. No había terminado de pasar el cerrojo cuando tocaba otra vez el timbre. Pobrecito.

Carmenza era simple, parca, pero capaz de un afecto inmenso y sobre todo, así la recordaba Arturo, ambiciosa. «Le gustaba la gente de dinero, el mundo de la gente de dinero, las cosas de la gente con dinero…», pensaba Arturo al tiempo que recordaba las interminables discusiones con aquella mujer envejecida a la que jamás le reconoció ningún talento.
Calentó un par de pocillos de café en el microondas y luego los puso sobre unos platos pequeños y amarillos como una rodaja de piña.

— ¿Cuántas de azúcar? —Preguntó Carmenza.
— Amargo, por favor.

Carmenza terminó de servir el café y lo llevó a la misma mesa donde estaban sentados antes de que Arturo se fuera sin explicación.

El café había vuelto a quedar en silencio. La chimenea tenía solo unas brasas moribundas y las únicas luces encendidas que quedaban eran las de la barra. Los vasos, las copas de cóctel y las botellas sin abrir se multiplicaban en las paredes cubiertas de espejos. También Arturo y Carmenza se multiplicaban hasta el infinito y se reflejaban en la ventana, como espectros de otro tiempo, transparentando la lluvia, el otro lado de la avenida, los recuerdos anónimos del par de desconocidos.

— Y vos, ¿tenés un nombre? —Preguntó Carmenza.
— No sé, la verdad —respondió Arturo sin saber si estaba siendo sincero—, en otro tiempo tuve uno. Creo que me llamaba Arturo, como tu amigo. Pero preferiría que me llamaras de alguna otra manera.
— ¿Qué te creés? ¿Un fantasma?

Arturo buscaba un nombre para satisfacer la curiosidad de Carmenza. «Tiene que ser un nombre adecuado», pensó. «Juan Camilo, Diego, Nicolás, Sebastián, Jorge Mario, Pablo, César. Dios mío, esto tiene que ser más fácil».

— Decime tu nombre de una vez y dejate de bobadas. Igual, no hay ningún problema si te llamás Arturo.

«Andrés, Estéban, Santiago, Enrique…»

— Me llamo Marco Antonio. Marcoá me dicen.
— Marco Antonio se llamaba mi abuelito. Murió el día de los inocentes. Fumaba como una bestia y un enfisema lo mató antes de que naciera yo. Mi papá se enloqueció después de eso y se volvió cristiano. ¿Vos sos cristiano?
— No, pero también enloquecí el día que mi padre murió.

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