jueves, 30 de agosto de 2007

SIMÓN CARVAJAL

En los campos de Antelo,
hacia el noventa mi padre lo trató.
Quizá cambiaron unas parcas palabras olvidadas.
No recordaba de él sino una cosa:
el dorso de la oscura mano izquierda cruzado de zarpazos.
En la estancia cada uno cumplía su destino:
éste era domador, tropero el otro,
aquél tiraba como nadie el lazo
y Simón Carvajal era el tigrero.
Si un tigre depredaba las majadas
o lo oían bramar en la tiniebla,
Carvajal lo rastreaba por el monte.
Iba con el cuchillo y con los perros.
Al fin daba con él en la espesura.
Azuzaba a los perros.
La amarilla fiera se abalanzaba sobre el hombre
que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
que era escudo y señuelo.
El blanco vientre quedaba expuesto.
El animal sentía que el acero le entraba hasta la muerte.
El duelo era fatal y era infinito.
Siempre estaba matando al mismo tigre inmortal.
No te asombre demasiado su destino.
Es el tuyo y es el mío,
salvo que nuestro tigre tiene formas que cambian sin parar.
Se llama el odio,
el amor, el azar, cada momento.

Jorge Luis Borges

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