martes, 17 de julio de 2007

La ceiba

Para la Bonita.
Desde la capital.


"Este es un puerto.
Aquí te amo.

Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte."

Se sentó extenuado sobre las raíces de una ceiba, frente a la iglesia y dando la espalda al mar. A sus pies se echó Gaitán después de dar un par de vueltas en círculo. Mientras disminuían sus jadeos, el sonido de las olas le llegaba con mayor claridad y le servía de descanso. Bebió un poco de agua de la cantimplora y la dejó caer a su derecha, junto a la mochila de cuero. Luego miró con extrañeza el templo pintado de amarillo y rosado. Ahora le parecía menos miserable que de costumbre, hasta pensó que podría casarse allí dentro y dejó escapar una sonrisa desprovista de burla.

Detrás de él, volubles y eternas, las olas continuaban rompiendo contra las rocas. El capitán cerró los ojos y se preguntó si Martina aún le tendría reservado algo de sus días y de alguna manera seguía él allí, inserto en su gerundio, viviendo dentro de ella. “Vos sí existís -pensó el capitán-, ahí, a mi derecha, porque te oigo, porque veo tu sombra que es como una palmera y oigo tu voz que hace preguntas sin parar. Existís. Yo sé. Y sos pura literatura. Una nube de palabras, casi como zancudos en medio de la ciénaga, ocultan tu carota blanca y tu pelo enmarañado y rojo. Te leo el zancudero en la Maga del gigante, te escribo aquí o allá, sobre papel o en la máquina, y entonces aparecés, nítida como un sueño repetido y sé que hoy existís. Basta entonces con escribir la palabra "Martina", seguida de un simple "bebe agua en el jardín", para que estés bebiendo agua a mi lado. ¿Y si no fuese cierto? No importa, no necesita serlo. Existís y punto”.
El capitán volvió a abrir los ojos. No quiso girar la cabeza ni mirar otra cosa que la luz de los pedazos de sol que se colaban entre las hojas de la ceiba movidas por el viento. A tientas sacó de la mochila un cigarrillo, un fósforo, un lápiz y el cuaderno azul de hojas amarillas que Lucero le había regalado antes de dejar Medellín por última vez. Lo abrió con ayuda del separador y escribió, con trazos desmedidos, “Martina bebe agua en el jardín”. Puso el cuaderno sobre la mochila y dejó su mirada perdida en la campana de la iglesia durante varios minutos. Tuvo entonces una repentina sed de cerveza y se puso de pie al tiempo que despertaba a Gaitán. Al agacharse para coger la mochila vio que el agua de la cantimplora se había derramado sobre la tierra, dejando una sombra que ya comenzaba a evaporarse desde los bordes.

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