miércoles, 25 de julio de 2007

IV (fragmento de Martina)

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(MARTINA)

Al mediodía Martina entró a la habitación 808, el olor a marihuana, mezclado con tabaco y encierro le hizo pensar en Jaime. Los dos poetas estaban sentados frente a frente, separados por una mesita de cedro barnizado sobre la que se amontonaban vasos, botellas, copas y un cenicero abarrotado de colillas. Un hombre calvo sostenía una copa llena de vino y sonreía mientras le echaba a Martina una mirada escrutadora que a ella le pareció morbosa. A su lado, sobre varios volúmenes de pasta marrón, descansaba una mano huesuda con un cigarrillo entre los dedos índice y corazón. El otro, un tipo enorme de facciones latinas, hablaba por teléfono con un cigarrillo en la boca. Martina notó sin mucho entusiasmo que hablaba un bonito portugués con acento paulista, recurriendo a veces a expresiones en inglés cuando no encontraba las palabras precisas. Al notar su presencia, levantó las cejas con expresión de disculpa y Martina le contestó con una sonrisa de cortesía. «Mirá en las que me meto, Jaime, a vos te estaría pareciendo el comienzo de una noche fantástica, hermosa, en cambio a mí… claro que estando vos, abrazándome… pero no estás y este tipo habla mal el inglés».

Mientras se despedía, Martina notó que el hombre del teléfono era mucho más joven que el otro. Tenía cejas tupidas y negras, los ojos grises y un bigote mal cuidado que nada tenía que ver con su rostro bonachón y casi infantil. El otro estaba ensimismado, drogado hasta el alma. Sus ojos, enrojecidos y perdidos en la cortina de rombos, tenían el aire nostálgico de los poetas. «Todos son iguales», concluyó.
— ¿Tú eres Martina? —Preguntó con una duda sincera después de que colgó el teléfono y se dio vuelta para quedar frente al calvo y a Martina, que todavía no había pronunciado ni una palabra. Perdona, era mi esposa. ¿Estás casada? «Si estuvieras oyendo a este viejo, Jaime, estarías muerto de la risa. Mira que preguntarme si estoy casada, y además tuteándome. Cualquiera que tenga tres dedos de frente, y al menos un ojo, vería a leguas que no estoy casada». — No, señor, no estoy casada.
— Haces bien. Mi nombre es Milán, y él es el señor David Schutzen. Si mal no entiendo, debes hablar francés e inglés ¿me equivoco?
— No señor, no se equivoca.
— Por favor, llámeme Milán.
— Por favor, déjeme llamarlo señor.
— Está bien. Mira, él solo sabe hablar francés y hebreo, así que tendrás que traducirle a él en francés y a mí en español.
— Entendido, señor. Señor Schutzen, mi nombre es Martina y le serviré de intérprete frente al señor Milán —dijo en francés.
— Martina —repitió el viejo desde otro mundo. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Estás casada?
— No.

Hablaba en francés con la claridad que Jaime le había conocido la noche en que bebieron hasta el cansancio en la casa de Ernesto Piedras. En aquella ocasión, después de un rato de sudores apremiantes y jadeos con olor a pachulí de canela, salieron al balcón y hablaron sin conversar mientras fumaban: ella en francés y él con impostado acento porteño. Martina solía evocar aquella noche con la fantasía propia de su niñez y era entonces cuando más cerca sentía el espectro del capitán. En realidad no tuvieron de qué hablar porque en la cama se habían dicho todas las palabras que sabían y sus vocabularios estaban agotados. Sin embargo, para Jaime, que nada entendía de francés, los lamentos de Martina no eran lamentos sino simplemente la hermosa voz de su mujer.

Tampoco aquellos dos poetas tenían de qué hablar. Martina había notado que ella misma se convertía en un tema de conversación que lubricaba las tertulias hasta que se tomaban confianza para hablar de sus libros, de sus países, de sus esposas, de dinero y de fútbol. Mientras ella traducía algunos versos que Milán le leía de uno de los libros de pasta marrón, el capitán estaba sentado debajo de una Ceiba, escribiendo un jirón de reminiscencia sobre un cuaderno de hojas amarillas.

Pese a la insistencia del señor Milán, Martina no recibió nada más que una copa de vino y luego un vaso de agua con gas. Cuando tenía la certidumbre de que pronto acabaría aquella entrevista, Schutzen sacó de su pantalón de dril azul una bolsita con unos cigarrillos sin filtro. Martina comprendió inmediatamente que su día de trabajo apenas estaba despertándose y tuvo la impresión de que no resistiría. «Dos poetas trabados; no hay francés que resista tanto», pensó desconsolada. Sin embargo, la conversación fútil en que se había visto inmersa desde que el señor Milán había colgado el teléfono fue mutando de a poco en una interesante tertulia que logró despertar la curiosidad de la intérprete y alejó su imaginación de las playas desconocidas de Sapzurro.

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