miércoles, 26 de septiembre de 2007

Humano; Diástole



La una y treintaisiete, nada puede matarme. No es que esté yo alardeando de mi temeridad, es más, lo considero absolutamente desagradable; quisiera estar muerto hace rato. En medio de mi tercera década de vida y soñando. Soy infantil, un niño bienaventurado, desahuciado para muchos.
Uno, dos, tres, catorce pocillos de tinto y después un tarro de fríjoles en lata, para que no se vaya a descomponer el paciente. Pienso: No dejes que miren que nos miramos, porque no pueden ver la manera en que nos vamos deshaciendo de la tumba, o al menos creemos estarlo haciendo justo cuando la vida determina que ya no más. Ay, que dolores de toda la vida.
La muerte es jodida, saber que el tiempo tiene un final para cada uno, que todos nuestros relojes terminarán parándose y los relojes de los demás seguirán andando segunderísticamente, al son de su tic-tac circular; unas cuantas lomas, un camino repleto de hojas y arañas que quitamos con un palo, enredándonos a veces en las espinas de los zarzos o los días difíciles.
Estamos lejos del mar, por lo menos unos doscientos metros, pero no podemos verlo. Oímos el rugido voluble de las olas del otro lado de cabo, caminamos sin chistar durante muchas horas, durante años y después, pase lo que pase, felices o no, nos morimos. La sangre que se quedó dentro del corazón no tendrá sístole que le saque, se descompondrá allí adentro

No hay comentarios.: