jueves, 16 de octubre de 2008

La Ranita

¿A quién le estorbará que yo haya matado una rana un cuatro de julio del siglo pasado? No creo que existan muchos personajes interesados en mi infancia. Ancas de rana se comen en algunos países de gente muy decente que nada tienen para envidiarle a nadie.

Caminando por la acera, concentrado en no pisar la juntura de las baldosas y pensando, además, en los últimos momentos de libertad que tuvo el pobre anfibio, antes de quedar rendido a mi macabra tiranía infantil, lo más probable es que me encuentre con la imagen del animalito huyendo con saltitos verdes, babosos e inútiles. Otra cosa sería realmente borracho, o embebido de quién sabe qué euforia; otra infancia. La ranita estará nadando cerca de la superficie pensando en insectos o en algún miembro de sus veintidós familias.

No, no es posible tener una sola infancia. Sería como tener que llevar a Arturo a todas partes y no cambiar nunca de rana. En cualquiera de los casos tendrá que aparecer, defendiendo la ranita, el vecino Lucho Trespalacios, soltero todavía —¿qué estaría haciendo el enorme Trespalacios, alto y musculoso, salvándole la vida a un anfibio si tuviese a su mujer en casa?— lo único que hizo en aquella ocasión fue gritarle al chiquillo para que saliera de su estanque.

Asustado, sin mayor interés en las palabras del negro, Arturo se dio vuelta para ver quién gritaba. Estaba equivocado respecto a la distancia que había calculado habría entre él y su vecino. Casi con pánico, corrió campo abajo alejándose del estanque, mantuvo la rana en la mano sin aprisionarla demasiado. Cansado y seguro de haber corrido lo suficiente, distinguió el sendero que iba hasta la huerta de don Manolo. No debiera decir don a un tipo tan exasperadamente tosco y vulgar, cuyo único talento reconocible era la elección de vestidos para su mujer. No obstante sé que muchos no le reconocerían sin el don; así que don Manolo, dueño del huerto donde a menudo Arturo robaba cebollas y calabazas, apareció frente a él con el machete en la mano izquierda.

Sería estúpido engañarse con todo lo que anduvieron diciendo desde que Arturo salió descontrolado de la huerta de don Manolo y regresó al pueblo por el lado del puerto. Corrió tres cuartos de hora y luego siguió caminando cuando sus jadeos se convirtieron en un llanto suave y carente de melancolía. Mantuvo empuñada su mano, sintiendo las tripas de la rana, la piel de la rana, los ojos y las ancas. Apretó con fuerza sin abrir la mano, sin curiosidad. Pasó por el puerto, por la playa, por su cuadra y su casa hasta llegar a la cocina y tirar el amasijo orgánico sobre unas cáscaras de plátano que había en el cubo de la basura.

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