jueves, 24 de mayo de 2007

Final de historia

A mi papá, que pronto será mi padre



2.
Haciendo lo que realmente me llena de alegría (quiero decir, tener un rato de nostalgia y escribir), le confieso, Nelson Castellanos, que me he tomado un par de cafés y he fumado un poco de marihuana, le confieso también que he sacado de un armario humedecido unas cuantas fotos en blanco y negro, algunas con bordes fileteados.


Un casete marcado a puño y letra de mi abuelo, “Marco Antonio Peña/88”. Suena en la grabadora de periodista su voz, ronca y pesada, sus agonizantes pulmones, su enfisema ronroneante que terminaría por darle muerte un 28 de diciembre. No voy a desgravar más de tres partecitas, aunque estoy seguro de que incluso a usted le hubiese gustado oír lo que mi abuelo, en su último agosto, le decía a mi padre en numerosas horas y casetes que le enviaba por correo aéreo a España. Hoy, por supuesto, y casi por ley natural, siento que mucho de lo que Marco A. decía, me lo decía a mí.


Marco A. nació en el 20, el 27 de junio (o de julio), en el frío San Antonio de Prado y fue, para muchos, el jefe de “El Expreso del Sol”. Treinta horas en sillas de madera, kilómetros de Mutis y Gabo y más kilómetros de la vía ferroviaria que unía a Medellín con la ciudad de Santa Marta. Hasta hace poco podía encontrarse en algún cajón de la casa de mi papá la perforadora con la que mi abuelo marcaba los tiquetes con una estrellita de 10 puntas. Durante años trabajó en el tren, entre inmensas bananeras, entre la manigua del magdalena, entre la gente que iba y venía cruzando el país en tren, disfrutando el olor a brea y el traca-traca infinito, la maleza, los mosquitos, el calor, las bananeras, el río… Otra Colombia a otra velocidad.


El Ferrocarril de Antioquia era el orgullo de muchos, entre ellos Marco A., a quien se le vio el día de su funeral portando el broche distintivo, cuando aun hacía años la ferroviaria había cerrado. El viejo tuvo una ilusión, la misma quizá de toda una generación que creyó terminada la guerra y llegado el progreso. Fue un hombre de trenes, un colombiano de trenes que comenzó a coquetearle a Dolly Mejía en la estación Sabana, si no estoy mal en el departamento de Santander.


Oigo a mi abuelo en la grabadora: “Esta Colombia nunca crece, hijo mío, no hace sino nacer”. El tren nació, “El Expreso del Sol” nació, las vías ferroviarias nacieron, y luego nacieron carreteras y llegaron los aviones (muy rápido, dicen), todo fue naciendo y naciendo y naciendo y sin nación. Luego agrega mi abuelo: “si es que… también, vivimos en un cartón arrugado. Claro, que no se te olvide hijo, yo vi el mar desde el tren, desde El Expreso del Sol en Ciénaga, Magdalena”.
Hoy, justamente, venía de Cisneros y trataba de mirar a la izquierda del camino, para ver, entre las plataneras y los cañizales, un par de hilos de acero que ya no llevan al mar. Mi abuelo vivió una Colombia con trenes que ya no llevan a ninguna parte y cuyas carrileras se hunden en la amarillenta tierra del magdalena, y cada vez que por suerte emergen, aún paralelas, sobre el pasto o el asfalto, alcanzo a oír, como si estuviese grabado en un viejo casete, el grito pueril y sincero de esperanza. ¡Ciénaga! ¡Ciénaga!

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