jueves, 17 de julio de 2008

Alfabeto

Pese a oler desde muy lejos el fresco de las resmas, Gaitán no gusta del papel. No está de más que haga notar sobre éste, que conseguí en una papelería arrinconada bajo un samán erguido y florecido —justo frente al teatro del anacoreta—, algo sobre los intentos de alfabetización por las que pasó mi relación con el virolata.

No fueron en vanos muchos intentos, diría Gaitán. De hecho, si no aprendió a leer o escribir, por lo menos aprendió a hablarme y a oírme. Así, durante las malas épocas de rumores, tuvimos ocasión de entablar largas y muy densas conversaciones para vencer el aburrimiento. Al comienzo estuve convencido de que Gaitán me hablaba igual que habla una lora, sin embargo fue comprendiendo con relativa velocidad que amalgamar sus palabras con su olfato le permitía no sólo hablarme y oírme, si no leer la basura.

¡Ahí estábamos, virolata! Ahí estábamos cuando las cabezas de policías costaban un millón y las de capos miles. Ahora la economía ha cambiado y, claro, también las divisas. No hace mucho que pagaron, por una cabeza agujereada, cinco mil millones de pesos. Aquí hemos estado mientras las cabezas se valorizan a medida que aparecen más veces en la televisión, y no todas separadas de sus cuerpos, pues a veces se necesita sonreír para valorizarse. Y si bien los viejos dicen que los millones de antes no son los millones de ahora, cinco mil millones eran, en aquel tiempo del que hablo, muchos, pero muchos pesos.

Como sea que haya cambiado la economía y cefalea de la república, mi buen amigo Gaitán, y yo, un humilde servidor, hemos tenido ocasión de hacer éstas y otras sumas, porque, como decía la profesora Yolandita: “lo que es leer y escribir, se aprende junto, pero los números se pueden aprender hablando”. Gaitán aprendió, como es de suponer, sin escribir y sin leer, pero husmeando sin parar.

Igual que los ciegos aprenden a leer esos mágicos puntitos en relieve, acaso y paradójicamente inventados por un vidente; igual que aprendió a echarse después de unas vueltas, así Gaitán aprendió a leer la basura. No quiero que se confunda la muy respetable lectura del tabaco, o incluso del café, y por ningún motivo la sicología, con la lectura que mi perro hace de la basura. No. Mi virolata no adivina y tampoco, válgame Dios, interpreta los sagrados deshechos. Lee y huele la basura; a veces inhala, olfatea, aspira o husmea en voz alta, con tono melancólico o épico, según sea el caso.

Tal es el grado de admiración que me merece el chandoso que, durante los malos tiempos del rumor, dejé de frecuentar la biblioteca, interesado en comprender cómo él había conseguido leer hermosos pasajes y profundas disertaciones en la inmundicia y el hedor de la basura. No fue, pues, que los libros estuvieran empolvados o húmedos y me causara alergia la sola idea de inhalar un lugar al azar entre sus páginas, sino una verdadera necesidad, por así decirlo, de husmear. En lugar de buscar un frío asiento para leer, el virolata y yo nos pasamos cinco de los siete años de rumores vagabundeando por la república, leyendo la basura; husmeando sus acentos extranjeros y a la vez tan próximos.

En una de las ciudades del país, o quizá fuera un pueblo, donde estuvimos deambulando algo más de dos meses y donde, conforme lo leo en algunas basuras, no hay mar; en una de esas villas que alguna vez prometieron oro; en una de esas montañas de ciudad que ha sido escalada por gigantescos edificios que parecen amenazar con venirse abajo al menor temblor de tierra; en un barrio cuyas calles empinadas se pierden a veces en una especie de horizonte en subida con edificios cada vez más pequeños aunque más brillantes, en una de esas lomas pasamos las noches más lluviosas y los días más ardientes. Vimos en aquellos días de inmensurable calor los grandes edificios que llenan de orgullo al pueblo, al tiempo que se les enseña lo importante que es sentirse orgulloso de lo que se tiene para poderlo valorar como se merece. A la noche, sin embargo, nos echábamos a la calle, bajo la lluvia y nunca bajo la luna, sin apenas tener un poco de pan que se mojara y con la certeza de que, por húmeda que estuviera, no habría bolsa de basura a la que no lográsemos darle unas cuantas vueltas.

Hubo, como en todas partes, basuras con aromas muy definidos: ajo con limón, óleos, disolventes, huesos de pollo, marihuana o colillas de cigarrillo. La humedad, en tanto que cada noche llovía con mayor frenesí, dificultaba de por sí nuestro olfato, sin embargo conseguimos encontrar basuras bajo algún techo y leer, como es debido, todo cuanto tenían escrito. Hallamos, pues, basuras delicadas con un poco de vino agrio y aceite de oliva, juntos como puede —y debe— ser la basura, pero íntimamente separados en las narices de aquellos cuyo olfato les ha dado más que para vivir. A tal punto juntos, y a tal punto igualmente separados, que consiguen ser hedor de la misma forma en que el agua del mar es, dicen, salada. En ello, entre aromas, y líneas, he ido aprendiendo a husmear como lo hace mi virolata, aunque, dicho sea de paso, no tengo manera de conseguir lo que él con su prodigioso olfato. No conseguí, por ejemplo, comprender la diferencia entre la tierra humedecida por el aguacero y un verdadero manantial cuando, cerca de la cima, al final de una de las casi interminables lomas, creí encontrar un nacimiento de agua y, peor aún, me convencí de que jamás se acabaría.

No sería muy prudente quien dijera de mí, después de haber leído mi basura, o la basura misma de Gaitán, si es que tal cosa existe, que algo en todo esto del barrio pendiente tiene algo de represión. ¡La basura es lo que queda! Sin metafísica, sin futuros y casi sin presente siquiera. La basura es un delirio que, so pena de verse hundido en arrepentimientos con aromas muy definidos, aunque no por ello menos empalagosos, ha preferido oler a simple basura en lugar de hacerse merecedora de nostalgias enfermizas.

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