jueves, 3 de mayo de 2007

GINEBRA Y ESQUIZOFRENIA



Disfruté hoy de una buena ginebra. Ella ha sido siempre una buena compañía y una inmejorable amiga. Hablamos, como es costumbre entre nosotros, de lo que ha ocurrido desde la última conversación a solas. Esta vez, unos tres meses, tiempo en el que he tenido la oportunidad de conocer y pretender a Lucero.
En medio de la algarabía, la barra lucía desierta. Incontables miradas de extrañeza se dirigían a mí. No diré que recuerdo cada palabra de tan larga conversación, más he aquí algo de ella.

Un pobre hombre: —Se mece en una extraña indecisión. Faltaría a la verdad si no digo que algo grato siento por ella. Hoy estaba demasiado cansada para salir. Aunque creo muy sinceras sus palabras, hay en mí algo que no me deja tranquilo. No parece muy interesada en establecer un lazo afectivo conmigo. He pensado mucho en ella esta noche; en su voz delgada, en sus finos labios, en su mirada furtiva. También pasó por mi cabeza esta idea: ella no ve lo que yo. Es posible que mi interés esté en contra de ciertas convicciones que ella tiene.

Una copa de ginebra:— ¡Si la vieras! Meciéndose de lado a lado con paso elegante. Su pelo, rojo como el vino, se posa en los más escondidos recuerdos. Su sonrisa es fina y discreta, su mirada altiva y oscura bajo cejas amenazantes. Lástima sería no conocerla más allá de algunos sonidos que compartimos.

Un pobre hombre: — Supongo que en ese azaroso devenir de los años he creído que siempre se repiten los inicios, pero parece que no sólo yerro aquí, sino que mantengo cierta ilusión de que lo que no es un principio lo sea. Algún día escribí sobre el miedo a la soledad de descubrir que lo que es mío siempre fue ajeno. Llegará entonces la vida con su martillo, abrogando toda inocente convicción de éste a quien ha tratado tan sospechosamente, y le hará saber que era en realidad lo que quería decir aquel día.

Una copa de ginebra: — Insistir fue mi lema en otra época, más no ahora. Aserción que fácilmente acaba el tiempo si las cosas nuevas que han aparecido llegan a desarrollarse un poco. Allí donde la insistencia muta en plegaría no pienso aparecerme, pero si algo de lo que sientes se hace mutuo, y traducido en aquello indecible, no tendrás más opción que delegar al sentir todo aquello que hoy legisla el entendimiento.

Un pobre hombre: — Mi amor creciente por el Martini, y que casi podría decirse mutuo, no tiene gran parecido con ella, aunque sí la levedad mía instantes después del saludo. Lucero niega todo con sus manos, hace un anillo con lo pensado y recurre a algún gesto que siempre deja un húmedo y tranquilo sabor en la ilusión creciente.

Una copa de ginebra: — Recorre con sus pupilas tu rostro sin darme cuenta yo, lo notas en quienes posan sus retinas en ella mientras lo hace. Luego te abraza y descansa su cabeza sobre tu hombro con algún sonido discreto, casi inaudible; sólo para ti. Su tardía displicencia no se asemeja a la del que miente, es por ello que tu mente se turba un poco.

Un pobre hombre: — ¿Qué será eso que no he de decir cuando ella está? ¿Qué será lo que no he de pensar? No buscaría yo jamás suplantar lo que ya ella ha vivido, empero me pregunto a menudo qué es entonces lo que supone la inconsistencia e inseguridad mía, aún más allá de la prevención inevitable que me acomete; no hallo respuesta que me satisfaga.

Una copa de ginebra: — Ella lo ve. Con ojos abiertos a la mar custodia cada sensación, cada movimiento de tu constante tranquilidad junto a ella. Aún diciendo esto, no logra siquiera mirar lo que acontece lejos de su vista, no es jurisdicción suya ni obedece a mandato alguno conocer lo que sientes en tu remoto paradero. La quieres, es cierto, pero tal vez no debieras.

Un pobre hombre: — Sibilino y lontano me encuentro, y me asombro de tan olvidada conducta. El café se hace aún más negro y se enfría en la amarga espera. Las palabras se sueltan para ella, todas son para ella. ¿Qué enfermedad deliciosa es ésta que me obliga a la mirada perdida? Que lo diga ella, pues reciben de seguro el mismo nombre.

Una copa de ginebra: — Truena en el cielo, las nubes preñadas de lluvia no te dan buen presagio a esta larga noche. No quisiera yo anhelar nada que te ilusione con patológica esperanza, más bien establece una paciente espera sin melancolizar el futuro. Que el agua nocturna se lleve entonces todo aquello que causa estas voces, que limpie cada línea con su implacable pureza y que devuelva al amor el hermoso riesgo que tanto divulgaste en otra época.



CODA: Te quedas ahora tú con mis prometidas palabras; se tú la lluvia que las limpie o el necesario epílogo de lo que ellas dicen.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Leí. Me dejó como una tormenta en la garganta. Me gustó. Sos muy bueno David Peña.