martes, 10 de junio de 2008

Clavos

Arturo insiste en que lo lleve. No puedo llevarlo. Es necesario que el pelirojo comprenda que no es bienvenido en todas partes.
Soy consciente, y doy fe, de que Arturo se contiene cuanto puede, pero siempre termina por abrir la boca y dejar salir todos esos sinsentidos. Por supuesto, los comensales se atragantan al intentar escuchar el tono convincente de Arturo.
He negociado con él. Lo llevaré a ver las fotos del zalamero, pero no irá el jueves a la cantina de Jamin.
No voy a bañarme para bajar un piso a tomar café. Está completamente decidido que seré un asqueroso hipócrita perfumado con desodorante.
Dejo la puerta sin llave, no vamos a demorarnos. Las escaleras, blancas marmóreas, de caracol hasta el segundo piso y la puerta metálica.
—Hola —dice el zalamero—. Sabía que no olvidaría mi invitación.
—Él es mi amigo, Arturo Piedras.
—Oh. Sí, pase, pase. Le serviré café.
Tiene puesto un albornoz rojo con manchas de blanqueador en una manga y una boina confeccionada en tela de toalla de un rojo aún más intenso. Las paredes están repletas de clavos, pero no hay nada colgado de ellos. En algunos tramos, con hilos de diferente color ha hilvanado un polígono. Uno se parece al mapa de Venezuela, está rodeado con hilo negro y aceitoso.
El zalamero habla desde la cocina. Pese a mi esfuerzo no logro saber qué me dice, creo que habla solo.
Arturo está siguiendo los clavos con una malicia que me hace pensar que comprende algo.
—¿Qué pensás?
—Creo que este tipo tiene algo así como un vicio. Martillar. Parece sencillo. Yo conocí un martillador que lo hacía bastante bien y sin embargo nunca consiguió trabajo, no era la época de martillar, por supuesto. Estos clavos que están cerca de la puerta son los primeros que puso. A medida que nos acercamos a la cocina vas viendo que el clavo está, en efecto, mucho mejor clavado. Estoy ansioso por preguntar.
—Preguntá lo querás.
El vecino se ha vestido con un pantalón verde y una camisa roja. No se ha quitado la boina y viene, como mesero de algún restaurante exótico, sosteniendo la bandeja con las tazas humeantes y demás artilugios tinteros; todo con una sola mano y a la altura del hombro.
—Aquí está —dice el zalamero mientras deja la bandeja sobre una mesita oriental de arrodillado—. No traje el azúcar pero…
—No te molestés. Lo tomamos amargo.
—Oh. Sí. Mucho mejor. Voy a traer las fotos. Supongo que no tiene usted mucho tiempo, digo, por su trabajo…
—Sí, sí, mi trabajo.
Inmediatamente se da la vuelta, tomo por el asa el pocillo, huelo el café; amargo. Un café dulzón hubiese sido caótico.
—No tiene panela —me dice Arturo.
—Al menos sabe hacer un simple tinto. ¿Qué opinás de la boina?
—Dejemos que hable a ver que le encontramos a la boina. Por el momento te digo que, para ser tan empalagoso, luce muy chic.
—¿Chic? —le pregunto riendo.
—Ahí viene, dejemos que hable.
—Ahora sí. Estas son mis fotos. Toma tú estos sobres y estos otros.
Abro un sobre azul. El morrito debe contener unas setenta fotos por lo menos. Las primeras diez, puntos negros dispuestos sobre una trama blanca casi imperceptible. Los puntos tienen tamaños diferentes y algunos lucen ovalados. Después, el color del fondo, aunque no la trama, va cambiando a cada foto que pasa.
Miro a Arturo. Saborea una servilleta y está asombrado. Tras él, cerca de la puerta de la cocina, unos clavos unidos con hilo naranja. Ahora comprendo, le toma fotos a los clavos. Este tipo no es de confiar.
—Cómo verán, ha sido un trabajo largo. He hecho resanar toda la casa unas seis veces.
—¿Qué se le pasa por la cabeza cuando está tomando estas fotos? —le pregunta Arturo.
—Oh. No. Cuando tomo las fotos yo sólo miro. Si pienso, algo anda mal. Sólo miro. Pienso cuando clavo.
Arturo y yo asentimos, pero es él quien pregunta:
—¿Qué pensás cuando clavás?
—Como si estuviera clavando las manos mismas de Jesucristo. Primero una luego la otra, y al final los piés. Ya verá usted que no es similar el sonido, pero, ¿quién sabe?, los huesos de Jesús pudieron haber sido de cemento. He conseguido sombras verdaderamente maravillosas. Una de un camello… debe estar por aquí. Ésta, de un niño y hay una de un león también. Quizá me apresuré a hablar de ellas sin contarles cuál es mi propuesta estética.
Se está pasando de zalamero. Ya no le oigo, pero Arturo escucha atentamente.

No hay comentarios.: