martes, 24 de junio de 2008

Virolatas

Me llamo Dairo José Montealegre. Tengo un perro que se llama Gaitán y no podría decir que he pasado la vida esperando algo de él. Tampoco es una vida muy larga la mía. Apenas un poco más que la de Gaitán, pero como dicen que los perros cumplen sus años con una mesura muy diferente a la nuestra —la de los humanos—, pues he decidido adoptar, voluntariamente, la minoría de edad frente a mi buen amigo.
Debiera decir que no es mi único amigo, o mejor, no ha sido mi único amigo. Tuve amigos antes, personas que hacían lo que ahora hace mi chandoso. En Brasil, me han dicho, le dicen virolatas (o algo parecido) a los perros cruzados. Chuchos en España, chandas en Colombia. Me gusta virolata. Al parecer traduce algo así como “vueltas a la lata”, de la basura, por supuesto.
Dos virolatas somos. Pero no damos vueltas a ninguna lata en especial, le damos vueltas a la vida, que a fin de cuentas termina siendo basura. En cierto modo, la manera como afrontamos el pasado Gaitán y yo, queda emparentada con el uso que los humanos le dan a la basura; la desechan para que quede oliendo a basura hasta que se deshaga debajo de más y más basura.
Gaitán me conoció en un pueblito cerca del mar, Arboletes. La vida allí es cosa de gente tranquila, poco movida y muy basurera. Cuando digo basurera me refiero, por supuesto, a esa actitud que tienen todos los humanos frente a lo que ya no sirve, pero en este lugar en particular la vida resulta un tanto menos olorosa, así que darle vueltas a la lata no termina siendo un oficio asqueroso.
Ahora sí, nuestras vidas, ambas muy caninas, están destinadas a seguir dándole vueltas a la basura del pasado, pero ya no con hambre de sobras, ni con el olfato aterrorizado por el hedor de la podredumbre, tampoco afanados por desaparecer lo más rápido posible de las cercanías del bote de la basura, no. Ahora le damos vueltas a la lata por vicio, porque ya no sabemos hacer otra cosa.
A veces Gaitán me dice que no debiéramos seguir oliendo lo podrido, otras, pretende que me deshaga de mi condición pseudocanina y salga a flote en lo que él llama “desconcierto prefuturo”. ¿Quién podría comprender lo que dice un virolata con tantos años de estar oliendo en basureros de tantas ciudades? No obstante, como sé de su madurez en eso de los años caninos, me entristece que sus palabras sean tan vehementes en momentos en los que no es posible desarrollar conciencias más allá de lo que no deja de doler. Es por eso que en la mayoría de las discusiones que hemos tenido al respecto termino por decirle las palabras de un psicólogo al que jamás le faltó lucidez: “sólo lo que no deja de doler permanece en la memoria”. Cuestiones de conciencia, nada más.
Y ahora, que la psicología parece estar inmiscuyéndose en los temas de nuestras nutridas conversaciones, preferiría fumar y no oler, pero a ambos nos quita el olfato. Se dirá que soy un tonto por estar hablando con un can al que nada parece importarle la manera en que se va pudriendo todo, la manera en que las sinceridades se debilitan hasta pudrirse y oler a basura, a mierda; no, no soy ningún tonto. Depresivo, terco y débil. Iluso y fácil de engañar, pero no tonto. Hay una gran diferencia entre la ingenuidad por exceso de confianza en el otro y la ingenuidad por falta de seso. Ambos pecamos por exceso de confianza, sin que ello quiera decir que nos sobra el seso. Gaitán sabe perfectamente que no hemos tenido que vérnoslas con temas de mayor delicadeza hasta ahora. Si bien preferimos las vicisitudes de las asimetrías afectivas, no sería justo ni cierto decir que no hemos tratado temas de basura. Por ejemplo, el amor.
Conocimos a otra chanda hace algo menos de un mes (en la medida canina). Era una hembra. A Gaitán no le gustaba su olor siempre perfumado. Sin embargo, a mí, que tengo menos de canino que Gaitán y, por tanto, un olfato mucho menos desarrollado, me pareció perfecta para integrarla al grupo y seguir dándole vueltas a la lata. Funcionó por un tiempo, pero pronto descubrimos que a ella la basura no le importaba, que la asquerosa mezcla de deshechos, incluidos los propios, no le eran agradables. Gaitan y yo creemos que se trató de un engaño, pero lo cierto es que fue una compañía más que efímera, sin ningún interés en las cosas que huelen mal.
“No importa, mi querido Gaitán, le dije, los perros, perros somos”. Ahora, nuevamente solos, mi can y yo seguimos buscando botes de basura para orbitar alrededor de lo que a los completamente humanos les da asco. Y de tanto darle vueltas al basurero de Mondoñedo (para los que no lo conocen, está situado en la capital) hemos llegado a una tonta y efímera conclusión: Nuestra basura y nuestra mierda fastidian a todos, pero sólo nosotros logramos disfrutar el fastidio ajeno.

No hay comentarios.: