martes, 7 de agosto de 2007

Ni de carne ni de hueso



Podría comenzar a escribir, por ejemplo, copiando la primera página de algún libro. A lo mejor tal cosa provea de sentido a esto que soy antes de enloquecer del todo. No, no servirá de nada porque mi pudor es más violento que mi voluntad. No daría resultado, dadas las circunstancias, a causa de una enorme falta de amor propio que no quiere seguir conviviendo con una enorme vanidad.
No deseo morirme por mi cuenta, sería demasiado fácil incluso para un pobre mediocre como yo. Desearía, más bien, desaparecer, volver a mis viajes siendo realmente otro, con otro nombre y otra cara, con una historia menos vengonzosa.

Hasta la mirada del más torpe me da vergüenza. No siento orgullo de nada y me duelen las dos vértebras de siempre.¿Qué será lo que tanto me avergüenza de mí? No tengo una buena respuesta. A lo mejor es que no logro domar tantos demonios que tengo adentro. No es fácil vivir sin algo que te impulse, menos fácil aún, permitir que el impulso esté en el pasado. Y eso que muchas veces me he tomado en serio a mí mismo gracias a una reminiscencia, pero al final termino por avergonzarme y salir corriendo.

Hasta en mi cama, de madrugada, El Inútil se mete entre mis cobijas, me despierta y se ríe de mí. ¿Será la depresión? No, es el mundo. Nadie se armó de sinceridad y le dijo al pequeño Arturo Piedras que después de dos años sin hablar, dedicados únicamente a escribirle una carta a su difunto padre, había perdido el tiempo; que no tenía talento para escribir cartas y que quizá debería dedicarse a las oficinas.

Sigo escribiendo cartas, aunque no he vuelto a callar. Pobre de mí; 28 años después ni siquiera he podido hacer silencio un par de horas y escribir algo como Dios manda.

La única persona que me reconoce me tiene por un pobre imbécil. No la culpo por tener un buen ojo. Es cierto que soy un imbécil, tan cierto como que muero de pánico con la posibilidad de que Malala no me reconozca como Arturo Piedras y tenga que inventar algo para que me reciba en su casa.
Le ruego a la vida por una muerte más carnal que ésta, una de verdad. «No jugués conmigo, yo no quiero negociar, siempre pierdo», le digo. Ahora ni siquiera puedo perderme yo, porque no existo. Soy como un alma en pena que prefiere el infierno a la incertidumbre.

Pasé temprano por el parque Laureles y vi que unos taxistas jugaban ajedrez. Junto a ellos estaba mi vecina, Ana María, seguramente esperando a que su padre terminara el turno. Me acerqué, la saludé, no me reconoció.

Por la tarde, en la tienda de la esquina, pese a que la llamé por su nombre y le pregunté por su esposo, doña Rosmira tampoco me reconoció. Me sostuvo una mirada desconfiada y me supe desconocido. Salí conteniendo el llanto por algo que ignoraba y sin embargo me decía a mí mismo, sin saber por qué, que todo aquello era merecido.

¿Por qué motivo yo, que he construido mi vida solo, a fuerza de tantas vergüenzas y desventuras, habría de merecer un castigo tan horrible como el de ser olvidado? Me adulo aún sin amor propio. Esto es casi tan sucio como quitarse la vida. En cierto modo, quitarse la vida puede ser tan limpio y puro como venir a ella; una simple esperanza ¿Dónde estará la esperanza renovada de ayer? Como todo lo de ayer: desaparecido.

Como es domingo, no voy a buscar trabajo. Un escritor de cartas, por dudoso que sea su talento, merece también descansar de su frustración. Lo más seguro es que no consiga trabajo escribiendo. Da igual, ¿qué vergüenza podría sentir un mendigo cuya vida ha sido siempre su propio obstáculo? Podría pedir limosna, pero ¿será lo suficientemente pobre esta ciudad para darme una moneda? Sin duda.

Hoy he tenido tiempo de salir a caminar y recordar la ciudad tal y como la dejé hace doce años. Los árboles que estaban a lado y lado de la 33 han desaparecido, los nombres de algunos bancos no son los mismos, otros han cambiado de colores sus avisos luminosos. No se cagan en la cabeza marmórea de Simón Bolívar las palomas del parque de Belén, simplemente porque no están.

Me llamó la atención que la calle Recife ya no esté sellada, y el enorme laurel donde el anacoreta y yo construimos en seis días una casa de madera seguramente ha sido quemado en las chimeneas de la ciudad.

Hace doce años, los edificios en Medellín no tenían chimeneas. A la ciudad la llamaban La eterna Primavera, el clima insípido había sido exaltado con el apelativo de primavera, y quizá lo era, pero jamás eterna, porque hoy por hoy hace tanto frío como en la capital.

Estando yo en Guatemala, había oído en la radio que no sé qué fenómeno había traído la nieve a Medellín. Mala suerte la mía no haber estado aquí. El frío con nieve está justificado por su simple belleza. Quizá el hielo haya cubierto también la memoria de la ciudad y por eso nadie me reconoce.

Almorcé una hamburguesa en San Juan. Caminé hasta el cruce de los supermercados y compré una botella de vino, luego regresé a casa y seguí escribiéndole mi carta a Virgilio.

He dedicado muchas horas a escribirle a los muertos. Son, a fin de cuentas, los únicos que no se impacientan. Además es necesario decirlo todo de una vez porque lo más seguro es que no respondan. A causa de estos motivos he ido perfeccionando, creo, mi manera de hablar con los muertos. Hablo con ellos, les cuento cosas, pero evito en la medida de lo posible hablar de otros difuntos.

Volví a salir. Se me había acabado el vino y no tenía nada que contarle a Virgilio en mi carta. Subí al cerro para ver la llegada de la noche con cuarto menguante. En el camino de regreso me cogió un aguacero faltando todavía un buen tramo para llegar a casa. Me metí a escamparme en el café Bolsón. Yo conocía aquel lugar con otro nombre que ya no recuerdo, pero seguía teniendo la misma disposición, excepto la chimenea, incrustada de alguna manera, durante la época del frío, en una esquina junto a la barra. Pedí una cerveza sin mirar a la camarera, cuando me la llevó a la mesa, mirándola a los ojos para darle las gracias, la reconocí de inmediato: era Carmenza Patiño, pero no me reconoció.

Tengo la horrible certidumbre de ser un algo transparente, atravesado por la lluvia y el asfalto brillante, como el reflejo de mi cuerpo en la ventana. Ni Lucero ni Carmenza ni Martina ni el anacoreta ni Antonio ni nadie; todos me recuerdan pero ninguno me reconoce. Hasta encuentro insolentes las palabras que me juzgan por haber olvidado y las que me señalan como un hombre que lloró fingidamente al despedirse. ¿Con qué derecho me dicen cruel, mentiroso, olvidadizo y hombre sin corazón? No he sido bueno, por decirlo de alguna manera, con muchísimas personas y en muchísimas situaciones, pero no me cabe la menor duda de que cada lágrima fue impulsada por el dolor inefable de haber perdido casi todos mis sueños con un simple giro de la vida. No he culpado a nadie por ello. La vida es así, la mía es así. La ofrezco siempre completa, sin escarmiento y sin dejar de ser soñador, iluso, terco; la ofrezco completa y la pierdo completa.

Un día, una jefa que tuve me preguntó si en aquel vientre deseaba yo engendrar mis hijos. Le dije que sí al tiempo que le acariciaba con todo mi amor, convencido de que así sería. Ahora ese vientre es de otro, no engendrará mis hijos. Han pasado muchísimos días y me he vuelto estéril para el vientre de esta camarera que me atiende sin reconocerme. Y como duele tanto no ser nadie para nadie, como duele tanto no compartir un vientre, un vida, un corazón, a cualquiera se le hace más fácil olvidar. Yo, en cambio, no olvido. Las esperanzas inútiles son una mancha de aceite en este tejido que es mi existencia.

No, no he olvidado nada de nadie. Es más, en mi soledad dulzona, lloro sin fingir por los futuros que no serán y el vientre que no me hará padre; lloro desesperadamente por no suplicar.

Pobre de mí, Arturo Piedras. Las heridas, los dolores y la gran cantidad de abandonos que me han llevado a mirar el vacío desde el piso 14 y rogar, a cuanto dios visita mi cama, por el regreso de quienes han extraviado su amor por mí, resultan ser actuaciones de cinco pesos. No los culpo. Si para ellos mis llantos han sido una pantomima, mejor será que ninguno me reconozca. Pobre Arturo Piedras, pobre de mí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hay tantas palabras que se hacen mías, tantos actos que se hacen mios, tantas cosas que parecen mias. los fantasmas existen, siempre. somos fantasmas todos los días, para muchos, para todos, para algunos. lo importante es no ser fantasmas para nosotros mismos, pero eso es suficientemente dificil. qué importa la gente? mucho, para lástima propia, pero mientras llegan, porque nadie es irremediable e irremplazable, la soledad hay que aprenderla a llevar consigo! tambien lamentablemente dificil. me duelen las palabras, pero me gustan, mucho... ese dejo de dolor, que puede ser, que puede no ser... pese a todo, las palabras pueden ser la compa;ia, pero sobre todo, la salida.

sólo al final, el último párrafo, lo volvería a leer. creo q tiene una frase que no cuadra con la anterior.

estas en medellin?