jueves, 16 de octubre de 2008

La Ranita

¿A quién le estorbará que yo haya matado una rana un cuatro de julio del siglo pasado? No creo que existan muchos personajes interesados en mi infancia. Ancas de rana se comen en algunos países de gente muy decente que nada tienen para envidiarle a nadie.

Caminando por la acera, concentrado en no pisar la juntura de las baldosas y pensando, además, en los últimos momentos de libertad que tuvo el pobre anfibio, antes de quedar rendido a mi macabra tiranía infantil, lo más probable es que me encuentre con la imagen del animalito huyendo con saltitos verdes, babosos e inútiles. Otra cosa sería realmente borracho, o embebido de quién sabe qué euforia; otra infancia. La ranita estará nadando cerca de la superficie pensando en insectos o en algún miembro de sus veintidós familias.

No, no es posible tener una sola infancia. Sería como tener que llevar a Arturo a todas partes y no cambiar nunca de rana. En cualquiera de los casos tendrá que aparecer, defendiendo la ranita, el vecino Lucho Trespalacios, soltero todavía —¿qué estaría haciendo el enorme Trespalacios, alto y musculoso, salvándole la vida a un anfibio si tuviese a su mujer en casa?— lo único que hizo en aquella ocasión fue gritarle al chiquillo para que saliera de su estanque.

Asustado, sin mayor interés en las palabras del negro, Arturo se dio vuelta para ver quién gritaba. Estaba equivocado respecto a la distancia que había calculado habría entre él y su vecino. Casi con pánico, corrió campo abajo alejándose del estanque, mantuvo la rana en la mano sin aprisionarla demasiado. Cansado y seguro de haber corrido lo suficiente, distinguió el sendero que iba hasta la huerta de don Manolo. No debiera decir don a un tipo tan exasperadamente tosco y vulgar, cuyo único talento reconocible era la elección de vestidos para su mujer. No obstante sé que muchos no le reconocerían sin el don; así que don Manolo, dueño del huerto donde a menudo Arturo robaba cebollas y calabazas, apareció frente a él con el machete en la mano izquierda.

Sería estúpido engañarse con todo lo que anduvieron diciendo desde que Arturo salió descontrolado de la huerta de don Manolo y regresó al pueblo por el lado del puerto. Corrió tres cuartos de hora y luego siguió caminando cuando sus jadeos se convirtieron en un llanto suave y carente de melancolía. Mantuvo empuñada su mano, sintiendo las tripas de la rana, la piel de la rana, los ojos y las ancas. Apretó con fuerza sin abrir la mano, sin curiosidad. Pasó por el puerto, por la playa, por su cuadra y su casa hasta llegar a la cocina y tirar el amasijo orgánico sobre unas cáscaras de plátano que había en el cubo de la basura.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Póker

Me voy caminando con Arturo hasta la cervecería de Jamin. Al parecer está cerrada, pero alcanzamos a oír algo del otro lado. Alguien se acerca por la esquina. La silueta es inconfundible. Es Federico, el zalamero.
—Buenas noches —no nos ha reconocido—. Viene usted… Oh. Se trata de usted. ¡Qué casualidad! Viene a jugar con Benjamin.
—Si.
—Oh. Claro. Usted no lo sabe. La puerta nunca tiene llave. Pase, pase.
En sombras se ven las sillas arrumadas, la mesa de billar vestida y espejos en las paredes. Voces reverberan desde una habitación interior, el zalamero va adelante. Tose fingidamente.
—¡Mister Benjamin! —grita el bonachón vestido de rojo con sombrero negro.
—¡Comandante Chaverra! —se oye del otro lado en la regular pronunciación del gringo.
Empuja la puerta giratoria de la cocina. Jamin está de pié, recostado sobre la nevera y pálido bajo la luz de neón. El otro, un gigante barbado, pelinegro y narizón, está sentado al fondo junto a una mesita redonda y unas botellas de Ron.
—Don Hacho —me dice el gringo ofreciéndome la mano.
—Buenas noches señores. A juzgar por la cantidad de botellas, no estamos todos.
—Hoy no contábamos con ustedes, habrá que poner más sillas y sumar un naipe. ¿Qué beben?
—Ginebra —respondo con ilusión.
Se suman Arturo y el zalamero:
—Ron.
—Ron.
Reconozco al gigantón. Estaba en la biblioteca enderezando clavos oxidados. Me ha puesto muy nervioso, pero no tiemblo.
La reunión se pasa de bizarra y yo preciso con Arturo.
—Veo que se conocen. Él —dice señalando al gigante— es Adolfo. Adolfo, ellos son Hacho Díaz y…
—Federico —contesta el zalamero.

Nos sentamos alrededor de la mesa, Arturo decide quedarse por fuera del juego. Comienzo a tener miedo de cualquier cosa que pueda ocurrir. Los cuatro sentados, ensombrecidos y humeantes, jugando a las cartas. No puede ser tan grave ni horrible el hecho de que las cosas se vayan dando. No nos aceleremos todavía, vamos despacio que el juego es el juego.
Adolfo reparte mientras fuma un puro. Sus dedos están gordos y callosos. El zalamero empieza por decir algo de la papa. A lo cual se suman tanto Jamin como Adolfo. Al parecer estoy metido en una reunión de algo más que jugadores de cartas.
Pronto me entero de que Jamin también es aficionado a los clavos. Bonita afición la del gringo este.
Estoy yo tratando de ganar un juego a ver si no me toca mirar el resto de noche y él hablando de su pasión por unir madera con clavos. Qué cosas las que hay que ver.
Este es un momento perfecto para aceptar la frustración y continuar con un poco de seso, pensar en las cosas que realmente valen la pena, como producir o conseguir un carrito para empujar.
Debe saberse en la mesa que no soy ningún idiota. Debe saberse porque no falta la manera de existir que a otro se le antoja.
Que dolor de espalda y yo aquí sentado jugando con esta corte de clavómanos.
Adolfo ahora está diciendo que todo clavo sobre la papa debe permitir el injerto de un cogollo fértil. Es complejísimo siquiera concebir una papa sin clavos. La puntica filuda que entra en el tubérculo para saberlo tubérculo. ¿Cómo si no?
Voy, pago, subo, pago.
No he ganado nada en toda la noche. No sé qué hacer. Tengo ganas de irme. Es día de velitas, puede que sea romanticón el ambiente allí afuera. Ahora está hablando Jamin, dice que la guerra no se hace, sino que se olvida. La guerra se hace para olvidarla. —Dime, le dice el zalamero a Adolfo, ¿Qué consigues tú enderezando clavos?
— Consigo enderezarlos. En cambio vos qué logras en tu casa. Hacer ruido y agujeros.
—No creo que sea poca la molestia del ruido que haces en la biblioteca. Mi casa es piel y cicatriz del tubérculo. Mis fotos son como el agujero que deja el clavo. Papa para los pobres. Papa para los ricos. Papa para todos.
—En esos cruces de almidón y agua, la información fluye orgánicamente, fisiológicamente imposible.
El pedazo que a mí me toca de papa es fácil de manejar. La humedad me endurece.
Necesito retomar el control de la situación, no dejar que las papas se me metan en la cabeza sin la cordura que necesito para jugar. Debo alejarme de los clavos todo lo que pueda. No lo dejen burlarse de mí, no dejen que me lleve el diablo, yo necesito salir esta noche sin miedo, hasta que se prenda de nuevo el bombillo.
Al parecer va a llover. Que se oiga entonces el gotereo toda la noche. Arturo Piedras sigue sentado y callado.
Jamin está ebrio. Ahora está diciendo que basta de empacamientos pseudoreligiosos, basta de sirenitas cantándo para que las pérsonas dejen de vivir como viven y comiencen a vivir como deben. Ah. El sabor de un papel bien sencillo. El que rodea los chocolates y se deshace en la boca con un aroma dulzón; nada que envidiarle a unas trufas.
—Voy.
Voy dice este gringo malnacido, voy. Y yo, que no tengo otra que jugar, no quiero ir.
—Voy.
Zalamero hijueputa.
—Voy.
Este loco enderezaclavos.
—Voy. No tengo opción.
Adolfo se dirige a mí mientras saca la cuarta carta:
—Amigo Hacho. ¿Ha tenido usted alguna experiencia con la papa y los clavos?
—Al parecer es completamente necesario. He oído algo de lo que hablan sin entender mucho y creo que la razón de todo cuanto he tratado de hacer no es otra cosa que injertos conceptuales al tronco de algo que ya conocía previamente. En cuanto a los clavos, no soy bueno para el ruido, pero considero que la punta del clavo no necesita una posición específica para mantenerse firme. Claro, la punta hacia el frente, pero no debe estar vertical. Puede, digamos, estar un poco ladeado o doblado, en cuyo caso usted estaría eufórico porque ha encontrado lo que buscaba. La gran diferencia entre ustedes dos radica, creo, en el hecho de que Federico utiliza los clavos para clavarlos y usted sólo los endereza. No creo que lo que ustedes piensan esté tan enfrentado.
—Confundes clavo e injerto.
—Voy —dice el zalamero y el gringo mueve la cabeza soltando las cartas.
—Yo voy —digo poniendo las fichas en el centro de la mesa—. Es posible que yo esté confundiendo clavo con injerto, pero ten en cuenta que el clavo, aun cuando resulta de gran utilidad, no tiene la posibilidad de germinar.
—En ello radica la importancia —me dice el zalamero—, porque, dado el caso de que el clavo pudiese dar lugar a una nueva papa, nos enfrentaríamos a los arboles de papa. Las posibilidades tubérculas van más allá del clavo en sí, pero no hay manera de confeccionar ningún conocimiento según tu lógica del injerto. Sería simplemente incontrolable.
Adolfo va a sacar la quinta carta. Necesito un siete. Sale un siete. Ahora tengo esperanzas de ganar.
—Es incontrolable de todas maneras —insisto en la discusión—, tendrías que tener toda la pared repleta de clavos y, claro, la destrozarías y sólo tendrías clavos. En tal caso necesitarías clavar sobre los clavos y eso si resulta incontrolable, además de confuso y poco eficaz.
Tengo tres sietes. Adolfo terna de seis.
—Buena suerte. Estuvo a punto de irse del todo —me felicita el gringo.
Quisiera haber perdido para largarme. Aunque sigue tronando, quizá esté cayendo un diluvio afuera.
Arturo ha estado oyendo atentamente la conversación de la mesa, pero sólo mira. En realidad juega mirando. Me temo que va a abrir la boca. En efecto:
—No hay necesidad de que nos concentremos mucho, es simplemente ser libre de clavar o injertar cuanto nos plazca, siempre que nos cautive en todo sentido el clavo o el injerto. Imbéciles, ni siquiera soportan el silencio de unas cuantas noches de amor para que se estén quejando ya de tantas ranuras en la pared o injertos en la papa. La papa se agrieta o muestra sus cogollos, pero necesita tierra. Es un tubérculo, no un árbol. En fin, sea de la manera que sea, injerto o clavo, la papa queda alienada con la presencia de un objeto extraño a ella. Claro, en el caso del clavo no hay simpatía orgánica, pero resulta didáctico y fácil si se enderezan los clavos antes de clavarlos. Ahora me disculpan pero me quiero ir, es el día de las velitas y caminar parece una perfecta idea.
—Yo lo acompañaría —me dice el zalamero— pero quiero ganar el juego.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Carmenza II

A Carmenza le encantan los muertos, afición que sin ser cultivada apareció cuando apenas tenía cinco años. Estuvo en el cementerio el mismo día que murió su primer gato. Llegó por la noche a hacer la tarea y dibujó a su pekinés echado al pié de una lápida. Desde entonces ha tenido treintaiún gatos y amor rebosante por los muertos. Cordero es el treintaiuno.
Habla todo el tiempo de los muertos. No parece ser una obsesión; una verdadera pasión por lo que no está vivo. Ella ve la muerte en las piedras porque no tienen vida, en las lápidas que son piedras y que tampoco tienen vida: «es el mejor símbolo para clavarle a uno cuando se muere; una roca fría y eternamente muerta».
A las ocho de la mañana, le da de comer a su gato, se ducha y desayuna diciendo en voz alta cada uno de sus anhelos, ya repetidos de memoria. Cordero oye del otro lado de la mesa cuyo mantel a cuadros tiene manchas de aceite en las puntas.
Se viste y sale. Saluda al Portero del edificio, Don Feliciano. Se monta en su bicicleta y sube hasta la iglesia, se pone la camisa blanca y recibe el turno de Camila.
Desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde trabaja sin mucho qué hacer en la fotocopiadora. Se divierte haciendo cuentas, dejando el dedo para que salga fotocopiado en alguna esquina del papel. Disfruta tocando el papel tibio que sale de la máquina y conversa un poco con clientes recurrentes, en su mayoría jóvenes universitarios que le merecen una rebaja o hasta un favor.
Entre ellos hay uno que le atrae. Ha pensado que cuando se sienta con ganas de irse a la cama va a intentar con él. Se le dan bien los jóvenes y le encanta que sean todavía ingenuos en la cama y en el amor, quizá teme defraudarlos.
Almuerza a eso de las dos. Sólo tiene media hora. Come empanadas cerca y luego se fuma el primero de dos cigarrillos que se fuma en todo el día, tumbada debajo del enorme Laurel del parque. Le gusta el rato del cigarrillo porque justo a esa hora, del otro lado de la calle, ensaya el coro del pueblo y puede oír cómo se va perfeccionando el Teodora de Händel. A veces va a verlos cuando se presentan en lugares cuya entrada es gratis o con descuento sustancial para el estudiante. Para que le crean presenta la escarapela que le obligan a usar en la fotocopiadora y siempre funciona.
Las tardes son más fáciles. Los clientes llegan en menor cantidad. Las últimas horas de su trabajo en la fotocopiadora son vacías y tiene la costumbre de leer. Lee todo lo que sea nuevo, lo compra pirata en el semáforo donde también compra la marihuana de los domingos. Está leyendo el libro de un maquinista. Después de su rato de lectura echa la persiana metálica y deja las llaves donde Marleny, la de la tienda, para que en la mañana su compañera Camila, que abre a las cinco y media, se las reclame. Entregadas las llaves, regresa por una ruta diferente a la de la mañana, pero igual todas las tardes.
Le da de comer a Cordero, se baña nuevamente y se pone una falda para ir a trabajar al café, donde esta noche regresará, después de doce años, Arturo Piedras.
No lo va a reconocer, no va a ver en su rostro al que era hace tantos años. Todo lo que le ocurrirá será que se le levantarán sus ganas de cama con aquel hombre que le resultará familiar, pero jamás igual ni parecido a Arturo Piedras. Le hablará de él toda la noche, con una complicidad extraña, como si le hablara al espejo.
Después de que escampe, muy tarde, a eso de las tres de la mañana, tomará su bicicleta y se irá para la casa a dar de comer a su gato, fumar el segundo cigarrillo y dormir porque no hubo tiempo para leer ni ver novelas.
Ya en la cama, pensará en el hombre que se embriagó esta noche en el café y luego en las playas del golfo y luego en su amor por Hacho Díaz y de pronto ya no serán pensamientos sino un sueño turbulento con La Casa de La Opera de Sídney y el Teodora de Händel.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Carmenza I

Carmenza no es muy talentosa para nada. A veces recuerda que no fue capaz de hacer coincidir la figura de la estrella en el agujerito que le correspondía de aquel juguete infantil. Lo asume como algo simpático, nada más.

Tiene el pelo lacio, corto y negro. El corte es algo snob; se peina con dos colas, una a cada lado del occipital. A veces clava un lápiz en alguno de los moños, parecido a como lo hacen las universitarias. Tiene los ojos azules y grandes pero poco expresivos. A veces los maquilla con una sombra que no le queda nada bien. Se ve triste, muy triste con esa raya negra sobre el párpado inferior. Sus orejas, blancas como todo su cuerpo. Un cuello exquisito y grandes senos; rellenita, sin curvas convencionales y buena amante. Tiene labios enormes y un lunar en la espalda.

Trabaja de día en una fotocopiadora y de noche en el café El Bolsón. Sus padres demoraron mucho en separarse y los últimos años que vivió en casa familiar resultaron un infierno. Desde que se fue de casa no pide más, se siente tranquila en su pequeño y viejo apartamento de soltera divorciada.

En la fotocopiadora luce muy simple y aburrida: camiseta blanca y jean azul. Cree que por dejar ver su dedo en algunas fotocopias entonces las ha firmado y tienen algo de ella. No se queja de nada y visita poco a su padre para no recordar. Su madre murió hace un año. A ella Hacho le parecía un tipo «decente» pese a que de nada le servía para casarse con su hija.

Ahora vive sola en una calle oscura cerca del río. Tiene un gato que se llama Cordero y le gusta comer pizza de pedazos en la calle. Cuando sale del café, ya muy tarde, pasa por el horno callejero de Evelio y se come un pedazo con gaseosa.

El café no le gustaba, pero aprendió a tomarlo con Hacho en su luna de miel, juntos por el golfo. Ah, como le gustaba recordar los momentos en que se sabía enamorada.

Le gusta pintar, aunque jamás le ha mostrado a nadie ninguna obra —excepto a Isabel— El contacto con los colores de alguna manera le ayuda a mantener un mejor recuerdo de las cosas que le valen la pena.

Carmenza sueña con ser pintora; hacer una exposición para que todos le admiren sus pinturas; enamorar a algunas personas para quedar contenta, quizá vender unos cuantos cuadros y, bueno, exponer en algún museo o recibir algunas buenas críticas de los que admira. Sueña con Australia porque le dijeron que su abuelo materno provenía de allá.

Sueña también con hacerse dueña del café donde trabaja, adornarlo con sus pinturas y cambiar todo el repertorio de la rocola.

Tiene un par de amigos, Isabel y Hacho, su exmarido. Con Isabel habla poco, vive en los Estados Unidos. En cambio con Hacho se ve muy a menudo. Más que nada los domingos que no hay fútbol en el pueblo. Salen a tomar café y a veces se embriagan cuando el lunes resulta festivo.

Pensó en irse con Isabel, ahora su amiga está por casarse y pronto regresará millonaria. En cambio ella sigue allí, metida en un rincón de sus ensoñaciones, recordando todo lo que puede sus momentos felices. Y no por Hacho, sino por la melancolía de recordarse feliz junto a un hombre que bien pudo haber sido otro cualquiera.

Carmenza le teme a los perros. Cree que morirá de un infarto un día en que un perro comience a ladrar cerca de ella. También le teme a la policía; el temor es heredado.

Amó a Hacho mucho menos tiempo del que él la amo a ella. Y aunque quizá no lo ha comprendido, la separación no ha sanado tan bien en ella como en él. Al fin y al cabo, aunque sólo fue por poco tiempo, ella jamás estuvo más enamorada de nadie. Hacho sí.

No tiene problema en conseguir un par de amantes al año, descansando en su soledad con iguales intervalos en que disfruta de la cama.

No se ha vuelto a enamorar, la vida le trata tan bien que piensa suficiente el recuerdo para mantener sus afectos firmes, lo bastante para estar de pie frente a las cosas de todos los días.

Va en bicicleta a todas partes, aunque el perímetro en que se mueve todos los días, excepto el domingo, es bastante reducido. Desde el río hasta la iglesia de La Sagrada Familia y desde el parque hasta la hacienda San Juan. Los domingos se va al campo, fuma marihuana y a veces se embriaga.

Casi siempre viste faldas, pero en la fotocopiadora no se lo permiten. Gracias a una fuerte insistencia, sus patrones en el café terminaron por aceptarle las faldas que ella misma diseña y confecciona.

Su cuarto es sencillo y extrovertido, igual que su actitud frente a los extraños. Cordero duerme con ella en la cama doble de edredones rosados. En las paredes de su habitación, forradas en corcho, no hay un solo espacio ocupado, del techo cuelga un móvil con pececitos de madera, soso y bastante tieso pero muy colorido. En el otro cuarto del apartamento, el cual le sirve de taller, hay un caballete escondido entre pinturas arrumadas sobre las paredes. En el caballete un lienzo pintado de negro mate.

martes, 9 de septiembre de 2008

Génesis



Al comienzo no existía nada... entonces Dios...

viernes, 5 de septiembre de 2008

El infierno

Hace ya bastante tiempo que estoy pensando en el infierno. No creo en la posibilidad de que una vez muerto me vaya para el infierno, sin embargo me he ido dando cuenta de que hay temporadas infernales. Los últimos seis meses han sido una de esas temporadas en que uno, aún vivo (sólo técnicamente hablando), logra vivir un infierno. Hay algo más, este infierno del que hablo es meramente voluntario; uno escoge el día en que deja la realidad y comienza a padecer el infierno. No escribo para quejarme por mis condenas, lo hago para dar aviso de la experiencia y, de paso, advertir de mi regreso.
El averno, el mío por lo menos, no tuvo ningún Lucifer, ni Satanás ni Damián ni Aqueronte ni Estigia ni círculos condenatorios; la única compañía que tuve fue mi verdugo de turno. Realmente se trataba de alguno de esos que soy, una especie de alter-ego cuyo látigo, confeccionado con recuerdos, nunca fue lo suficientemente acervo como para hacerme desfallecer. La memoria, la tonta memoria de los hombres no puede matar a nadie, únicamente consigue hacer vivir un infierno cada vez menos agresivo y más doloroso. Yo mismo me proveí de nostalgias, de melancolías, de rencores y sobretodo de culpas. Ese látigo que yo mismo usé contra mí durante meses ahora ya no golpea mi espalda, ya no sufro, ya no melancolizo el pasado.
Mi regreso a la vida de los mortales era fácil de conseguir, cuestión de perdonarme, ya que nadie me hizo nada que tuviera que perdonar. Mi ausencia ha causado estragos en todos los lugares en que habitó mi cuerpo mientras estaba en el infierno. Ahora apenas he comenzado a ordenar mi cuarto, pronto será la vida completa. He vuelto y no tengo miedo, he vuelto sin nada de que vengarme, sin nadie a quien reprocharle por mis tontos sufrimientos. No expondré una sola disculpa, no daré explicaciones ni haré preguntas, simplemente he vuelto para mí. Ahora que miro por la ventana y veo las mismas cosas de ayer me doy cuenta de que el infierno puede ser la parte más oscura de nuestra voluntad, o bien la total ausencia de la misma. No soy nada grande, pero tengo conciencia de estar completamente vivo.

domingo, 31 de agosto de 2008

Domingo



Hoy es domingo, no voy a buscar trabajo. Un escritor de cartas, por dudoso que sea su talento, merece también descansar de su frustración. Lo más seguro es que no consiga trabajo escribiendo. Da igual, ¿qué vergüenza podría sentir un mendigo cuya vida ha sido siempre su propio obstáculo? Podría pedir limosna, pero ¿será lo suficientemente pobre este pueblo para darme una moneda? Sin duda.
Me desperté sin la menor intención de mover un músculo para conseguir trabajo. Con lo que tengo podría vivir, por lo menos, dos o tres meses. Si después de este tiempo no he conseguido emplearme en algo, comprenderé por qué.
Almorcé en la hacienda San Juan. Caminé hasta el cruce de los supermercados y compré una botella de vino, luego regresé a casa y seguí escribiéndole mi carta a Virgilio.
He dedicado muchas horas a escribirle a los muertos. Son, a fin de cuentas, los únicos que no se impacientan. Además es necesario decirlo todo de una vez porque lo más seguro es que no respondan. A causa de estos motivos he ido perfeccionando, creo, mi manera de hablar con los muertos. Hablo con ellos, les cuento cosas, pero evito en la medida de lo posible hablar de otros difuntos.
Sin bañarme y sin afeitarme me antojé de ir a la biblioteca. La ruta de bus; iguales los automóviles, la plaza de mercado, las aceras repletas de la zona oriental, el edificio con cresta y los jardines del ayuntamiento.
Me bajé frente a la alcaldía, caminé ajeno a un lugar tan familiar y sentí un vacío melancólico que nada tiene que ver con la carta de Virgilio.
Desde antes de entrar a la biblioteca, sonaba un martilleo inconstante. «Una obra», pensé. La decoración y la disposición de las estanterías conserva algún parecido con mi recuerdo. En las mesas que están frente a las ventanas una pareja de estudiantes parecía haber decidido dejar de estudiar debido al fastidioso martilleo.
Miré hacia todos los lados y subí hasta el tercer piso, no encontré la obra. Como no pude encontrar el lugar del que provenía el martilleo pensé que podía ser arriba, en el cuarto piso, quizá en las oficinas.
Bajé rápidamente al segundo piso y pensé en buscar un libro y leer hasta que cerraran. Entre dos estantes de la sección de historia encontré en el suelo al martillador.
Era un viejo barbado con una enorme nariz y grandes orejas. No pude ver sus ojos porque estaba concentrado en sus manos; una sostenía clavos doblados y oxidados, otra los enderezaba a martillazos.
Pese a que no tenía oficio aparente y deshacía calma natural de la biblioteca, nadie se le acercaba para pedirle silencio. Era un martilleo estruendoso y arrítmico, como un contra-tic-tac que disimulaba la existencia del mundo. Los profesores y alumnos, que cruzaban miradas con él, le saludaban con respeto y admiración.
Tomé un libro y me senté a leer en el suelo, cerca del tipo del martillo, pero sin que éste pudiera verme del otro lado del anaquel.

lunes, 21 de julio de 2008

Pinscher

Bambi, el pinscher, con todo lo rápido y pequeño que era, consiguió, rápidamente, conquistar a todos en la casa. Ustedes, claro está, ya han comprendido que no se trataba de un reno sino de un pinscher enano, linaje de perros miniatura.

Aunque tenía la mayoría de las características morfológicas de Bambi a escala reducida, no era, por supuesto, un miembro de la familia de éste, como pudo serlo del caniche de la tía Estela o del schnauzer enano e insolente del alemán que vivía en el primer piso del edificio Zafiro, cerca del parque redondo de apellido “Del Amor”. Mi pinscher enano, de origen bárbaro y ancestros particularmente famosos entre 1905 y 1914, no se crió de forma significativa en Alemania, pero sí en esta república, para su suerte gris, en mi casa; en la pequeña, y sólo a veces calurosa, familia Piedras.

Aquel Gaitán, cachorro, era un perro de cabeza plana y hocico disminuido, sus ojos oscuros, saltones y ávidos, su cuello festivamente erguido, su cola chata y elevada con clase; conservadas las proporciones, macizo y musculoso. Desde que orinaba en sentadilla, su pelaje fue espeso, duro y brillante; negro con manchas rojas, puras. Ya para los tres años, Gaitán medía unos 29 centímetros a la cruz, y debía pesar unos cuatro kilos y medio. Fue tenido en casa por animal de compañía, pero jamás como guardián, y mucho menos como valioso perro de exposición.
Papá lo trajo después de un viaje al municipio antioqueño de Santa Bárbara. Séptimo en una camada de nueve y venido a dar a la clase media. Su padre fue el perro de compañía de doña Rosmira, cuyo esposo, propietario de una vaquería, no dejaba de hablar, ebrio en la mayoría de los casos, del proletariado, La República Federal de Antioquia, de un tal John Maynard y de su Cooperativa General de Trabajadores, o mejor dicho, de su se-je-té.

Por su parte, la madre de Gaitán se la pasó merodeando entre estudiantes de primaria y bachillerato en el colegio del Sagrado Corazón de Santa Bárbara. Después del traslado de Magaly Chávez, antes rectora del colegio, a la Universidad de Antioquia —profesora en Filosofía y Letras y luego en Derecho—, la madre del primer pinscher en la familia Piedras había ido a parar a la familia del mayordomo de la vaquería cuyo propietario, casi siempre ebrio, había regalado a su señora esposa, doña Rosmira, un pinscher para que le hiciese compañía.

Relaciones laborales fueron, en efecto, las que unieron a los padres de aquel primer Gaitán; el pinscher que se parecía a Bambi. Su actividad erótica se inició un poco después, ya en los primeros meses, cuando rodeaban el huerto a la hora en que sus amos echaban la siesta, pero sólo cuando Greta entró en calor, sintió el futuro padre que las enseñanzas católicas de su ama, y el discurso a medias obrero de su amo, no eran más que tonterías de amos. Se decidió, pues, el primer día de mayo. Creyó que lo mejor era comenzar por contarle un secreto al oído, y luego preñarla. Nada en la vida del padre de Gaitán, que debió haber sido de pelaje rojizo, le había salido tal cual lo planeó, sin embargo aquel primero de mayo fue sólo una confidencia susurrada y una fecundación.

Como quiera que los padres de aquel Gaitán resultaran ser un verdadero chisme, digno de nuestro edificio con patio interior, el can llegó a casa en el año ochentaidós en manos de papá y jamás ladró, pero aprendió a leer la basura, a oír y a hablar; lamentablemente, sólo a mí.

jueves, 17 de julio de 2008

Alfabeto

Pese a oler desde muy lejos el fresco de las resmas, Gaitán no gusta del papel. No está de más que haga notar sobre éste, que conseguí en una papelería arrinconada bajo un samán erguido y florecido —justo frente al teatro del anacoreta—, algo sobre los intentos de alfabetización por las que pasó mi relación con el virolata.

No fueron en vanos muchos intentos, diría Gaitán. De hecho, si no aprendió a leer o escribir, por lo menos aprendió a hablarme y a oírme. Así, durante las malas épocas de rumores, tuvimos ocasión de entablar largas y muy densas conversaciones para vencer el aburrimiento. Al comienzo estuve convencido de que Gaitán me hablaba igual que habla una lora, sin embargo fue comprendiendo con relativa velocidad que amalgamar sus palabras con su olfato le permitía no sólo hablarme y oírme, si no leer la basura.

¡Ahí estábamos, virolata! Ahí estábamos cuando las cabezas de policías costaban un millón y las de capos miles. Ahora la economía ha cambiado y, claro, también las divisas. No hace mucho que pagaron, por una cabeza agujereada, cinco mil millones de pesos. Aquí hemos estado mientras las cabezas se valorizan a medida que aparecen más veces en la televisión, y no todas separadas de sus cuerpos, pues a veces se necesita sonreír para valorizarse. Y si bien los viejos dicen que los millones de antes no son los millones de ahora, cinco mil millones eran, en aquel tiempo del que hablo, muchos, pero muchos pesos.

Como sea que haya cambiado la economía y cefalea de la república, mi buen amigo Gaitán, y yo, un humilde servidor, hemos tenido ocasión de hacer éstas y otras sumas, porque, como decía la profesora Yolandita: “lo que es leer y escribir, se aprende junto, pero los números se pueden aprender hablando”. Gaitán aprendió, como es de suponer, sin escribir y sin leer, pero husmeando sin parar.

Igual que los ciegos aprenden a leer esos mágicos puntitos en relieve, acaso y paradójicamente inventados por un vidente; igual que aprendió a echarse después de unas vueltas, así Gaitán aprendió a leer la basura. No quiero que se confunda la muy respetable lectura del tabaco, o incluso del café, y por ningún motivo la sicología, con la lectura que mi perro hace de la basura. No. Mi virolata no adivina y tampoco, válgame Dios, interpreta los sagrados deshechos. Lee y huele la basura; a veces inhala, olfatea, aspira o husmea en voz alta, con tono melancólico o épico, según sea el caso.

Tal es el grado de admiración que me merece el chandoso que, durante los malos tiempos del rumor, dejé de frecuentar la biblioteca, interesado en comprender cómo él había conseguido leer hermosos pasajes y profundas disertaciones en la inmundicia y el hedor de la basura. No fue, pues, que los libros estuvieran empolvados o húmedos y me causara alergia la sola idea de inhalar un lugar al azar entre sus páginas, sino una verdadera necesidad, por así decirlo, de husmear. En lugar de buscar un frío asiento para leer, el virolata y yo nos pasamos cinco de los siete años de rumores vagabundeando por la república, leyendo la basura; husmeando sus acentos extranjeros y a la vez tan próximos.

En una de las ciudades del país, o quizá fuera un pueblo, donde estuvimos deambulando algo más de dos meses y donde, conforme lo leo en algunas basuras, no hay mar; en una de esas villas que alguna vez prometieron oro; en una de esas montañas de ciudad que ha sido escalada por gigantescos edificios que parecen amenazar con venirse abajo al menor temblor de tierra; en un barrio cuyas calles empinadas se pierden a veces en una especie de horizonte en subida con edificios cada vez más pequeños aunque más brillantes, en una de esas lomas pasamos las noches más lluviosas y los días más ardientes. Vimos en aquellos días de inmensurable calor los grandes edificios que llenan de orgullo al pueblo, al tiempo que se les enseña lo importante que es sentirse orgulloso de lo que se tiene para poderlo valorar como se merece. A la noche, sin embargo, nos echábamos a la calle, bajo la lluvia y nunca bajo la luna, sin apenas tener un poco de pan que se mojara y con la certeza de que, por húmeda que estuviera, no habría bolsa de basura a la que no lográsemos darle unas cuantas vueltas.

Hubo, como en todas partes, basuras con aromas muy definidos: ajo con limón, óleos, disolventes, huesos de pollo, marihuana o colillas de cigarrillo. La humedad, en tanto que cada noche llovía con mayor frenesí, dificultaba de por sí nuestro olfato, sin embargo conseguimos encontrar basuras bajo algún techo y leer, como es debido, todo cuanto tenían escrito. Hallamos, pues, basuras delicadas con un poco de vino agrio y aceite de oliva, juntos como puede —y debe— ser la basura, pero íntimamente separados en las narices de aquellos cuyo olfato les ha dado más que para vivir. A tal punto juntos, y a tal punto igualmente separados, que consiguen ser hedor de la misma forma en que el agua del mar es, dicen, salada. En ello, entre aromas, y líneas, he ido aprendiendo a husmear como lo hace mi virolata, aunque, dicho sea de paso, no tengo manera de conseguir lo que él con su prodigioso olfato. No conseguí, por ejemplo, comprender la diferencia entre la tierra humedecida por el aguacero y un verdadero manantial cuando, cerca de la cima, al final de una de las casi interminables lomas, creí encontrar un nacimiento de agua y, peor aún, me convencí de que jamás se acabaría.

No sería muy prudente quien dijera de mí, después de haber leído mi basura, o la basura misma de Gaitán, si es que tal cosa existe, que algo en todo esto del barrio pendiente tiene algo de represión. ¡La basura es lo que queda! Sin metafísica, sin futuros y casi sin presente siquiera. La basura es un delirio que, so pena de verse hundido en arrepentimientos con aromas muy definidos, aunque no por ello menos empalagosos, ha preferido oler a simple basura en lugar de hacerse merecedora de nostalgias enfermizas.

viernes, 11 de julio de 2008

Algodón de azúcar

Aquella basura, mi virolata, la de la tía Nubia, que tanto escondía en sus cajones y que, pese a los esfuerzos desesperados por deshacerse de cuanto escondía, no logró más que abrir la nevera a sus sobrinos, sin duda tiene mucho que husmear entre tantas bolsas negras. Tú, Gaitán, mereces más que yo de toda la basura del mundo, pero esta sí tiene, como otras cuantas, un sabor un tanto más dulzón para mí. ¿Recordás? Crema batida, helado, barquillos rellenos y algodón de azúcar. Nueve primos, para un total de nueve fiestas al año. Una para cada uno, por supuesto.
Tú no puedes quejarte, Gaitán, estuviste detrás de mí desde aquella fiesta en que mi papá llegó con un pincher a la casa. No hacía mucho tiempo, también porque papá lo había llevado a casa, Bambi había estado entre las cintas formato BETA, que traíamos de Beta-Disney. Así que siempre te creí un pequeño reno. No ladrabas, sólo corrías. Desde el balcón, donde antes habías orinado, hasta la cocina, atravesando el salón de los trofeos —dicho sea de paso, todos ganados por el abuelo y ningún primer puesto. ¡Por eso sé que algo te recuerda el hedor de esta basura! Porque al llegar a la cocina, Teresa, de mano dulce para todo, te daba a probar algodón de azúcar.

¡Virolata! Déjame hablar a solas. No me comeré nada, es sólo basura. Déjame darle vueltas a la caneca, solo, por favor. No vayas a echarte ahora de mala gana, no demoro.

Cuando cumplí seis años, primera fiesta de Gaitán con la familia y, claro está, conmigo. La tía Nubia preparó una fiesta, por primera vez, bajo el muy adulto concepto de temática. Súper Ratón en las guirnaldas, los pasquines y los gorros —orgullosamente lucidos por todos los primos—, Súper Ratón en el mantel, en las servilletas, en los globos hinchados de helio, en los vasos. Sin embargo, los platos no tenían al súper roedor. Sí eran amarillos con bordes rojos, los colores de la trusa y la capa de Súper Ratón, pero en lugar de tener el rostro de Súper Ratón en el centro del plato, sobre el que se derretía un poco de helado de vainilla resbalando por un trocito de torta de chocolate; en lugar de una escena fácilmente imaginable de alguno de sus pocos capítulos, estaba la cara de Mickey Mouse —grosera, muy grosera combinación. Como fuera que el primero de los primos lo descubriera, cosa fácil por demás, puesto que la calcomanía cedía a la humedad del helado derretido y se arrugaba, el resto le imitamos y despegamos el horrible Mickey de primer plano y siempre sonriente. Nubia, más escandalizada que ebria, se puso a gritar como loca. ¡Uno no puede comer con ratones en el plato! ¡Ni por más súper que sea! Ya viejo descubrí la ironía que animaba a mamá, a papá y al resto de la familia reunida.

Alejandra, la mayor de las primas Piedras —estaría por cumplir unos diez años—, se sumó al júbilo adulto. ¡Viva Arturo! Y la familia contestó: ¡Viva! ¡Viva Súper Ratón! Como en un salmo a la respuesta: ¡Viva! ¡Viva Gaitán! Insistió mi primita, a lo que la familia, que demoró en asignar al pincher el apellido del caudillo, gritó más que liberada: ¡Viva, Viva!

Mi nombre en aquellas voces frenéticas fue mi primer momento de gloria. Sin embargo, el que Gaitán también fuese coreado fue más un regreso a mí mismo. Para Alejandra, la mayor de las primas, todo lo que ocurría allí era gracias a mí. Tanto Súper Ratón como Gaitán eran simples pretextos para adularme y agradecerme gritando y riendo con mi imagen en sus vasos, platos y gorros.

Disfrutar de mi efímera gloria familiar fue cosa imposible. Allí estaba Gaitán, mirándome con algo de esa envidia que tienen todos los perros al velar y erguido parodiando a un rey. Desde la mesita metálica de la máquina de coser, yo lo miraba y luego miraba a Súper Ratón en cualquier parte. Al regresar a Gaitán, luego de reparar en la euforia de la tía Luzma, pensé que él, más que yo, merecía la gloria y la adulación de la familia. No ladró.

El bote de la basura quedó a reventar de desechables amarillos y rojos, sobras de torta, algodón de azúcar, servilletas sucias, cigarrillos y botellas de gaseosa, vacías por supuesto. Casi todo en la basura está vacío.

martes, 24 de junio de 2008

Virolatas

Me llamo Dairo José Montealegre. Tengo un perro que se llama Gaitán y no podría decir que he pasado la vida esperando algo de él. Tampoco es una vida muy larga la mía. Apenas un poco más que la de Gaitán, pero como dicen que los perros cumplen sus años con una mesura muy diferente a la nuestra —la de los humanos—, pues he decidido adoptar, voluntariamente, la minoría de edad frente a mi buen amigo.
Debiera decir que no es mi único amigo, o mejor, no ha sido mi único amigo. Tuve amigos antes, personas que hacían lo que ahora hace mi chandoso. En Brasil, me han dicho, le dicen virolatas (o algo parecido) a los perros cruzados. Chuchos en España, chandas en Colombia. Me gusta virolata. Al parecer traduce algo así como “vueltas a la lata”, de la basura, por supuesto.
Dos virolatas somos. Pero no damos vueltas a ninguna lata en especial, le damos vueltas a la vida, que a fin de cuentas termina siendo basura. En cierto modo, la manera como afrontamos el pasado Gaitán y yo, queda emparentada con el uso que los humanos le dan a la basura; la desechan para que quede oliendo a basura hasta que se deshaga debajo de más y más basura.
Gaitán me conoció en un pueblito cerca del mar, Arboletes. La vida allí es cosa de gente tranquila, poco movida y muy basurera. Cuando digo basurera me refiero, por supuesto, a esa actitud que tienen todos los humanos frente a lo que ya no sirve, pero en este lugar en particular la vida resulta un tanto menos olorosa, así que darle vueltas a la lata no termina siendo un oficio asqueroso.
Ahora sí, nuestras vidas, ambas muy caninas, están destinadas a seguir dándole vueltas a la basura del pasado, pero ya no con hambre de sobras, ni con el olfato aterrorizado por el hedor de la podredumbre, tampoco afanados por desaparecer lo más rápido posible de las cercanías del bote de la basura, no. Ahora le damos vueltas a la lata por vicio, porque ya no sabemos hacer otra cosa.
A veces Gaitán me dice que no debiéramos seguir oliendo lo podrido, otras, pretende que me deshaga de mi condición pseudocanina y salga a flote en lo que él llama “desconcierto prefuturo”. ¿Quién podría comprender lo que dice un virolata con tantos años de estar oliendo en basureros de tantas ciudades? No obstante, como sé de su madurez en eso de los años caninos, me entristece que sus palabras sean tan vehementes en momentos en los que no es posible desarrollar conciencias más allá de lo que no deja de doler. Es por eso que en la mayoría de las discusiones que hemos tenido al respecto termino por decirle las palabras de un psicólogo al que jamás le faltó lucidez: “sólo lo que no deja de doler permanece en la memoria”. Cuestiones de conciencia, nada más.
Y ahora, que la psicología parece estar inmiscuyéndose en los temas de nuestras nutridas conversaciones, preferiría fumar y no oler, pero a ambos nos quita el olfato. Se dirá que soy un tonto por estar hablando con un can al que nada parece importarle la manera en que se va pudriendo todo, la manera en que las sinceridades se debilitan hasta pudrirse y oler a basura, a mierda; no, no soy ningún tonto. Depresivo, terco y débil. Iluso y fácil de engañar, pero no tonto. Hay una gran diferencia entre la ingenuidad por exceso de confianza en el otro y la ingenuidad por falta de seso. Ambos pecamos por exceso de confianza, sin que ello quiera decir que nos sobra el seso. Gaitán sabe perfectamente que no hemos tenido que vérnoslas con temas de mayor delicadeza hasta ahora. Si bien preferimos las vicisitudes de las asimetrías afectivas, no sería justo ni cierto decir que no hemos tratado temas de basura. Por ejemplo, el amor.
Conocimos a otra chanda hace algo menos de un mes (en la medida canina). Era una hembra. A Gaitán no le gustaba su olor siempre perfumado. Sin embargo, a mí, que tengo menos de canino que Gaitán y, por tanto, un olfato mucho menos desarrollado, me pareció perfecta para integrarla al grupo y seguir dándole vueltas a la lata. Funcionó por un tiempo, pero pronto descubrimos que a ella la basura no le importaba, que la asquerosa mezcla de deshechos, incluidos los propios, no le eran agradables. Gaitan y yo creemos que se trató de un engaño, pero lo cierto es que fue una compañía más que efímera, sin ningún interés en las cosas que huelen mal.
“No importa, mi querido Gaitán, le dije, los perros, perros somos”. Ahora, nuevamente solos, mi can y yo seguimos buscando botes de basura para orbitar alrededor de lo que a los completamente humanos les da asco. Y de tanto darle vueltas al basurero de Mondoñedo (para los que no lo conocen, está situado en la capital) hemos llegado a una tonta y efímera conclusión: Nuestra basura y nuestra mierda fastidian a todos, pero sólo nosotros logramos disfrutar el fastidio ajeno.

martes, 10 de junio de 2008

Clavos

Arturo insiste en que lo lleve. No puedo llevarlo. Es necesario que el pelirojo comprenda que no es bienvenido en todas partes.
Soy consciente, y doy fe, de que Arturo se contiene cuanto puede, pero siempre termina por abrir la boca y dejar salir todos esos sinsentidos. Por supuesto, los comensales se atragantan al intentar escuchar el tono convincente de Arturo.
He negociado con él. Lo llevaré a ver las fotos del zalamero, pero no irá el jueves a la cantina de Jamin.
No voy a bañarme para bajar un piso a tomar café. Está completamente decidido que seré un asqueroso hipócrita perfumado con desodorante.
Dejo la puerta sin llave, no vamos a demorarnos. Las escaleras, blancas marmóreas, de caracol hasta el segundo piso y la puerta metálica.
—Hola —dice el zalamero—. Sabía que no olvidaría mi invitación.
—Él es mi amigo, Arturo Piedras.
—Oh. Sí, pase, pase. Le serviré café.
Tiene puesto un albornoz rojo con manchas de blanqueador en una manga y una boina confeccionada en tela de toalla de un rojo aún más intenso. Las paredes están repletas de clavos, pero no hay nada colgado de ellos. En algunos tramos, con hilos de diferente color ha hilvanado un polígono. Uno se parece al mapa de Venezuela, está rodeado con hilo negro y aceitoso.
El zalamero habla desde la cocina. Pese a mi esfuerzo no logro saber qué me dice, creo que habla solo.
Arturo está siguiendo los clavos con una malicia que me hace pensar que comprende algo.
—¿Qué pensás?
—Creo que este tipo tiene algo así como un vicio. Martillar. Parece sencillo. Yo conocí un martillador que lo hacía bastante bien y sin embargo nunca consiguió trabajo, no era la época de martillar, por supuesto. Estos clavos que están cerca de la puerta son los primeros que puso. A medida que nos acercamos a la cocina vas viendo que el clavo está, en efecto, mucho mejor clavado. Estoy ansioso por preguntar.
—Preguntá lo querás.
El vecino se ha vestido con un pantalón verde y una camisa roja. No se ha quitado la boina y viene, como mesero de algún restaurante exótico, sosteniendo la bandeja con las tazas humeantes y demás artilugios tinteros; todo con una sola mano y a la altura del hombro.
—Aquí está —dice el zalamero mientras deja la bandeja sobre una mesita oriental de arrodillado—. No traje el azúcar pero…
—No te molestés. Lo tomamos amargo.
—Oh. Sí. Mucho mejor. Voy a traer las fotos. Supongo que no tiene usted mucho tiempo, digo, por su trabajo…
—Sí, sí, mi trabajo.
Inmediatamente se da la vuelta, tomo por el asa el pocillo, huelo el café; amargo. Un café dulzón hubiese sido caótico.
—No tiene panela —me dice Arturo.
—Al menos sabe hacer un simple tinto. ¿Qué opinás de la boina?
—Dejemos que hable a ver que le encontramos a la boina. Por el momento te digo que, para ser tan empalagoso, luce muy chic.
—¿Chic? —le pregunto riendo.
—Ahí viene, dejemos que hable.
—Ahora sí. Estas son mis fotos. Toma tú estos sobres y estos otros.
Abro un sobre azul. El morrito debe contener unas setenta fotos por lo menos. Las primeras diez, puntos negros dispuestos sobre una trama blanca casi imperceptible. Los puntos tienen tamaños diferentes y algunos lucen ovalados. Después, el color del fondo, aunque no la trama, va cambiando a cada foto que pasa.
Miro a Arturo. Saborea una servilleta y está asombrado. Tras él, cerca de la puerta de la cocina, unos clavos unidos con hilo naranja. Ahora comprendo, le toma fotos a los clavos. Este tipo no es de confiar.
—Cómo verán, ha sido un trabajo largo. He hecho resanar toda la casa unas seis veces.
—¿Qué se le pasa por la cabeza cuando está tomando estas fotos? —le pregunta Arturo.
—Oh. No. Cuando tomo las fotos yo sólo miro. Si pienso, algo anda mal. Sólo miro. Pienso cuando clavo.
Arturo y yo asentimos, pero es él quien pregunta:
—¿Qué pensás cuando clavás?
—Como si estuviera clavando las manos mismas de Jesucristo. Primero una luego la otra, y al final los piés. Ya verá usted que no es similar el sonido, pero, ¿quién sabe?, los huesos de Jesús pudieron haber sido de cemento. He conseguido sombras verdaderamente maravillosas. Una de un camello… debe estar por aquí. Ésta, de un niño y hay una de un león también. Quizá me apresuré a hablar de ellas sin contarles cuál es mi propuesta estética.
Se está pasando de zalamero. Ya no le oigo, pero Arturo escucha atentamente.

jueves, 29 de mayo de 2008

Querido Arturo

“El día lo pasé haciendo estupideces y muriéndome, porque claro, siempre en esas. Me salvó la vida dice el muy ridículo de Trespalacios, y saber que no hay nada que hacer por mí. Perdido, aquí en este pedazo de tierra que nada tiene de pueblo.
Y vos, por allá, mirándome la mala ortografía y preguntándote si ya terminé mi libro.
No.
No me mataron los cocodrilos de Paraguay ni los domingos de misa ni la muerte de mamá ni nada —hasta ahora—, nada me ha podido matar. Sin embargo, voy a morir si continúo escribiendo cartas.
Sigo oyendo ruidos en casa, tengo el culo entumido y sólo he parado para servirme un marica tinto. Que digo, dos, y un cigarrillo. Definitivamente, parece que me encontré con una musa más que frígida. No importa mucho, el sólo hábito me rejuvenece. La ilusión es la misma que hace años.
Piedras, ¿has pensado en “aquellos años”? Ya no volverán los días difíciles en que no fuimos lo que quisimos y nos tocó remendar la frustración con un alarde de valentía, que por demás, Arturo, pienso que sonó siempre exagerado, aunque, cierto, jamás tan vergonzoso como la verdad.
Si salís esta noche, regresá con los zapatos mojados, o con aliento pesado de seis botellas, los bolsillos rotos, los ojos rojos, el estómago vacío, enfermo y ebrio. Así es que debés vos acabar las cosas, incomprendidas, para que se vuelvan temerosos tus fantasmas y dejen de torturarte con ratas y policía.
Hazme caso, yo he aprendido a vivir así. Exceptuando la tarea de poner clavos (como vos), el resto puedo hacerlo sin miedo.
Igual de difícil fue intentar describirte en los años del pueblo. Te recuerdo soñador, mentiroso y exagerado cuanto podías. Manipulador. No siempre lograbas cumplir tu palabra, sólo de vez en cuando. Viajabas, trabajabas en cualquier cosa y escribías todo el tiempo. Después de Carmenza dejaste tu amor propio; ya nunca guardabas ningún manuscrito. Arrugabas el papel y te lo echabas a la boca, no por la ventana, no a un charco, no a la chimenea. No te bastaba con eso, los que realmente te gustaban, los plegabas con destreza hasta convertirlos en un barquito y luego llevártelos a la boca, humedecerlos y decir «salado».
Vos sabés, Arturo Piedras, que nada te escribo con venenos sarcásticos. Tonto recato para nuestra amistad.
Continúo jugando: Fumabas como un condenado; un cigarrillo, detrás otro, vaciabas ceniceros una vez al día y te deleitabas al llegar a casa y oler los cigarrillos de los últimos años. «¿Sí olés?—me decías— es como entrar a mis pulmones y jugar un rato con la muerte, de la misma forma que jugué con la rana». Lo mismo sentías siempre que regresabas, como si tus pulmones descansaran de un mal aire y volvieras, así sin más, a caer en el vicio de respirar tu infancia.
Las veces que estuve con vos fuera del pueblo noté que dejabas de toser, fumabas menos y te veías un poco más gordo a pesar de no comer mayor cosa. Me imagino que así seguís con tu vida. Te contentás con poco. «Sé ayunar —me decías con aire sincero sentados sobre los rieles en el viaducto de Amagá—: si el hambre es soporífera, la inanición debe ser sobredosis».
No te asustaba nada, era cierto, pasabas hambre sin quejido alguno con el mismo arrojo con que te deshacías de cuanto escribías, a veces sin leerlo. Tenías ese vicio y muchos otros. No podía faltarte el café. O sí, podía faltarle, podía también faltarte la melancolía, pero nunca el cigarrillo y el papel, ese ayuno no lo hiciste nunca y aún dudo que seas capaz.
En un instante grave de hambre, estoy seguro, te hubieras fumado un cigarrillo desechando un tomate de la huerta de Don Manolo, incluso sé harías algún comentario: «muy suave, muy húmedo, de humo delgado, insípido».
Conseguiste trabajo, escribiste un diario que tuve la oportunidad de leer antes de que en Puerto Triunfo, gritando «¡Fluye, fluye hacia el mar!», lanzaras el manuscrito al Magdalena.
«Las cosas pasan», me dijiste del lado antioqueño. Ya en la orilla boyacense, con algo de lástima, me susurraste: «no es tanto el dolor al echarlo a flotar al río, es más aguda la nostalgia del tiempo perdido».
Recordás un bar: Blanco y Negro. Una cantina oscura donde sonaba música bailable a volumen ensordecedor. La copa de aguardiente barata y la mesa de billar eran suficientes para que se nos hiciera un lugar emborrachable.
Pedimos media, luego botella y otra botella. Me explicaste por qué eras un tipo tan apático. Te adulabas y exagerabas a tus anchas, pero permitías identificar muchas pretensiones y pocas certezas.
Sentados frente a frente junto a la mesa de billar, después de que me dieras una paliza, separados por los dos últimos aguardientes de la noche y también los últimos pedacitos de mango, nadie oyó lo que yo de tus palabras arrastradas por tanto aguardiente, pero sinceradas también por él: «Yo sé bien que vos no, pero tu mujer, por ejemplo, no me comprende, porque la educaron las monjas del cerro y mi nomadismo es más que profano para ella. Carmenza no comprende nada. A veces me mira con extrañeza y cree que soy un loco comepapel que nada puede aportarle. Su mirada es lastimera y dice mucho que no entiende cuando le explico algo».
Aquello que me confesaste, era más una expiación que te hacías a ti mismo. «Necesito encerrarme. Te digo que me voy a encerrar; que no salgo, mi querido amigo, hasta que me cure».
Yo te creí. Pero tampoco entonces te creí loco.
¿Te has comido la que llamabas cariñosamente La Grande? Un rapto para reconstruir el tiempo perdido y luego de que lo leyeras, aunque fueras sólo vos, volverlo a llevar a su lugar de origen; el estómago, me parece un final digno.

Comételo.

martes, 27 de mayo de 2008

Metamorfosis

No sé muy bien en qué me estoy convirtiendo. Tengo la humilde esperanza de no ser un escarabajo, pero ayer y hoy lo he estado considerando. La idea ha perdido fuerza porque mi cuerpo no es de escarabajo, cosa poco sencilla de descubrir debido a mi constante posición horizontal. El número de extremidades no concuerda con lo establecido por la zoología y mis antenas no le darían la talla a ningún escarabajo. Anatómicamente me parezco más a un perro; mi hocico delata mi procedencia impura. Un perro virolata, un chandoso. Los perros no tienen antenas y no creo que mi olfato sea digno de un can, pero creo que he de adherir a los mamíferos una nueva especie: la chanda con antenas. Nada que ver con el mejor amigo del hombre.

lunes, 31 de marzo de 2008

-ando y -endo

Nada de ayeres. Hoy y sólo hoy. Es una gran alegría saber que podemos ser cualquier cosa y levantarnos siendo cualquier otra. La monotonía está en el cementerio. Ahora infeliz, dentro de un rato eufórico, mañana en la mañana feliz y en la noche nostálgico. Si tengo suerte y gano el baloto, el lunes seré rico. El gerundio es una sujeción realmente hermosa; estamos siendo infelices, eufóricos, felices, nostálgicos y/o cualquier otra cosa. A veces estamos siendo sólo farsa, muchas veces, casi todas.
Me he descubierto siendo casi inerte, más vivo que cualquiera en el mundo, con ganas de morir o amando los perros. Jamás me he despertado siendo lo mismo que al momento de acostarme. Hoy, lo admito, el existencialismo está siendo conmigo, pero también la nostalgia y la ebriedad. Digo sólo estas cosas que estoy siendo por tener intensidades evidentemente notorias. Sin embargo, no cabe la menor duda, estoy siendo muchas otras existencias. No crea usted que se trata de una patología particularmente mía. Seguro sabe usted de qué le hablo. Si ignora el sentido de lo que digo, quizá deba leer menos la biblia.